lunes, 31 de agosto de 2009

Segunda semana, noche del miércoles II

A la tempestad no siguió la calma, como se suele decir, sino una tormenta aún mayor. Eran las dos de la madrugada y había tres cadáveres en los calabozos de la Jefatura Central de la Policía Nacional de Murcia. Dos de ellos estaban en la celda abierta, el del inspector José Marín y el del joven gitano, Joaquín. El otro, el del traficante argelino, Tarem, se encontraba en la estancia contigua a la mía, en la que aún seguían encerrados otros dos inmigrantes magrebíes.
El agente joven, todavía con la porra en la mano, estaba tirado junto al inspector, llorando, aunque no sabíamos si a causa de la muerte de su superior, por haber reventado el craneo de una persona o debido a ambas razones. El griterío alrededor del desmoronado policía era atronador, similar, supongo, al de una jaula de monos en la que se hubiera colado un tigre. En la celda de las prostitutas dos mujeres se habían desmayado, otra estaba llorando y el resto ladraba, como los argelinos de mi lado, que sin saber nada acerca de su incierto destino si se quedaban junto al cuerpo de su compatriota, algo parecían presentir si se observaba los golpes que propinaban a las rejas. El resto de reclusos, desde ladrones a sospechosos de homicidios (en esa categoría entraba yo), intentaba situar su voz por encima de la de los demás.

Bajo este concierto de gaitas era normal que el agente no escuchara mis advertencias. Repetí una y otra vez que debían sacar el cadáver del argelino desmembrado y meterlo junto a de los otros dos fallecidos en la celda del gitano. Así no habría riesgo de que al cobrar de nuevo vida, y estaba seguro de que eso ocurriría al menos en los casos del inmigrante y del inspector, infectaran a más presos. Pero el joven policía no atendía a los reclamos de nadie. La situación era desesperada y yo no hacía más que pensar en la extraña concatenación de circunstancias que me había llevado allí; desde la contratación del técnico del aire a la llamada de su mujer.

Apenas cinco minutos después de que el inspector Marín falleciera, sus extremidades comenzaron a pegar sacudidas. A los diez levantó la cabeza, que se erguía sobre un cuello desgajado. Desde mi celda no se podía precisar bien, pero un líquido negruzco y espeso surgía de su garganta, mientras se levantaba. Su compañero al fin reaccionó, pero no del modo correcto.
- Inspector, ¡está vivo!- exclamó acercándose a abrazarlo.
El cadáver del veterano policía ni siquiera esperó a que lo rodeara con los brazos. Lanzó una fiera dentellada a la mano izquierda del incauto joven, seccionándole al instante un trozo de carne. Éste se apartó con un alarido y al fin pudo oír los gritos que llegaban de las celdas.
- ¡Dispara! ¡Cárgate a ese cabrón! ¡Es un puto zombie!
El inspector se tragó el pellejo recién conseguido, que aún colgaba de su boca, y dio un paso hacia él. Éste retrocedió y sacó su arma, pero la debía coger con una sola mano y no parecía el tirador más diestro del Cuerpo Nacional de Policía. Además, el zombie rugía, alentado quizás por nuestros gritos, apabullando aún más a su víctima. El agente erró su primer tiro. Debía estar a menos de dos metros del inspector pero falló. El segundo le dio en algún lugar de las piernas, según me pareció, aunque no sirvió para nada, pues el cadáver continuaba andando. El policía se estaba quedando sin escapatoria, y al notar la puerta de las escaleras a su espalda inició una balacera contra el cuerpo de su adversario, que sin embargo, sólo se refrenó un poco. Angustia e incredulidad se mezclaban en el rostro del joven.
- ¡Tírale a la cabeza!- gritamos varios presos al unísono.
El policía levantó su pistola y colocó el cañón prácticamente tocando el cráneo del zombie. Pulsó el percutor y un débil crujido fue lo único que escapó del arma. Se había quedado sin balas. El inspector abrió la boca y le pegó un bocado tremendo en la cara, llevándose la nariz por delante.

La escena que vino después fue lo más triste y asqueroso que había visto en mi vida. El joven policía, con media cara levantada, intentó huir del zombie, desplazándose por la pequeña sala del calabozo. Estaba desorientado, quién sabe si podía ver, y soltaba sangre hacia todas partes. El inspector lo seguía, sin embargo, con toda la agilidad del mundo, dando mordiscos cuando lo alcanzaba y deteniéndose sólo unos segundos a comer. Cuando el agente no pudo más, cayó al suelo y, aún vivo, tuvo que soportar el sufrimiento de la voraz mandíbula del inspector engullendo su estómago.

No hay comentarios: