jueves, 20 de agosto de 2009

El último fin de semana III

El domingo se produjo la decisión que más temía. El Gobierno español decidió cerrar completamente las fronteras comunitarias. Eso suponía el bloqueo de los puertos, de las vallas de Ceuta y Melilla y de los aeropuertos. Por lo que respecta a estos últimos, se permitirían salidas y llegadas de aviones provenientes de los países miembros de la Unión Europea, aunque aumentando las medidas de seguridad. Sin embargo, no podrían tomar tierra ni vuelos procedentes del extranjero ni los que viniendo de fuera hicieran escala en alguna nación comunitaria.

Mi madre estaba desolada. Mi hermana estaba en Argentina y no podía volver. No paraba de repetir que la había avisado, que le dijo que regresara cuando aún podía. Mi padre fue el encargado de llamarla. Le dijo que se dirigiera de inmediato a la embajada española en Buenos Aires y se informara allí. También le hizo un traspaso electrónico a su cuenta para que pudiera hacer frente a los gastos necesarios para prolongar su estancia en Argentina, que en ese momento no sabíamos cuánto duraría.

Sentados en el salón del apartamento de La Manga, con los graznidos de las gaviotas y el suave rumor de las olas de fondo, mis padres y yo vimos la rueda de prensa de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, en la que confirmó y explicó el cierre de las fronteras:
- El Gobierno se ha visto obligado a tomar esta decisión ante la falta de garantías por parte de Estados Unidos. Sólo las medidas de seguridad tomadas por el Ejecutivo nos permitieron frenar a tiempo un posible foco de infección iniciado en el aeropuerto de Barajas. Nos podíamos consentir que siguieran llegando vuelos a nuestro país con viajeros infectados.

Preguntada por los periodistas acerca del estado de los ciudadanos españoles residentes en Norteamérica, la vicepresidenta reconoció que el Ministerio de Asuntos Exteriores había perdido el contacto con varios consulados, entre ellos, evidentemente el de Los Ángeles, aunque también se desconocía la suerte de las oficinas consulares de San Francisco y Chicago. El Ministerio había iniciado a mediados de semana un programa de evacuación de la población española hacia el este del país y de regreso a España, aunque la nueva política de cierre de fronteras lo cancelaba. El Gobierno tampoco podía garantizar la seguridad de las colonias españolas de México y Canadá, donde el Virus R ya golpeaba con fuerza.

Esa misma tarde, mi hermana nos llamó para decirnos que el país austral era un caos, al menos en su extremo sur, en la Patagonia. Al parecer, casi todos los países de Sudamérica habían tomado medidas similares a las de España, aunque con plazos, y los aeropuertos eran en ese momento el punto de encuentro de todos los emigrantes de Argentina, a la sazón varios millones. La Embajada española le había recomendado, tras casi dos horas de llamadas, que se mantuviera en algún lugar seguro y aislado mientras llegaban más noticias. Eso en la Patagonia no resultaría complicado, bromeó mi hermana por teléfono. Su buen humor tranquilizó a todos excepto a mi madre, que no dejaba de llorar.

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