miércoles, 30 de septiembre de 2009

Ya están aquí II

Juan Carlos había desaparecido. Ni siquiera pude ver cómo acabaron con él. En el lugar donde antes estaba el coche en el que se refugió el fotógrafo y el militar había ahora decenas de zombies, unos encima de otros, como peleando en una enorme melee de rugby. La escuadra de soldados que se encontraba a unos diez metros de ellos inició un tiroteo brutal contra la montaña de carne muerta que debía estar sepultando a su superior. Las armas, diez a la vez, produjeron un sonido atronador, como nunca había imaginado. Al igual que en la comisaría, me llevé las manos a la cara para protegerme, un acto reflejo sin ninguna lógica pues no me disparaban a mí. Arrinconado en el extremo superior derecho de la escalinata, cubriéndome la cara, sólo pude escuchar el silbido y no ver, sin embargo, la ráfaga que generó el cohete lanzado por un bazooka muy por detrás de la línea de defensa. No se bien dónde explosionó, pero tuvo que se muy cerca de mí porque me lanzó por encima de la barandilla y caí de bruces al suelo. El golpe fue seco y muy doloroso, me dejó balbuceando sobre la acera, con un pitido punzante en los oídos que anulaba mi contacto con el mundo exterior.
Por fortuna se volvió a dibujar sobre mí el contorno protector de Fran, que me obligó a levantarme y me ayudó a seguir retrocediendo por la Gran Vía, colgado a su hombro. Alrededor de la puerta de El Corte Inglés se amontonaba la gente, también había personal de emergencias, soldados, policía y médicos, haciendo gestos para que nos acercáramos. Yo apenas podía andar ni mantenerme erguido, dejaba toda esa responsabilidad a Fran mientras a duras penas apoyaba un pie tras otro. Pero comenzaron a pasar hombres y mujeres corriendo junto a nosotros. Las primeras palabras que pude escuchar cuando se disipó el pitido fue un contundente "¡Corred!" de un joven que nos adelantó. La mirada de Fran terminó de darme el impulso para tratar de moverme por mí mismo lo más rápido posible. Llegamos a los soportales de la galería comercial y sólo entonces nos atrevimos a mirar atrás, mientras seguíamos el camino que nos llevaba al interior de la tienda.
La plaza Fuensanta estaba repleta de esas cosas. Corrían como en manadas, lanzándose sobre toda persona que se encontraban a su paso. No distaban mucho de la gente normal, aunque la mayor parte de ellos tenía la ropa desgajada y restos de sangre por todo el cuerpo. Una madre cargada de su niño en brazos logró zafarse de uno de ellos y se dirigió hacia nosotros, aún en la puerta de El Corte Inglés. De inmedianto un zombie siguió sus pasos emitiendo un grito salvaje, que alertó a varios más. A mi lado un policía disparó sobre los perseguidores. Uno de los muertos tropezó, puede que alcanzado en las piernas por los disparos, y otro cayó fulminado. A pesar de la gran puntería del agente, un tercero alcanzó a la mujer y la tiró al suelo. Parecía un bombero, al menos por el uniforme, pero tenía el cráneo literalmente abierto. El niño rodó hasta mí.
- ¡Métalo dentro!- me dijo el policía al tiempo que se acercaba al zombie y a la madre derribada descargando su cargador.

Cogí al pequeño de la cintura y lo arrastré tras el portal. Una verja de seguridad estaba ya descendiendo y por poco me da en la cabeza. Estaban cerrando las galerías, con cientos de personas aún fuera. La puerta crujió al tocar el suelo. Pero al otro lado quedaban civiles y soldados reclamando que se abriera. Los zombies se lanzaron sobre ellos y los que no murieron aún enganchado a los barrotes de la verja salieron corriendo de allí. Fue una escena dantesca que contemplé tan anonadado que ni siquiera me acordé de tapar los ojos del niño. Tras el festín, los infectados se dieron cuenta de que al otro lado de la puerta había decenas de personas refugiadas, como yo y el pequeño, y comenzaron a golpear y arañar la verja, tratando inutilmente de alcanzarnos, mirándonos anhelantes. Entre ellos había varios chicos con el uniforme de colegio, aunque su rostro blanquecino y sus ojos igualmente muertos les conferían un aspecto tétrico.
Apoyados sobre un puesto de perfumería, sentados en el suelo, el niño y yo agachamos la cabeza. Heridos, aterrados, sin una gota de energía en el cuerpo, ambos nos pusimos a llorar.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Ya están aquí

La pobre empleada de Zara se había clavado al menos tres cables de forja a lo largo del cuerpo, quizás más. Al asomarme al agujero de las obras del parking, que empezada junto a la puerta principal de El Corte Inglés y se extendía hasta la plaza Díez de Revenga, a unos 200 metros, pude ver, como el resto de la multitud que se arremolinó a la orilla del boquete, la mirada perdida de la joven. El gentío hace sólo unos minutos alocado por los gritos permanecía ahora en silencio.

A mi derecha una mujer rompió a vomitar y pronto le siguieron varias personas más. Pero eso no era nada comparado con lo que nos esperaba. De repente la pierna derecha de la fallecida, que colgaba atravesada por uno de los filamentos a la altura del muslo, se movió bruscamente. Le siguió otro movimiento y después un temblequeo, similar a un tic, que pronto se extendió por todo el cuerpo. La chica comenzó a mover lo ojos, pues en realidad nunca los había cerrado, y los brazos, alargándolos hacia los que la observábamos, dos metros arriba.

- ¡Está viva!- dijo un niño, situado entre las piernas de su padre.

No está viva, pensé yo. El agente permanecía a mi lado, con la pistola aún desenfundada. La gente empezó entonces a pedirle que le disparara en la cabeza, pero el policía, que no tendría más de 25 años, seguía quieto, paralizado.

Todo eso era demasiado para mí. Me di la vuelta y casi me estrello con Pablo. Regresaba de Díez de Revenga, por donde había intentado salir del cuadrante de seguridad fortificado por el Ejército. No había nada que hacer, ya había sido bloqueado. No se podía salir ni entrar al centro de la ciudad. El anuncio de la llegada de los zombies por el sur, en la entrada de la autovía de Cartagena al El Malecón, había activado la alerta de todos los puestos militares. Era la señal para cerrar el anillo de seguridad en torno al corazón de Murcia. ¡Estábamos atrapados!

Para ese momento ya sólo Fran, el fotógrafo, y Pablo estaban junto a mí. Pablo propuso intentar escapar por alguna callejuela entre la plaza Circular y Juan XXIII, dos puntos unidos por la ronda de Levante, el límite nordeste del ‘muro’ de contención. Para mí era la mejor opción, porque era la dirección en la que se encontraba la casa de mis padres y la salida de la autovía de Madrid, que debía tomar para ir a la finca da mis abuelos, donde mi familia se iba a refugiar.

Subimos por la Gran Vía en dirección al río. Teníamos pensado girar hacia el norte una vez pasado el nuevo centro de El Corte Inglés, situado sólo a una manzana del viejo en la acera contraria. Los cuatro carriles de la avenida estaban ocupados por los coches, que circulaban en dirección opuesta a lo habitual. En principio el carril de bus y taxi debía ser utilizado sólo por vehículos de emergencias y militares pero allí donde no había soldados estaba invadido por coches civiles. Y lo peor era que ya no parecían moverse. Al fin y al cabo las salidas estaban cerradas, aunque todavía no se hubieran dado cuenta. A mitad del centro comercial Fran se fijó en algo. La gente ya no andaba sólo por las aceras, también lo hacía entre los coches, y venían corriendo. Poco a poco, como si fuera un mensaje que se transmitía entre turismos, padres, madres e hijos salían de los automóviles y emprendían la carrera a pie dejando atrás bolsas y maletas. A pesar de los gritos y las bocinas, ya era fácil escuchar el sonido de los disparos, cada vez más cerca. Los conductores abandonaban sus vehículos por orden de los militares, que se replegaban poco a poco y a los que ya se podía ver en la parte más alta de la Gran Vía, justo antes de llegar al río.

Una figura conocida surgió de entre la muchedumbre. Era Juan Carlos, el otro fotógrafo, que volvía del 'frente'.

- ¡Ya están aquí!- nos dijo tremendamente excitado, con un tono de voz que no dejaba muy claro si estaba asustado o contento. Dio unas bocanadas y siguió- Han pasado las barricadas, son muchos, un montón, miles... Les han soltado de todo y no se han parado.

Justo en ese instante se escuchó una gran explosión procedente del río.

- Veis- señaló- Había dos tanques ahí arriba y han pasado sobre ellos. Tenéis que ver las fotos.

Hizo ademán de enseñarnos las imágenes con el visor de su cámara, pero su compañero de profesión por poco se la tira al suelo de un golpe.

- ¡Déjate de fotos imbécil! ¿Dices que ya vienen?- le inquirió Fran agarrándole de la camisa hawaiana.

No hizo falta que respondiera. Un policía nacional llegó hasta nosotros y nos ordenó retroceder. Varios agentes más intentaban coordinarse para que los civiles abandonaran la Gran Vía. Apenas a cien metros de nosotros se observaba a un soldado subido al techo de un Hummer disparando hacia el suelo. Nos quedamos mirando y el propio policía también se giró. Junto al tirador había otro militar disparando con la metralleta del vehículo. De repente dieron un acelerón hacia atrás como huyendo de algo y las ruedas de la derecha subieron sobre un turismo hasta hacer volcar el jeep. Los policías volvieron a pedir que regresáramos hacia El Corte Inglés, pero Juan Carlos hizo caso omiso y salió disparado hacia el Hummer.

- ¡Eh tú! ¿A dónde coño vas?- le gritó el agente sin poder hacer otra cosa que seguir avanzando.

La gente nos cerraba el paso y ya no podíamos coger la calle que habíamos previsto. Además, los militares debían estar ya a menos de 50 metros, y entre la maraña de refugiados y coches me pareció ver una marabunta que llegaba corriendo a la parte alta de la Gran Vía y comenzaba a avanzar como si de hormigas se tratara, entre los coches y sobre ellos si era preciso.

- ¡Atrás, atrás!- exclamó un militar.

Me fijé en él, posiblemente fuera un oficial, aunque no lo tenía claro. Fue hasta un soldado que disparaba y le agarró del cuello.

- ¡He dicho que atrás mamón!- repitió.

El soldado se replegó junto a otros diez que formaban una línea a lo ancho de la avenida. El mando, sin embargo, se mantuvo en su puesto e incluso avanzó para subirse sobre un coche. Sacó una pistola del cinturón y comenzó a disparar. Junto a él apareció Juan Carlos, con el mismo objetivo que el oficial, pero utilizando la cámara de fotos. No tardaron en ser rodeados por un gran grupo de zombies, ahora ya los podía ver claramente. Puede que lo único que impedía que se lanzaran a por nosotros (que apenas podíamos retroceder paso a paso debido a la acumulación de personas) fuera los improperios que el militar soltaba desde el techo del vehículo acompañados del plomo de su revólver. Juan Carlos también subió al coche pero ya estaban completamente acorralados. Me di la vuelta y traté de abrirme paso entre los más lentos. Había gente por el suelo, que caía a empujones y no podía levantarse. Las detonaciones sonaban cada vez más cerca a mi espalda. Llegué hasta la escalinata del edificio de Cajamurcia y volví mi vista a atrás. Ya no había rastro de Juan Carlos o del militar. Se los habían comido.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Previously en Levantate y Anda...

Como si de una serie de la FOX se tratara, procedo a resumir lo esencial de la historia para aquellos que entran al blog por primera vez. Al fin he hecho los exámenes de la oposición, con funesto resultado (lo que me había llevado a dejar la historia aparcada unos días) y ahora retomo las peripecias de Pedro de nuevo.




Previously en Levantate y Anda:

Pedro es un joven periodista que trabaja en Murcia con más pena que gloria. De repente, la aburrida actualidad de esta ciudad se ve golpeada por un incidente en Estados Unidos. Lo que en principio parece una revuelta de pandilleros en Santa Ana (California) termina descubriéndose como una salvaje pandemia que se extiende por todo el mundo. Su causante, un virus conocido popularmente como Virus R por su similitud a la rabia, aunque mucho más peligroso, ya que mata a sus víctimas y las revive como animales enloquecidos en busca de carne humana.
De nada han servido los controles, el virus ha llegado a España. Arrestado por homicidio tras matar a dos zombies, Pedro vive la extensión de la enfermedad por Murcia en la cárcel y es rescatado por un comando policial cuando los muertos vivientes invaden los calabozos. La epidemia ya no puede contenerse y sorprende a Pedro en el periódico. Los zombies cercan la ciudad tomada por el Ejército, y su familia se ha refugiado en una casa de campo. Junto a varios compañeros de la redacción, se ve inmerso en una caótica huida por el centro de Murcia, con la muerte a sus espaldas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes. Ya vienen III

-¿Ya vienen?- preguntó Rosa- ¿Esos disparos son por ellos?
- Tiene que ser en el río o en el Malecón, ha sonado por allí, donde estaban las barricadas- respondió Fran, que al igual que Juan Carlos había bajado del periódico con la cámara a cuestas.
- Pero yo tengo allí mi coche, siempre lo dejo allí- Rosa se echó las manos a la cabeza.
Yo, mientras tanto, pensaba cómo salir de allí. El Seat Ibiza de mi hermana había desaparecido, con toda seguridad robado, una práctica nada difícil con todos los agentes de la ley destinados a los parapetos de contención. Podía ir a pie, pero no sabía si tendría tiempo de llegar a las barricadas de la plaza Circular, y una vez allí debería seguir a pie hasta algún punto en el que pudieran recogerme mis padres.

El tiroteo se hacia más intenso, acompañado de explosiones. Volvimos a la Gran Vía, tomada en ese momento por decenas de coches que trataban de llegar hasta los puntos de control antes del fin del plazo del mediodía. Motos y ciclistas se colaban entre los vehículos, cuando no eran peatones, para los que no había ya sitio en las aceras. La ciudad entera parecía haber decidido bajar a la vez por la avenida y el colapso estaba servido. Que yo hubiera cometido el mismo error que todos ellos no me impidió preguntarme cómo tanta gente había esperado hasta el último momento para buscar refugio.
Por otra parte, entre los pitidos de las bocinas y los gritos era complicado averiguar si los disparos había cesado ya o sólo estaban camuflados entre el tumulto. Juan Carlos dijo que no pensaba quedarse ahí parado y se lanzó en dirección contraria, calle arriba hacia el río, para fotografiar el tiroteo en las defensas del Malecón. Era una decisión estúpida muy propia de él, acostumbrado a meterse en problemas para conseguir las mejores imágenes.

El resto de nosotros se unió a la inmensa caravana que abandonaban el casco urbano. Bajamos hasta la plaza de la Fuensanta, frente a la puerta de El Corte Inglés. La tienda estaba inexplicablemente abierta y mucha gente se colaba, probablemente buscando un camino menos concurrido hacia las afueras. Sin embargo, Fernando me señaló a una pareja que salía de las galerías comerciales cargando una televisión. ¡Pillaje! Con esas cosas pisándonos los talones y a alguien se le ocurría entretenerse en robar.
Fran propuso tomar los callejones que se expandían entre la avenida de la Constitución y de la Libertad, para tratar de salir de allí cuanto antes. Cruzamos la plaza y nos disponíamos a adentrarnos cuando se oyeron unos gritos procedentes de una de las puertas de Zara. Dos chicas aparecieron soltando alaridos y se tropezaron contra los peatones que poblaban la acera. Tras ellas iban un guardia de seguridad que se dio la vuelta al cruzar el umbral. En las manos llevaba un extintor, del que salió un chorro de polvo blanco dirigido al interior de la tienda de ropa. Fuera lo que fuera lo que intentaba no resultó, porque se abalanzaron sobre él dos o tres figuras (poco podía distinguir ya) y lo echaron al suelo.

En ese instante el caos que reinaba entre los miles de ciudadanos que circulaban por la zona se convirtió en una auténtica estampida. Las personas más cercanas al ataque salieron corriendo hacia atrás, tropezando con los que estaban a su espalda, y se produjo un efecto dominó. A un metro de mí, una mujer fue atropellada por una furgoneta al saltar corriendo a la carretera. Yo mismo casi caigo al suelo cuando tropecé con el bordillo de la acera, huyendo del lugar del ataque. Si lo hubiera hecho habría acabado como los pobres desgraciados que se desplomaron delante de mí, pisados y machacados por la turba. En cierto momento, ya en la pequeña placetuela que se abre ante la puerta principal de El Corte Inglés, noté como una mano me cogía del tobillo. Trastabillé y caí. Al darme la vuelta vi que se trataba de una anciana que trataba de levantarse, pero ni siquiera pude acercarme a ayudarla porque la rodilla de un hombre que pasaba corriendo a mi lado me golpeó la cara, dejándome noqueado. Me salvó Fran, que continuaba a mi lado. Me levantó y fuimos hasta una de las columnas de la entrada a la tienda. Yo entonces apenas me daba cuenta, pero la confusión de la carrera en ninguna dirección de cientos de personas causó más muertes en ese momento que los infectados.

Cuando me recuperé, apoyado en la columna, con Fran haciendo de parapeto, asistí a una escena espantosa. Al parecer, no todo el mundo salió corriendo al ver a los zombies. Un grupo de jóvenes los atacó con palos y piedras procedentes de las obras de un garaje subterráneo. No vimos como lo consiguieron, pero cuando se despejó el gentío, apareció el cadáver del guardia de seguridad junto a otros dos cuerpos, y un tercero apoyado en el escaparate de una tienda cercana, con parte de la cabeza espachurrada en el cristal. Unos diez chicos, que aun mantenían, sus ‘armas’ en las manos, se felicitaban por haber acabado con los infectados, pero no se habían dado cuenta aún que una joven vestida con el uniforme de Zara se arrastraba por el asfalto cojeando y pidiendo ayuda. La pierna derecha estaba desgarrada y, de hecho, no la apoyaba apenas. También tenía rastros de sangre en cuello y la cabeza, con el pelo rubio teñido de rojo. Pero estaba viva, sin duda, porque seguía hablando.
En seguida se formó un corro alrededor de ella, no porque nadie quisiera acercarse, sino más bien porque la gente se apartaba asustada.
- ¡Le han mordido! ¡Está contagiada!- advirtió un hombre.
- Que no os toque- dijo otro.
La joven estaba muerta de miedo, pero quedaba claro que ninguno de los que nos encontrábamos allí pensaba ayudarla. Con mucho esfuerzo logró incorporarse y extender las manos suplicando ayuda. Lo único que consiguió, sin embargo, fue que un agente de la Policía Local, que había acudido allí atraído con los gritos, la encañonara advirtiéndole que se mantuviera alejada. El rostro de la herida era para entonces un poema, rompió a llorar y tropezó, con tan mala suerte que cayó a las obras del parking. Cuando nos asomamos vimos su cuerpo clavado en los hierros de forja de la estructura.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes. Ya vienen II

El grito de mi madre me heló la sangre. Fue como despertar de repente de una fantasía estúpida. ¿Qué demonios había prentendido esa mañana? ¿Por qué había ido al periódico cuando lo más sensato era salir de Murcia con mi familia?
Tras colgar el teléfono me quedé unos instantes sentado sobre la mesa, intentando pensar en una salida, pero en realidad con la mente en blanco. Los pocos trabajadores que habían ido ese día a la redacción se marchaban. Sólo se quedaron dos redactores, Pablo y Rosa; dos fotógrafos, Fran y Juan Carlos y los tres máximos responsables de la cabecera en Murcia en ese momento, Pepe, de Deportes, Fernando, el otro redactor jefe, y yo.
- ¿Qué hacemos?- preguntó Pablo- ¿Hay periódico?

El timbre del teléfono atrasó la respuesta. Lo cogió Fernando. Llamaban de la redacción de Cartagena, donde también habían estado viendo las imágenes de la marcha zombie a Murcia por La 7. Allí la situación también era caótica, pero el Ejército, con gran presencia en la ciudad portuaria, había sellado los barrios altos y del puerto, donde en ese momento comenzaban a acudir ciudadanos en busca de refugio. El despliegue militar infundía seguridad entre los cartageneros y ellos estaban dispuestos a publicar la edición del día siguiente.
Y lo peor fue que la determinación de la delegación de Cartagena contagió valor a Murcia. El pequeño grupo que quedaba en la redacción se convencía cada vez más de que era posible. Pablo dijo que la zona centro de la ciudad y, concretamente la Gran Vía, donde se encontraba El Faro, era el lugar más seguro. Las barricadas que había visto preparar camino del periódico cerraban un círculo alrededor de nosotros. Según informaba el 112, dibujaban un rectángulo de seguridad entre la Plaza Circular, Juan XXIII, la antigua calle Correos y la ribera del río Segura. Allí estaban la sede del Gobierno regional, el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno.
- Nosotros estamos dentro y La Opinión y La Verdad fuera- añadió Fernando, en referencia a las sedes de los otros dos periódicos de la ciudad.
- Claro, podemos hacer un periódico histórico- le secundó Fran.
Yo caminé unos pasos por la redacción intentando ordenar mi cabeza y les pedí calma. Estaba claro que no se daban cuenta de lo grave de la situación.
- A ver chicos, no sé cómo habéis trabajado los días que he estado fuera, pero la cosa está ahora mucho peor- comencé a decirles- Pensáis que el centro de la ciudad es seguro pero yo creo que es precisamente lo contrario. Esos muertos que han salido por la tele se dirigen hacia aquí por algo, porque saben que hay gente, Murcia les atrae... nosotros les atraemos.
- ¿Pero no has visto los soldados que hay allá fuera?- saltó Pepe.
- Lo que he visto es a cientos de zombies que vienen hacia aquí y eso no lo paran ni los soldados ni nadie- respondí- Además, ¿de qué nos sirve lo que hagamos hoy si mañana no se puede imprimir en Lorca? ¿y cómo van a distribuir los periódicos? ¡Joder! Y ¿quién mierda los va a comprar con la que hay montada? Mirad, soy el primero que quiere seguir trabajando, tenemos la puta noticia viniendo hacia nosotros y me encantaría sacarla mañana. Pero como esto diga así no hay ni mañana ni pasado, la ciudad entera se va a tomar por culo y nos va allevar por delante.

La redacción de El Faro es una especie gran zulo situado en el entresuelo de uno de los edificios comerciales y de viviendas de la Gran Vía. Es un zulo porque sólo los despachos de los jefes (director, director general, etc) dan a la calle. Pero aún así escuchamos una potente voz que venía del exterior. Nos asomamos por una de las oficinas y vimos un camión militar que transportaba un enorme equipo de sonido. Transmitía un mensaje grabado que se repetía:
- La Comisión Central de Seguridad de Murcia ha designado este sector como zona segura. El Ejército sellará este sector a las doce horas del mediodía. Los vecinos que quieran abandonar la zona tienen hasta las doce horas del mediodía para salir.

Miré mi reloj. Eran las doce menos diez. No lo podía creer. Debían haber estado pasando toda la mañana pero en la redacción no nos habíamos enterado hasta ahora. Salí disparado hacia la calle sin mediar palabra. Mis compañeros me siguieron, no sé si porque también querían marcharse de allí o por pura inercia. Había aparcado detrás de edificio, en un jardín en cuyo extremo sur se situaba el Palacio de San Esteban, la sede del Gobierno regional. Sin embargo, comprobé horrorizado que el vehículo no estaba allí. Había un hueco en el lugar donde lo dejé sólo una hora antes y trozos de cristal. ¿Me lo habían robado? Me devanaba los sesos buscando una explicación cuando escuché rafagas de disparos a lo lejos, en dirección al río.
- Ya vienen- pensé en voz alta.

martes, 15 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes. Ya vienen

Pepe fue el primero en verlos. El jefe de Deportes del periódico había conectado la televisión para ver si La 7 (la televisión autonómica de Murcia) emitía el programa especial de deportes antes del informativo (llevaba toda la semana sin hacerlo) cuando se encontró con la imágenes.
- ¡Joder! Venid a ver esto. Están por todas partes- dijo.
El canal regional estaba emitiendo en directo una auténtica procesión de muertos. Eran cientos y estaban andando por una especie de polígono industrial y una vía rápida que pasaba un poco por detrás. Me di cuenta de que eran los alrededores de los estudios de La 7 en el Polígono Industrial Oeste. Al parecer, el cámara estaba en la azotea del edificio, junto a una periodista que a duras penas conseguía articular palabra, visiblemente asustada.
Los zombies andaban tranquilamente, algunos pasaban de largo y otros se acercaban a la televisión, plantándose en las vallas del complejo y mirando hacia arriba. Eran hombres y mujeres de todas las edades, muchos de ellos vestidos con batas verdes y blancas, y con diversas manchas de sangre. Varios comentaristas de La 7 que se econtraban en un plató con el que la cadena conectaba de vez en cuando, manteniendo la imagen del terrado, informaron de que las autoridades habían perdido el contacto la noche anterior con el Hospital Virgen de la Arrixaca. A primera hora de la mañana comenzaron a verse los primeros infectados del Virus R bajando desde la ciudad hospitalaria y para esa hora eran ya una marcha continua.

La televisión emitió una secuencia que tenían grabada, similar a la que llegaba en directo, en la que los muertos 'procesionaban' de igual forma. En cierto momento la cámara se fija en un niño en pijama. Se acerca a él y se puede ver que no tiene pelo, y tampoco mano izquierda, sólo un muñón sangriento. El pijama azul que lleva está también marcado por tonos rojizos. Cuando el cámara se acerca para centrarse en el rostro del pequeño, éste para de andar y gira la cabeza hacia la izquierda. De repente abandona el plano. La imagen se va ampliado a medida que el técnico abre el zoom y capta a otros zombies que pasan corriendo, todos en la misma dirección. Se dirigen hacia la vía rápida. Se escuchan entonces unas detonaciones. Provienen de un coche de la Policía Local que está intentando dar marcha atrás llevándose a los muertos por delante. Si embargo son muchos y pronto el vehículo no puede moverse. Lo cubren por todas partes, como si fuera una marabunta. Ya no se escuchan los disparos.

Ese suceso había sido captado hace unas horas. Desde entonces la población de infectados había aumentado, reptando en dirección a Murcia y acumulándose en los accesos a la televisión. La Arrixaca era un conjunto de instalaciones médicas enorme, en el que normalmente trabajaban miles de profesionales sanitarios. Además, desde el comienzo de la crisis había acogido centros de investigación de la infección, junto a los pacientes comunes ingresados en las diversas secciones del hospital. Si el virus se había extendido por toda la zona, podía haber matado y revivido a más de diez mil personas, que ahora marchaban hacia Murcia.

Lo tuve claro. Llamé a mis padres inmediatamente y les dije que abandonaran la ciudad evitando las salidas sur y oeste, a las que seguramente ya habían llegado los zombies. Me dijeron que iban a venir a por mí y nada pude hacer por convencerles de lo contrario. El pánico se hizo con el periódico, los redactores llamaban a su familia y amigos para alertarles de lo ocurrido. Algunos dijeron con las mismas que se marchaban con ellos y, evidentemente, no pusimos ningún reparo. ¿Que haría yo? Había llegado esa mañana a la redacción con la idea de sacar una edición informando a los lectores de la situación actual, de la medidas de precaución de podían tomar de las zonas seguras... Pero en ese momento no tenía claro que pudiéramos llegar a imprimir y distribuir un periódico al día siguiente. El móvil de mi madre sonó. Me lo había llevado porque había perdido el mío. Era mi padre. Me dijo que no podía acceder al centro. Los coches dejaban la ciudad y policías y militares habían habilitado todos los carriles en dirección salida. En Murcia sólo estaba permitida la entrada de vehículos de emergencias. Mi padre sugirió tomar una vía alternativa, pero eso exigía acercarse a los accesos peligrosos y me negué en rotundo. Les dije que se marcharan y que yo les seguiría hacia la casa de campo en el coche de mi hermana. Lo último que escuché fue la voz de mi madre:
- ¡Pedro, sal de ahí ya!

lunes, 14 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes III

Recibí los primeros rayos del sol pegado al ordenador. No había podido conciliar el sueño tras dormir durante todo el día anterior. Las sirenas de emergencias, que sonaban una tras otra, tampoco ayudaron. Fue difícil convencer a mis padres de que me quedaba en la ciudad. Insistieron en que no le debía nada al periódico y la verdad es que tenían razón, pero me mantuve firme. Les expliqué que la situación en Murcia todavía estaba controlada y que ya tendría tiempo de refugiarme en el campo a lo largo del fin de semana si empeoraba. Personalmente era consciente de lo arriesgado de mi actitud y algo me decía que hacía mal. Sin embargo, me marché a la redacción. Cogí el coche de mi hermana, un Seat Ibiza diesel que había dejado en casa de mis padres antes de partir hacia Argentina. Llené el depósito con la garrafa de gasóleo que habían comprado el día anterior y mi madre insistió en cargar el maletero con alimentos. Pensaba volver a casa de mis padres esa noche pero nunca se sabía qué podía ocurrir.

Esa mañana sí, la ciudad tenía todo el aspecto de estar abandonada. Cogí la avenida Juan de Borbón, una vía de tres carriles por sentido que se adentraba en la urbe por el norte y apenas había tráfico. Por dos veces me crucé con ambulancias precedidas de coches de la Policía. Los sindicatos sanitarios habían dejado muy claro que no dejarían los centros de salud y los hospitales si no era con guardaespaldas. Al llegar a la plaza Juan XXIII giré hacia la Circular, siempre siguiendo grandes avenidas igualmente solitarias. En la Cadena Ser especulaban sobre la posibilidad de un ataque nuclear controlado en Rusia, en la zona de los Urales. La inteligencia británica y francesa sospechaba que el Kremlin había desechado ya la opción de salvar Moscú y había ordenado un traslado general al este. La cadena de explosiones debía ser una forma drástica de frenar las oleadas de zombies que campaban por la capital. Me parecía una salvajada, ya que nadie podía asegurar que no quedaba gente escondida en las zonas bombardeadas. Ésa era una opción que, afortunadamente, no tenía el Gobierno español. Me pregunté si Estados Unidos había optado por hacer lo mismo. Al fin y al cabo ninguna potencia extranjera podía sabes desde hace días lo que ocurría allí.

En la plaza Circular me encontré con una especie de cuartel general del Ejército en la zona central. Había tiendas de campaña y toda clase de vehículos militares y de emergencias aparcados en los carriles interiores, cerrados al tráfico. También vi enormes camiones y grúas cargando unos sacos que parecían de cemento. Sólo se podía circular por el carril más externo, y observado atentamente por soldados situados en las torretas de blindados ligeros.
Desde allí tomé la avenida de la Constitución y entré en el centro de Murcia. A media altura de esta última calle había una decena de palés con sacos de arena en ambas aceras. Entonces comprendí que las grúas que había visto antes estaban distribuyendo ese material probablemente para formar barricadas en los puntos neurálgicos de la ciudad.

No tuve problemas de aparcamiento en el centro; no había ni gente ni coches. La puerta del edificio donde estaba la redacción de El Faro estaba cerrada, contrariamente a lo habitual. Llamé al telefonillo del periódico y me respondió la administrativa, que se alegró de escucharme, y abrió. Una vez allí fui recibido como héroe. Durante mi estancia en la comisaría me habían perdido la pista e imaginaron lo peor. Sin embargo el jueves se enteraron por el fotógrafo que había sido puesto en libertad y de hecho habían incluido una imagen mía en la edición de hoy. Me enteré además de que ese día habían acudido a trabajar más por inercia que por otra cosa. Para empezar no había noticias del director desde el día anterior. Vivía en un pueblo de Cartagena pero no respondía ni al teléfono móvil ni al fijo de su casa. No era la única ‘baja’. La plantilla, que de por sí no era muy amplia, se había reducido a la mitad por trabajadores que o bien anunciaron durante la semana que no irían a trabajar o simplemente dejaron de acudir. De esa forma, Fernando y yo habíamos ascendido sin verlas venir a máximos responsables del rotativo y la primera decisión del día no era baladí: ¿sacábamos el periódico?

jueves, 10 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes II

Hacia las cuatro de la madrugada dejé el ordenador desesperado con las malas noticias que aparecían por todas partes. Tenía algo de sueño, a pesar de las doce horas de descanso que había acumulado el día anterior, pero estaba demasiado nervioso para seguir durmiendo. Del exterior del dúplex de mis padres sólo llegaban sonidos inquietantes, ya fuera en forma de sirenas, coches pasando a toda velocidad, ladridos e incluso gritos, o eso me parecía escuchar. La verdad es que no hacía falta mucha ayuda externa para desquiciarme. Tres días infernales, primero a punto de morir en la terraza de mi casa y después en los calabozos de la Policía Nacional. Me había convertido en un ser muy susceptible: los sueños me arrastraban a las pesadillas y la realidad, penosamente, no resultaba más tranquilizadora. Estaba seguro de que caminábamos hacia el desastre y que la epidemia que asolaba ya medio mundo sólo se estaba tomando con calma la llegada al último resquicio de vida civilizada, Europa.

La casa de mis padres estaba protegida con rejas en cada ventana, como suele ocurrir en Murcia con las viviendas a pie de calle. Pensados contra el asalto de los ladrones, no tenía modo de saber qué seguridad aportarían los barrotes en caso de un ataque mucho más tenebroso. ¿Resistirían la fuerza de diez de esos monstruos tirando de ellas? Lo dudaba. En cualquier caso, mi familia había tomado ya una decisión acerca del futuro, gestada mientras ya estaba preso. Abuelos paternos, maternos, tíos y primos habían estado preparando una casa que tenían en el campo, en una población cercana. Se trataba de una pequeña finca de limoneros y algunos otros frutales, con piscina y habitaciones para alojar a un regimiento, el refugio veraniego y de fin de semana de la familia de mi madre. De hecho sus padres ya estaban allí, junto a uno de los hermanos, preparando la casa para alojar a toda la tribu a partir del sábado. Las medidas de seguridad eran contundentes, ya que si normalmente en la ciudad había peligro de robo, en el campo la violencia de las bandas de asaltantes procedentes del este de Europa había llevado a mis abuelos a reforzar puertas y ventanas y a contratar un sistema de vigilancia privado. No reinaba un consenso total sobre el refugio campestre, sin embargo. La hermana de mi madre, por ejemplo, consideraba que se estaba exagerando el peligro, y que la epidemia del Virus R se frenaría con los controles que habían puesto en marcha las autoridades. Por lo pronto, se llegó al acuerdo de pasar el fin de semana allí y ver cómo evolucionaba la situación hasta el lunes.

Eso sí, ésa era la intención de mi familia, no la mía. Por mucho miedo que me diera y, realmente, me daba muchísimo, quería volver al periódico, al menos ese fin de semana. Los periodistas seguían trabajando pese a todas las recomendaciones que el Gobierno había hecho a empresas y sindicatos. Si El Faro aún continuaba saliendo a la calle, yo quería estar allí para informar a los lectores. Ésa era mi obligación profesional, o moral, o yo que sabía. Terminé lamentándolo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes

A medianoche volvió la luz y pude encender el ordenador para conectarme a Internet. El mundo no tenía mejor cara que cuando me asomé la última vez. Había malas noticias en todos los rincones del planeta, y al menos en ese caso quedaban periodistas para informar y un público para leer. De otras partes del globo no llegaba nada, sólo el silencio. Estados Unidos, por ejemplo, era una enorme nación a oscuras. Se suponía que el presidente Obama y su gobierno se habían refugiado y seguían dirigiendo los desesperados intentos de su mermado ejército por recuperar el control. Pero sobre el terreno sólo había ordas de zombies y soldados.

En África el silencio era absoluto, así como en diversas partes de Asia. Parecía un milagro que Europa hubiera seguido su vida tranquilamente, sobre todo la semana anterior, mientras la Tierra se iba literalmente al carajo. Cada país había seguido la política de 'el problema lo tienen los demás', hasta que se había extendido por todo el mundo.

Volviendo a España, las comunidades con mayor grado de presencia del Virus R eran las del norte, por el paso de inmigrantes desde la frontera francesa. Llegaban refugiados europeos y de otras nacionalidades, y aunque la norma era cerrar los pasos fronterizos, no había una ley que permitiera expulsar a los ciudadanos comunitarios. Algunas zonas del País Vasco habían sido abandonadas completamente por las fuerzas de seguridad. Los efectos de la infección se había unido a una ola de ataques de guerrillas urbanas pro etarras en Bilbao y San Sebastián, y la Policía no podía hacer frente a todo. Madrid, por otro lado, había sufrido ya más de un millar de emergencias relacionadas con la infección, y en ese momento estaba decretado el segundo toque de queda nocturno de la semana. Patrullas ciudadanas recorrían las ciudades dormitorio a pesar de la prohibición de salir a la calle, no tanto por los zombies sino por el incremento de la delincuencia. En total, se contaban treinta mil personas desaparecidas, en gran medida en las zonas de la frontera abandonadas, y unos cinco mil infectados abatidos de diversas manera. En comparación, Murcia parecía un remanso de paz.

En todo el país, la suspensión de los trabajos se iba ampliar aún más el viernes y la semana siguiente. Cierre de comercios no vitales, suspensión del transporte interno, controles en las entradas de todas las ciudades. La oposición había pedido que se movilizara a todos los hombres capaces de empuñar un arma, pero el Gobierno respondió que no aplicarían políticas que, ya se sabía, habían fallado en América. La estrategia del Ejecutivo de Zapatero, que pensaba explicar a fondo en el Consejo de Ministros del viernes, era evitar todo lo posible las concentraciones. Se había llamado a filas a los reservistas sí, pero sobre todo para ocupar puestos puestos estratégicos, como transportes de mercancías o mantenimiento de estaciones eléctricas. Las patrullas de vigilancia e intervención, formadas por diversos cuerpos policiales, por un lado, y militares, por otro, actuaban en grupos de cinco o seis hombres y se retiraban ante cualquier contratiempo. Nunca se arriesgaban, nunca se metían en callejones sin salida. Lo política era: mejor un hombre vivo que cinco zombies muertos.

Esta forma de afrontar la crisis no sólo provenía de la funesta experiencia yanqui. También había circulado entre los gobiernos europeos un estudio científico presentado meses antes de la aparición del Virus R por la Universidad de Otawa, en Canadá. Era un experimento matemático que había calculado cuáles eran las esperanzas de la raza humana si se producía una epidemia zombie. Cuando las universidades canadienses lo realizaron sólo era un curioso modo de combinar fórmulas para resolver ecuaciones. Sin embargo, la oscura realidad de la infección lo había puesto de moda. Sus conclusiones eran que sólo se podía frenar el virus mediante ataques rápidos y contundentes. Ni vacunas ni zonas de cuarentena. La única solución era la lucha concienzuda e implacable. El estudio estaba en la red y se podía consultar: http://www.mathstat.uottawa.ca/~rsmith/Zombies.pdf. Ésa era ahora la hoja de ruta.

Segunda semana, jueves, control IV

Dormí alrededor de doce horas, pues cuando puse el pie en el suelo de mi habitación ya había anochecido. Eso sí, el sueño fue de todo menos tranquilo. Me desperté decenas de veces y tuve multitud de pesadillas, cada una una variación de la anterior pero lastradas por igual por los terribles sucesos que había vivido desde el ataque en la terraza. A veces toda mi familia había muerto y resucitado, en otras ocasiones mis amigos huían de mí o me encontraba en lo alto de un enorme rascacielos con otra persona que no hablaba ni se movía.
Al final, logré encadenar unas horas de sueño y al despertar estaba bastante repuesto. La oscuridad absoluta reinaba en mi cuarto. A lo lejos se oían sirenas y ladridos de perros, pero nada más. Ni gente en la calle, ni coches. Recordé entonces que el sonido de las ambulancias o los coches de Policía me había acompañado durante toda la jornada.

La lampara de mi habitación no funcionaba y al bajar me imaginé que algo no iba bien, ya que la única luz que había en el comedor era la de las velas que había encendido mi madre.
- Se ha ido la luz hace dos horas- me dijo- lleva toda la tarde fallando.
Mi padres habían salido a comprar comida. Les dije que era necesario aprovisionarse por lo que pudiera pasar y que esperan a que me levantara para acompañarles, pero no quisieron despertarme. Fueron a un Carrefour cercano donde al parecer se había reunido todos los murcianos que no estaban por la calle. Estantes vacíos, empujones, colas interminables en las cajas, fallos con el suministro eléctrico y una curiosidad: Como el pago con tarjeta se interrumpía de vez en cuando por cortes de la línea telefónica, aparecieron carteles recién imprimidos que señalaban cajas donde sólo se podía comprar con dinero en efectivo.
Llenaron la despensa de productos básicos, así como de material que sólo llevarías a una acampada pero que ahora parecía vital, como linternas, camping-gas, carbón. También se pasaron por una tienda especializada en bricolaje, donde precisamente trabajaba mi amigo Pablo, y se hicieron con un generador eléctrico de combustible. La situación en las gasolineras era similar, pero tras pasar por tres estaciones lograron llenar el depósito de su coche y dos garrafas extra.

En la cena me di cuenta que por muy contenta que estuviera mi madre por mi regreso, la situación de mi hermana estaba acabando con ella. Argentina estaba totalmente colapsada, así lo había dicho ella la última vez que lograron contactar y así lo confirmaban los informativos españoles, que situaban el país entre las naciones infectadas. El sur era el último remanso de paz, lo que había llevado a la Patagonia a millones de emigrantes. Le había mandado mensajes de móvil y electrónicos, pero el jueves no respondió.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Segunda semana, jueves, control III

El delegado del Gobierno me invitó a sentarme en un cómodo sillón de cuero, bastante más acogedor que el camastro de felpa de los calabozos, y me preguntó si quería algo de desayunar. Sobre su mesa se acumulaban vasos de café y bandejas de una confitería cercana. Rechacé la invitación con toda la educación que me permitía el odio que sentía hacia ese hombre, responsable de mis estancia en la comisaría.
- Me alegro de que no te ocurriera nada allí abajo, me han dicho que os rescataron por los pelos- sonrió y abrió una carpeta depositada frente a él- Siento lo que te ha ocurrido y acepto mi responsabilidad. Pero ha llegado el momento de compensarte. No sé si te han explicado ya los acuerdos alcanzados en la cumbre de Madrid pero si aceptas mi proposición no sólo los conocerás sino que serás parte activa en ellos.
- ¿Proposición?- pregunté totalmente descolocado. Esperaba de ese hombre no una disculpa, más bien que clamara por su vida mientras le pisaba el cuello. Pero una proposición...
- Claro que sí. El Gobierno ha ordenado la creación de unas comisiones de crisis en cada región de España que agrupen a los mandos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, es decir, a nosotros; a los servicios sanitarios y de emergencias de la Comunidad Autónoma, a los cuerpos locales de Policía y a representantes militares. Tenemos que dirigir y canalizar toda la estrategia de respuesta contra la crisis. De momento parece que hemos conseguido atajarla, pero hay que seguir alerta, ya que otras regiones no han tenido la misma suerte. Yo dirigiré la comisión y necesito a varios periodistas que sean capaces de comprender el problema al que nos enfrentamos, que huyan de sensacionalismos y entiendan la prioridad del interés general. Tú puedes formar parte de este equipo, tendremos todo el poder.
Atendió una llamada que pasaron a su despacho con respuestas cortas y contundentes. Su semblante cambió durante la conversación, pero al colgar volvió a sonreírme.
- Bueno, ¿qué te parece?- preguntó.
- Me parece que tengo que rechazar la oferta. No creo que me interese trabajar en su equipo- le respondí.
- ¡Por favor Pedro! Háblame de tú. ¿Estás seguro de lo que dices? Desde Madrid se preparan planes menos publicitados por si la situación empeora. Si eso llega a ocurrir, te ayudará estar junto a los que tienen el mando. Ya me entiendes.
- Si eso llega a ocurrir, la última persona que querría tener cerca de mí es a usted- dije escandalizado- Y ahora si es posible me gustaría volver con mi familia.
El delegado comenzó a reírse.
- ¡Claro, claro! No hay nada contra ti, puedes marcharte.

Salí de la Delegación evitando la dirección en la que estaban mis compañeros de la prensa. Necesitaba hablar con mis padres y contarles que me encontraba bien, pero no sabía dónde estaban y mi teléfono móvil había muerto durante el episodio de la terraza. Cogí la avenida del río Segura camino de su casa, esperando que estuvieran allí.
Eran las nueve de la mañana y la ciudad despertaba. Pero no era la misma que había dejado antes de mi particular descenso a los infiernos. La Gran Vía tenía muy poco tráfico y apenas había peatones por las aceras. Según me explicaron en la Delegación, las clases habían sido suspendidas temporalmente y casi todos los empleados de la Administración habían recibido vacaciones obligatorias. Estado, Comunidad y Ayuntamiento sólo mantenía los servicios esenciales (seguridad, sanidad, emergencias, ...).
Al llegar a la altura de la Plaza de Santa Isabel, en las cercanías de mi periódico, vi a un par de agentes de la Policía Local equipados con escopetas. La gente dibujaba un gran círculo en la acera al cruzárselos, se quedaban mirando con curiosidad e incluso les hacían fotografías con el móvil. Encontré otras dos patrullas similares hasta que salí del centro de la ciudad. Mi padres vivían en un tranquilo barrio residencial de las afueras, que hacía varios años que estaba completamente integrado en la ciudad.
Al llegar a casa los vi en la puerta. Mi madre me comió a besos y abrazos. Había oído en la radio lo ocurrido en la comisaría y en ese momento se dirigían allí en mi busca. Les conté todo lo ocurrido frente al primer desayuno como dios manda que probaba en mucho tiempo. Me duché y pillé mi antigua cama como un niño pequeño. Estaba exhausto.

Segunda semana, jueves, control II

- Habíamos batido ya cuatro casas de huerta y matado a cuatro de esas cosas. El cerco se cerraba en un almacén de frutas abandonado tan aprisa esa mañana que las cintas de transporte aún estaban en marcha. El jefe nos distribuyó en equipos de tres hombres. Según habían contado trabajadores y familiares, cuatro mujeres no habían salido. Mi equipo encontró a la primera en una sala frigorífica. La puerta estaba llena de rastros de sangre, pero dentro todo estaba limpio. La mujer, una sudamericana bastante joven, estaba sentada en un rincón, con la cabeza baja y tiritando. Comenzó a gritar en cuanto aparecimos y eso les atrajo. El jefe nos había dejado muy claro cómo entrar: dos hombres vigilando delante, el otro, la retaguardia. Pero la mujer no dejaba de gritar y corría por la cámara pensando que eramos unos de ellos. Nos despistamos y mordieron a Paco por detrás. Él mismo consiguió soltarse y acabar con ella con una ráfaga. No tuvimos que decirle nada. Paco se alejó por el pasillo y se pegó un tiro en la cabeza, al girar la esquina. Sabía lo que iba a pasar. No nos habían informado bien... la verdad es que todos los políticos son unos cabrones. Pero llevábamos ya dos días cazando zombies y lo habíamos aprendido por nuestra cuenta.

Luis hablaba con una tranquilidad pasmosa, como si me estuviera contando lo que había hecho el fin de semana. El joven agente de Policía tiró la colilla al suelo, la pisó y prosiguió su relato, encendiéndose otro cigarrillo. Estabamos en el recibidor de la primera planta de la Delegación del Gobierno, pero la gravedad de los acontecimientos había ensombrecido normas como la Ley Antitabaco. Al fin y al cabo, estos hombres llevaban casi 48 horas matando a infectados.
- El miércoles por la tarde llegó una circular del ministerio que la Delegación estaba distribuyendo por todas las comisarías. Era un decreto del Consejo de Ministros que autorizaba a los Cuerpos de Seguridad a matar a personas afectadas por el Virus R si éstas representaban un peligro para la ciudadanía. El jefe cogió la hoja y la tiró a la basura. ¿A qué venía eso? Mi grupo se ha cargado ya a veinte bichos de esos, la mayor parte antes del decreto. El jefe dijo que era algo que tenía que hacer el Gobierno para darle fuerza legal... Ahora apretamos el gatillo más seguros.
Luis esbozó una sonrisa. Era un chico que apenas llegaba a la veintena. Se había quitado el chaleco y el casco, que descasaban a los pies del banco donde estábamos sentados. Era rubio, de ojos marrones y tez oscura. Venía de Almería, sólo unos meses en la Policía Nacional y ya estaba pegando tiros a diestro y siniestro.

El subinspector Ignacio Sala lo 'reclutó' el martes por la tarde, junto a otros diez hombres. Se había perdido el rastro de una patrulla a mediodía, tras un accidente en la circunvalación de la ciudad. Dos agentes más, éstos de la Guardia Civil, estaban en paradero desconocido. Todos habían acudido una llamada del 112 por el vuelco de una ambulancia en la Ronda Oeste, camino del Hospital Virgen de la Arrixaca. Según se supo después, era el vehículo que había recogido al portero de mi edificio, Blas. Los sanitarios lo encontraron en un jardín a más de dos kilómetros de casa, con múltiples fracturas (posiblemente por haber saltado desde décimo piso, en la terraza de mi edificio), arrastrándose. Lo recogieron y lo inmovilizaron en una camilla. Eso les salvó por el momento. Pero una vez en la ambulancia, algo debió salir mal. El vehículo se fue contra la mediana de la autovía que rodea el oeste de Murcia y volcó en el carril contrario. Cuando llegó la patrulla de Policía, que casualmente circulaba por el lugar (la Policía Nacional no tenía competencias en la vigilancia del tráfico) informó de dos sujetos que paseaban por los tres carriles de la calzada en una actitud suicida. Tuvieron que parar el tráfico, ayudados por los motoristas de la Guardia Civil, y cuando lograron acercarse a los hombres, resultó que eran los sanitarios, o lo que quedaba de ellos.

Hasta ese momento ni la Benemérita ni la Policía Nacional tenían instrucciones claras sobre cómo actuar contra la infección del Virus R. Habían llegada protocolos para hacer frente a manifestaciones o disturbios similares a los de Estados Unidos, pero nadie esperaba que los zombies aparecieran en medio de una autovía. No está muy claro lo que pasó pero hubo un tiroteo y un gran accidente. Un camión cisterna arrolló a varias personas (no se sabe si sanos o no), chocó y explotó. Una decena de coches se unieron al desastre. Antes de la deflagración uno de los agentes informó de la actitud hostil de los médicos y las mordeduras a su compañero. Pese a lo violento de la explosión, algunos zombies tuvieron que escapar porque a partir de las cinco de la tarde, desde ese punto se inició una ola de llamadas al 112, que se fue extendiendo hacia la ciudad, dirección este, y la huerta, en sentido contrario.

Se estableció un cinturón de seguridad que, se suponía, había logrado contener la infección a la afueras de Murcia, pero la huerta era otra cosa. Allí había estado trabajando sin descanso el equipo del subinspector desde entonces. Hubo cacerías entre los limoneros, numerosas bajas e incluso un tiroteo con un grupo de gitanos en un villorrio de la zona. Joaquín, el joven que llegó a los calabozos, había participado. Lo más extraordinario era que el miércoles por la mañana, cuando las potencias mundiales iniciaron en Madrid la cumbre para elaborar una estrategia contra la pandemia, oficialmente no se había declarado ningún caso de infección por Virus R en Murcia, ni en ningún otro lugar de España. Las tapaderas había sido variadas: operaciones antiterroristas, redadas contra el narcotráfico, ajustes de cuentas entre bandas...
Tras una hora de espera al fin salió uno de los ayudantes del delegado del Gobierno y me invitó a pasar. Tenía tantas ganas de ver a Martínez Andújar como de volver a la comisaría, pero no había otra opción. Me recibió sentado tras su escritorio caoba:
- ¡Hombre Pedro! Me alegra que estés bien. Ya me han contado lo de tu aventura en los calabozos. Parece que los problemas te persiguen.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Segunda semana, jueves, control

El líder del grupo de agentes que irrumpió en los calabozos se llamaba Ignacio Sala, subinspector Ignacio Sala. Se presentó a todos los que quedábamos vivos allí abajo antes de abrir las puertas:
- Esta es vuestra noche de suerte- explicó, caminando por la sala mientras hacia un repaso de los presos- No tenemos suficientes hombres para mantener la vigilancia de los calabozos... Se puede decir que en estos momentos hay otras prioridades. Así que con la autorización de la Delegación del Gobierno, voy a proceder a la puesta en libertad de todos los detenidos.
Los presos irrumpieron en gritos de celebración. Sin duda, la situación tenía que ser muy difícil para que las autoridades tomaran esa clase de medidas.
- ¡Antes!- exclamó Ignacio, reclamando silencio- Antes, debo informar del programa de seguridad aprobado por el Gobierno tras la cumbre de Madrid, ya que seguramente aquí dentro no se han enterado de nada. En primer lugar, el Gobierno recomienda a los ciudadanos que permanezcan en casa mientras las fuerzas de seguridad controlan la situación. En segundo lugar, deben evitar el contacto con los infectados y llamar a las autoridades si descubren algún enfermo- En ese momento echó un vistazo alrededor de la sala y sonrió- Supongo que no tendrán ningún problema en identificar a los enfermos (recalcó con sorna esa palabra) y saben qué hay que hacer con ellos. En tercer lugar está prohibido que los civiles actúen contra los enfermos si no es en legítima defensa. Lo que es por mí pueden saltarse este último punto.
- ¡Tenlo claro guapo!- respondió una de las prostitutas.
- De lo demás se irán enterando en la radio o la televisión, no hablan de otra cosa- prosiguió- Y una cosa más, casi lo olvido. No vayan por ahí asaltando tiendas y robando a viejecitas aprovechando la situación, porque ya han visto que ahora tenemos el gatillo fácil. Hoy ha sido un día bastante difícil y creo que he ya he roto bastantes reglas... no me gustaría tener que disparán también contra los vivos.

Uno de sus hombres pulsó el botón de apertura de las puertas y todas las rejas se abrieron al mismo tiempo. Los presos salieron rápidamente y fueron abandonando los calabozos escaleras arriba. Pero el subinspector salió a mi paso cuando me disponía a marcharme.
- Usted no periodista- me dijo cogiéndome del hombro- antes debe acompañarme a ver al delegado del Gobierno.
La orden me heló la sangre. No sabía hasta dónde podía llegar el delegado del Gobierno en su deseo de ocultar información. Y los hombres de Ignacio lo tenían muy fácil para acabar conmigo, les bastaba con decir que habían matado a un zombie más.
Sin embargo, el subinspector no tuvo que dar un salto más en su carreras de pruebas morales. Salí de la comisaría escoltado. Antes tuve que ver la masacre que había tenido lugar en la planta principal, cuando el médico abrió las puertas del infierno. Sangre por todas parte, cuerpos destrozados, quién sabe si de infectados o sanos, aunque qué más daba ya eso. Alguien había volcado un par de mesas a modo de barricada, en los accesos a la planta superior. ¿Cuánta gente habría muerto allí arriba?

A la salida me deslumbraron los flashes. Decenas de fotógrafos, cámaras y periodistas se habían concentrado a las puertas de la Jefatura de Policía, seguramente alertados por el tiroteo que se vivió dentro. Eran las seis de la mañana y cada relampagueo de las cámaras me descubría a un compañero mío, aunque esta vez yo estaba al otro lado de la noticia. Todos querían hablar conmigo. Algunos presos estaban haciendo ya declaraciones, pero a mí no me permitieron ni pararme a saludar. Fuimos a la Delegación del Gobierno, que se encontraba a menos de un minuto a pie de la comisaría. Allí pude tomarme mi primer café en dos días, en el rato que esperaba a que el delegado hiciera un hueco en su agetreada agenda para atenderme. También escuché el relato de las 'aventuras' del grupo de Ignacio durante esa sangrienta jornada, de boca de uno de los agentes que los acompañaba, un joven llamado Luis del Río, el único hombre del subinspector que parecía tener ganas de hablar.

martes, 1 de septiembre de 2009

Segunda semana, noche del miércoles III

La sangre, la persecución, los gritos... todo lo que ocurría en los pasillos del calabozo me hizo olvidar a los traficantes argelinos de al lado. De repente, una enorme mano me agarró el brazo y lo arrastró hacia la serie de barrotes que hacían de pared entre las dos celdas. De nada sirvió el salto instintivo que traté de dar al verme apresado. Al girarme en dirección a mi atacante vi la cara de uno de los inmigrantes, en la que el miedo y el dolor habían dibujado una extraña mueca. El hombre caía al suelo y me soltaba gradualmente. Entonces pude ver como Tarem, el magrebí que había muerto minutos antes desangrado al perder el brazo, le mordía la espalda con furia. Detrás, apoyado en el camastro, estaba el otro argelino, con la barriga abierta y sus entrañas esparciéndose por el suelo.

Tarem levantó la vista de su presa, que ya no respiraba, y me miró curioso. Quizás le sorprendía que a diferencia de sus dos antiguos compañeros de celda, yo no tratara de huir. Dejó caer al infeliz inmigrante y cambió el gesto por un terrible rugido, un sonido al que no lograba acostumbrarme. Tenía la boca llena de sangre y trozos de carne colgados de los labios. En cambio, su cara ofrecía un color más pálido, lo que unido al anterior color moreno de su piel le daba el aspecto de un hombre enfermo. Sus ojos también habían perdido tonalidades, no parecía haber diferencia ya entre la parte blanca y el iris, y sólo la pupila permanecía oscura, más si cabe ahora por el contraste con el resto, completando un cuadro tenebroso en su rostro.
De repente, obviando la existencia de los barrotes, se lanzó hacia mí golpeándose brutalmente con los hierros y cayendo después hacia atrás. Se incorporó apoyándose en su único brazo y volvió a por los cadáveres de los dos inmigrantes. Yo observaba la situación atónito. El Virus R despertaba en los muertos una furia incontenible, que les hacía atacar a todo ser viviente y no parar hasta matar a cuantos estuvieran a su alcance, incluso con más fuerzas que en su etapa anterior. El endeble gitano había arrancado el brazo al argelino, y éste ahora, sirviéndose de una única extremidad, había matado a otros dos hombres. Pronto ellos también se levantarían e intentarían ir a por los demás. Estábamos protegidos por nuestras particulares habitaciones en el motel Comisaría de Policía Nacional, pero ¿serían capaces de echar los barrotes abajo? ¿o de pulsar los botones que abrían las puertas?

No tuve tiempo de comprobarlo porque un desdichado médico eligió ese momento para abrir la puerta que daba acceso a los calabozos. Le seguía un policía joven, el primero que había llegado junto al inspector Marín y al agente. Sus antiguos compañeros, ahora muertos y resucitados, les dieron una bienvenida sangrienta. Agarraron al médico, que intentaba retroceder, y tiraron de él hasta que los tres inmigrantes de mi celda contigua lo apresaron también. Todos ellos a la vez se pusieron a morderle con lo cual al menos tuvo una muerte rápida. El policía, que todavía se encontraba en la puerta, sacó su pistola y vació el cargador sobre el enjambre de zombies, de una forma tan alocada e imprecisa que incluso yo tuve que apartarme para evitar las balas. El silencio se adueñaba poco a poco del sótano de la comisaría y en ese momento las explosiones que provocaba el arma para lanzar los proyectiles retumbaron en la sala formidablemente. Pero todo era un espectáculo circense, el agente no acertó si un sólo tiro en la cabeza de los muertos y los dos que no estaban encerrados se lanzaron a por él escaleras arriba.
Entonces los gritos y los disparos se trasladaron a la planta principal, siguiendo la espiral que al parecer sin remedio llevaba a esa salvaje infección a extenderse poco a poco. Abajo quedábamos una decena de presos en cuatro celdas, así como tres zombies, por fortuna apresados, pero que sacudían las rejas sin cesar. Ya lo daba todo por perdido, fallecer a manos de mis vecinos muertos por un despiste o morir de inanición mientras el mundo entero se iba al carajo. Sin embargo, el estruendo de un tiroteo continuo me sacó de mis oscuras cavilaciones. Parecían ráfagas de ametralladoras y disparos de escopetas, aparentemente dirigidos o siguiendo un ritmo repetitivo. Primero silencio, después un grito potente e inmediatamente una algarabía de tiros. De nuevo el silencio y vuelta a empezar.

Las detonaciones finalizaron y escuchamos pasos en las escaleras. Lo primero en entrar no fue un hombre sino la punta metálica del mástil de una bandera. Lo llevaba un agente corpulento, provisto de casco, chaleco antibalas y un escudo antidisturbios. Tras él iban cuatro policías más, armados hasta los dientes. El más bajo de ellos, equipado con un subfusil, echó una ojeada a la sala y dijo:
- El que no quiera morir aquí abajo que me diga ahora mismo su nombre.
Respondimos todos a la vez. Bueno, no todos. Los tres argelinos rugieron y continuaron su lucha contra los barrotes ahora con más ahínco. El agente se acercó a ellos, los observó un rato y se dio la vuelta. Con un gesto indicó a sus compañeros que iniciaran la fiesta del plomo. Cuando sus cuerpos dejaron de balancearse por las balas y se desplomaron echando humo, el médico, que permanecía sentado alrededor de un charco de sangre junto a su celda, levantó la cabeza y mostró sus ojos blacos. El agente del mástil se adelantó y se lo clavó en el pecho, inmovilizándolo. Mientras, el líder del grupo se acercó y le colocó el fusil en la cabeza. El médico le echó una mirada salvaje y soltó un gruñido.
- Respuesta equivocada- dijo reventándole el cráneo con una bala.