lunes, 30 de noviembre de 2009

Domingo 30 de agosto. Sequía

Una semana después de llegar al centro comercial Nueva Condomina; siete días después de iniciar el calvario del encierro en la asquerosa tienda de muebles saqueada, hedionda y atestada de prisioneros como yo; 168 horas después de ser separado de Marta por una banda de maleantes armados hasta los diente y un predicador loco, y de encontrar a mi amigo Pablo entre los guardias de ese mundo absurdo y desquiciado por la amenaza de cientos de miles de zombies afuera, llegó el momento de escapar del lugar.
Pablo me recogió aproximadamente a las 10 de la noche para acompañarme al baño. No nos permitían salir a esas horas, aunque siempre nos vigilara un guardia, pero no sería la primera norma de Ricardo y sus chicos que mi amigo rompiera ese día. Nos dirigimos hacia los aseos, para no despertar sospechas demasiado pronto. Desde allí pasamos al otro ala de la segunda planta del centro comercial, en busca de la celda de las mujeres. Yo me quedé atrás y Pablo fue a preguntar por Marta a los vigilantes, con la excusa de que la reclamaba Ricardo. Era posible que Ricardo ya la hubiera llevado consigo antes, escenario en el que seríamos descubiertos. También era posible que los guardias simplemente pasaran de Pablo, por considerarlo un manitas con armas y no uno de los suyos, escenario en el cual fracasaríamos. Pero tuvimos suerte, y ya la íbamos necesitando. Marta no estaba en la celda porque se la habían llevado dos de los chicos por su cuenta, y la amenaza de un reprimenda de Ricardo en caso de que alguien la tocara antes que él les llevó a confesar exactamente en qué tienda se había escondido y rogarle que fuera él solo a buscarla y entregarla a su jefe.
Marta había sido arrastrada a un comercio de juguetes en el otro extremo de Nueva Condomina. Al parecer era uno de los picaderos favoritos del grupo. Apretamos el paso en esa dirección y en ese momento me di cuenta de lo mal alimentado que estaba, pues comencé a resoplar y tuve que hacer esfuerzos por no pedirle a Pablo que fuera más lento. Al llegar a la tienda oímos gritos. Estaban golpeando una puerta. Yo me quedé una vez más fuera y fue Pablo el que entró. Desde el escaparate, a la luz de unas lámparas con velas, observé como un guardia voceaba airadamente. Estaba preguntando por su compañero, que debía estar dentro con Marta, pues a ella no se le veía. Pablo le dijo que Ricardo solicitaba a la chica y al hombre le cambió la cara. Algo no debía ir bien porque, explicó, hacía un rato que no escuchaba nada dentro de la habitación cerrada, donde su amigo había entrado con Marta. Trataron, ahora los dos, de forzar la puerta, mientras yo tomaba posiciones con un bate que nos habíamos agenciado, lo más cerca posible del guardia. Tras lanzarse contra la madera de un salvaje empujón, el hombre logró echarla abajo y se precipitó dentro. Se escuchó luego un golpe y al poco salió trastabillado y se desplomó sobre una pequeña mesa de niños. Pablo dio un paso atrás al ver la cabeza destrozada del guardia. Entonces Marta atravesó el marco de la puerta gritando como una posesa y esgrimiendo un hacha, en dirección a mi amigo. Apenas tuve tiempo de frenarla saliendo de mi escondite para que viera que íbamos a rescatarla, y menos mal que Pablo bloqueó la estocada poniendo su fusil entre su cabeza y el filo ensangrentado. Marta parecía no comprender.
Llevaba la camiseta rota y llena de sangre y su aspecto, supongo que al igual que el mío, era deplorable, aunque aún se adivinaba en su rostro oscurecido por la suciedad el brillo intenso de sus ojos, ahora vidriosos. Le dije que veníamos a sacarla de allí. Soltó el hacha y se dejó caer al suelo. Estaba destrozada. No lograba hablar, ni ponerse en pie. Tampoco quería que la ayudáramos, nos apartaba, hasta que dejó de luchar y comenzó a llorar.
La levantamos entre los dos y salimos de la tienda. Nos dirigíamos hacia el colector por el que habíamos llegado, esperando encontrar nuestro cuatro por cuatro aún allí, cuando Ricardo y unos diez hombres no cerraron el paso.
- ¿A dónde vais chicos?- dijo sonriendo- ¿De fiesta? ¿Y nadie me ha invitado?

jueves, 26 de noviembre de 2009

Jueves 27 de agosto. Mallrats II

Al tercer día de encierro en la Nueva Condomina al fin fui llamado por el padre Nicolás. No había comido más que una lata de sardinas y apenas me habían dado agua. Tras la enfermedad que sufrí en casa de Marta no era la dieta más aconsejable, y dado que soy una persona más bien flaca, me empezaban a faltar las fuerzas. La escasez de alimentos y líquidos tenía al menos una ventaja, los baños ya inservibles de la tienda de muebles no recibían muchas visitas. Por lo demás, y esto era algo a lo que ya me había acostumbrado, apestaba tras semanas sin ducharme, y mi estado y el de mis acompañantes de celda contrastaba claramente con el de los guardias, púlcramente aseados y bien surtidos de comida, aunque se tratara de más latas.
Mi amigo Pablo fue el encargado de trasladarme ante el monje que dirigía ese lugar y mientras me llevaba hasta su despacho y esperaba ser recibido, pudo explicarme la verdadera organización de lo que el religioso había dado en llamar el Nuevo Mundo.
- Que no te engañen las apariencias, el Padre no es más que un loco, no podría mandar ni en su propia casa- me dijo entre cuchicheos, atravesando los solitarios pasillos del centro comercial- Esto lo dirige Ricardo, el tipo que os detuvo, un auténtico macarra, el más peligroso de todos.
- ¿Así que no hay Nuevo Mundo?- le pregunté.
- No, sólo un montón de mierda. Cada vez queda menos comida, ni siquiera tenemos suficiente para nosotros. Cuando llegué aquí la gente se estaba organizando para resistir, pero empezaron a llegar saqueadores y las buenas palabras se convirtieron en peleas primero y matanzas después. Ricardo tomó el control, selló el centro comercial y echó a los saqueadores. Todos estaban contentos, hasta que demostró que podía ser mucho peor que ellos. Empezó a hacer lo que le daba la gana, eligiendo la mejor comida y campando a sus anchas. Quien protestaba recibía un balazo. Quien le seguía el juego entraba en su grupo, tenía armas, bebida, lo que quisiera. Fuera no se estaba mejor porque los zombies ya empezaban a rodear Nueva Condomina, así que era eso o nada. Entonces Ricardo pasó a la siguiente fase: acabar con todo aquel que no le servía para nada. Viejos y niños fuera. Heridos fuera. Arrojaba a los zombies a los que creía inservibles o simplemente le caían mal. Yo me salvé porque venía del Leroy Merlin y les valía para reparar averías o montar las defensas, pero murió mucha gente.
Avanzábamos cerca de la entrada principal al centro comercial. Aunque las puertas estaban selladas allí los golpes y los gritos de los muertos causaban un ruido angustioso. Nos dirigíamos al pasillo de los restaurantes, que terminaba en la entrada a los cines.
- ¿Y qué hay del monje loco?- pregunté.
- Pues eso, un loco que le calló en gracia a Ricardo y ha colocado como cabeza visible. Cuando se canse de él lo matará.
Habíamos llegado ya a la puerta del cine. Dos críos armados con pistolas estaban jugando a las cartas sentados en una mesa que había cogido de alguna de las cafeterías cercanas. Apostaban dinero del Monopoly, lo cual tenía mucho sentido porque en ese momento tenía tanto valor como el de curso legal, cero. Pasamos a la galería de los cines, donde aún permanecían algunos de los carteles de las películas estrenadas ese verano, rotos o garabateados, pero en pie. La tradicional moqueta roja de las salas de cines, los carteles de próximos estrenos, la barra de las palomitas, todo me traía buenos recuerdos. Películas que había visto de pequeño con mis padres, la primera cita en la oscuridad de la sala... Y esa melancolía, unida a mi desesperada situación, casi me hace ponerme a llorar.
- Como puedes imaginar -continuó Pablo- lo de entrar al Nuevo Mundo depende más de tus habilidades que de tu fe, pero yo no me haría muchas ilusiones, hace tiempo que Ricardo no coge a nadie. Todos son lanzados a la calle para ser devorados, es una locura, lo hacen con un ritual de despedida de Nicolás que pone los pelos de punta, se supone que cada persona que lanzan nos acerca más al paraíso... Sin embargo, con los zombies que nos rodean se acabaron los saqueadores, así que Ricardo sale de vez en cuando a buscar carne nueva.
Nos sentamos en medio de la galería, frente a la sala de espera VIP, donde se encontraba el padre Nicolás, visible tras las cristaleras.
- Síguele el rollo y hablamos después, tengo que sacarte de aquí- me dijo Pablo ahora mucho más bajo, para no despertar las sospechas de los guardias de la puerta- Lo tengo todo preparado. Nos vamos los dos.
- ¿Los dos? Y Marta- le respondí.
- ¿Marta? ¿La chica nueva? ¿La conoces?
- Claro que la conozco, vino conmigo, no puedo dejarla aquí, me salvó la vida.
Pablo se pasó la mano por el pelo.
- Lo de Marta no puede ser, las mujeres están en otra sala y muy vigiladas, es imposible. Ni siquiera sé si sigue viva, no te imaginas lo que hacen con las mujeres.
Se me heló la sangre. En ese instante salió el monje y indicó que pasara. Pablo me acompañó hasta la puerta. Antes de entrar me di la vuelta y le dije que o iba Marta o yo me quedaba.

martes, 24 de noviembre de 2009

Miércoles 26 de agosto. Mallrats



Si el infierno había surgido desde las profundidades de la tierra para extenderse sobre el mundo, yo me encontraba en su nueva capital. La situación del centro comercial Nueva Condomina no podía describirse de otra forma, una especie de régimen del terror sitiado a su vez por una horda de zombies que hacía imposible cualquier esperanza de huida.
Las novedades me llegaron en dos capítulos. El primero eran los rumores que circulaban entre los hombres apresados. Durante mi primer y segundo día de encierro, jornadas en las que no se me permitió salir de la tienda de muebles en la que había sido confinado, mis compañeros de celda me explicaron que el lugar estaba gobernado por el padre Nicolás, nombre por el que conocían al extraño monje que nos había recibido a Marta y a mí. Como me había parecido, el religioso estaba perturbado y tenía el convencimiento de que la infección del virus R era una nueva plaga divina contra el reino del pecado que se había instaurado en la sociedad moderna. De cómo había llegado al centro comercial y había conseguido hacerse tan poderoso como para ser obedecido por un grupo de hombres armados, poco sabían. Lo que sí estaba claro era que el padre Nicolás quería crear un nuevo mundo desde cero, un nuevo mundo que necesitaba nuevos habitantes, puros y limpios de mal. Todos los que estábamos encerrados en esa pequeña tienda de muebles, y suponíamos que las mujeres que permanecerían en otro sitio, éramos candidatos para formar parte del paraíso, y más nos valía dar el perfil porque al resto se les echaba a las bestias. Algunas de las personas que me acompañaban ya habían sido llamadas a a hablar por el monje, con el que había mantenido largas entrevistas en las que por supuesto aseguraban ser creyentes, piadosos y el resto de características que se entendía debía tener la semilla del nuevo mundo. Ésos estaban a la espera de la resolución del padre Nicolás. Los otros, como yo, acabábamos de llegar y aún no habíamos tenido el placer de hablar con el religioso.
Ésta, claro, era la historia que se contaba entre los presos. La realidad, aunque sea difícil de creer, era mucho peor.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Martes 25 de agosto. Fin de la evasión

Todo lo que había vivido desde el holocausto zombie, la sangre, las matanzas, la pérdida de mi familia y amigos. Todas esas desgracias no me habían preparado para lo que encontré en los centros comerciales de Murcia.
Marta y yo llegamos tras emplear toda la tarde del día anterior cruzando la Huerta sigilosa y muy lentamente en el todoterreno de sus padres. De hecho pasamos la noche a sólo dos kilómetros de la Nueva Condomina, con el perfil del nuevo estadio de fútbol en el oscuro horizonte. Apenas pude dormir, temiendo que en cualquier momento los zombies se lanzaran hacia nuestro coche, pero lo cierto es que no pasó nada y podríamos haber descansado tranquilos, si los nervios lo hubieran permitido. Fue Marta quien me despertó. Estaba asomada por encima del Cayenne a través del techo solar, mirando con los prismáticos. A lo lejos se escuchaba un monótono rumor.
- Mira Pedro, te vas a quedar de piedra- me dijo haciéndose a un lado para que yo también pudiera asomarme- Ahí tienes por qué no nos topamos ayer con ningún muerto...
Nuestro coche se encontraba en una colina que se elevaba sobre la autovía de Alicante. Enfrente, cruzando la carretera, estaba el centro comercial y el campo de fútbol. Sin brumas y desde nuestra posición teníamos una visión franca de todo el complejo y el cuadro era apabullante: miles, centeranes de miles, una masa incontable de zombies rodeaba los centros comerciales. Parados, andando, todo ellos con la vista puesta en los edificios y por tanto dándonos la espalda. Ellos eran los responsables del repetitivo quejido que podía oírse, ahora mucho mejor desde lo alto del vehículo. Y algo debía atraer su atención porque parecía que todos los infectados de Murcia se encontraran allí. Recordé la película 'El amanecer de los muertos', de Snyder, donde se especulaba con que los zombies tendían a ir a los lugares que solían frecuentar cuando estaban vivos. ¿Sería eso lo que estaba ocurriendo? En cualquier caso Nueva Condomina quedaba descartado como parada de aprovisionamiento.
- Vámonos de aquí- le dije a Marta.
- De aquí no se mueve nadie- dijo alguien a nuestra izquierda.
Nos giramos y vimos a tres jóvenes apuntándonos con fusiles.
- Suelta los prismáticos y pon las manos donde pueda verlas- dijo uno de ellos, el que estaba más adelantando y parecía dirigirlos.
-Pero, ¿de qué vais?- preguntó Marta.
El líder del trío que nos apuntaba se adelantó aún más y colocó el cañón del arma prácticamente en mi cabeza.
- Calla putita si no quieres que le pegue un tiro a tu amigo- nos amenazó- Si no lo he hecho ya es para no atraer a los clientes- añadió esto último sonriendo y señalando la masa ingente de zombies al otro lado de la autovía.
Nos sacaron del todoterreno, quitándonos armas y todo lo que llevábamos encima. El jefecillo del grupo y uno de sus compinches registraron el vehículo y cogieron todo lo que consideraron importante. Mientras, el otro joven nos vigilaba como si fuéramos unos proscritos, aunque casi toda su atención iba dirigida a Marta. Este chico llevaba una cruz de madera colgada del cuello, un signo distintivo que, entonces me di cuenta, portaban también los otros dos.
Cuando terminaron el registro nos ataron las manos y nos adentramos en los huertos de limoneros, abandonando el Cayenne. Atravesamos varías taullas y descendimos una cuesta hasta llegar a una tapa de alcantarilla situada en medio de la nada. La abrieron y bajamos por unas escaleras metálicas. La boca de alcantarillado llevaba a una tubería subterránea de hormigón, de unos tres metros de diámetro, que era en realidad un gran colector de tormentas. Iluminándonos con antorchas nos condujeron por el enorme túnel, andando unos veinte minutos. Llegamos al fin a otra escalera y subimos a una sala de máquinas. El líder del grupo utilizó un walkie-talkie para comunicarse y se abrió la puerta de la sala. Apareció un anciano con una toga negra y un bastón tocado con una cruz, seguido de varios hombres armados, que se llevó aparte a nuestro captor. Al volver, el viejo mandó que nos quitaran las cuerdas y nos miró sonrientes.
- Bienvenidos al nuevo mundo- dijo abrazándonos.
Nosotros no sabíamos qué hacer, pero al menos ya no nos apuntaban con las armas. Siguiendo al anciano, que tenía toda la pinta de un monje ortodoxo, alto, huesudo y con barba y melena canosas incluidas, llegamos a la nave principal del centro comercial Nueva Condomina, al que habíamos llegado a través del túnel. El lugar estaba relativamiente limpio y ordenado, sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido. Desde el exterior llegaba mucho más fuerte que antes el rugido de miles de infectados. El viejo se percató de que los estaba escuchando y se acercó a mí.
- Aquí muchos de mis chicos se ponen tapones en los oídos- me explicó cogiéndome del brazo y señalando a uno de los guardias que nos seguían. Llevaba algodones en las orejas- Pero yo no los uso. Están cantando, ¿los oyes? Me gusta escucharlos, es un canto celestial, es un mensaje de Dios que repiten para recordarnos nuestro castigo.
Al terminar la frase, la sonrisa desapareció de su cara. "El castigo", añadió, como hablando consigo mismo.
Después dio una indicación a sus hombres y éstos se dividieron. Me separaron de Marta, que fue llevada a otra sala a pesar de nuestras protestas. A mí me trasladaron a una tienda de muebles donde había otras personas, todos hombres, recostados en los sillones. Me hicieron pasar y cerraron la reja del comercio. Un guardia se quedó vigilándonos, sentado en un banco frente a la tienda. Al principio no lo reconocí, porque llevaba el pelo más largo de lo normal, barba y la inevitable cruz, pero era él, y no podía creer que estuviera allí.
- ¡Pablo!- le grité- Soy Pedro, ¿qué haces aquí?
Era uno de mis mejores amigos, probablemente el único que quedaba vivo, y ahora formaba parte de la guardia del monje loco. Pablo estaba empleado en el Leroy Merlin de Nueva Condomina, y tenía sentido que la epidemia zombie le hubiera pillado trabajando.
Mi amigo me miró asustado y echó un vistazo a los lados. Después se acercó indicándome que me callara y frenando todo gesto de alegría por mi parte.
- Pedro, ¿cómo mierda has acabado aquí? Me cago en la puta- volvió a comprobar que ningún otro guardia estaba por los alrededores- Tienes que salir, tienes que marcharte... Si te quedas estás muerto.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Atardecer en la Huerta

Circulamos por el cauce seco del río Segura un buen rato, aunque a poca velocidad, una vez perdimos de vista a los zombies. La acumulación de cañas y arbustos en el lecho hicieron impracticable el paso a unos tres kilómetros de la salida de Murcia, por lo que tuvimos que subir hasta camino de servicio que seguía el curso fluvial. Una vez allí nos dimos cuenta, para nuestro espanto, de que una rueda se había pinchado. Pudo ser cualquier objeto punzante que pisáramos en el cauce del Segura, aunque el salto para salir del garaje o los continuos coches con otros coches en la avenida tampoco debían haber ayudado. Contábamos con una rueda de repuesto pero colocarla implicaba salir del todoterreno y eso nos hacía mucha menos gracia. Logramos dejar el Cayenne en un soto del río desde el que teníamos más de 50 metros de visibilidad hasta los huertos de limoneros. Para arriesgarnos lo mínimo posible, Marta se quedó al volante y dejó la puerta de atrás abierta, por si había que salir corriendo y yo tenía que saltar dentro en marcha. En cualquier caso no iríamos muy lejos con un neumático menos.
Los dioses me sonrieron porque entre las dificultades de cambiar una rueda a un monstruo pesadísimo y las continuas miradas a mi espalda, tardé nada menos que dos horas en terminar el trabajo. Aprovechando que el sitio parecía tranquilo, nos quedamos a comer allí, muertos de calor y, a pesar del tórrido sol, con las puertas y las ventanas cerradas.
- ¿Sabes porque el río está seco?- me preguntó Marta cuando terminamos de comer, fumando un cigarrillo y con la vista puesta en los huertos.
Marta era ingeniera de caminos y acababa de lograr una plaza de funcionaria en la Confederación Hidrográfica del Segura, el organismo estatal que vigilaba y mantenía este río y sus afluentes. Aunque no pudo tomar posesión de su puesto, a causa de la epidemia, había hecho prácticas durante varios años en la Confederación.
- Supongo que por el calor, ¿no?
- Este verano hace calor, pero los ha habido más calurosos y no ha dejado de circular agua, por poca que fuera- comenzó a explicar- Además, no deben quedar muchos agricultores o campos de golf para chupar recursos así que no es eso. Creo que dentro de un tiempo, si esto sigue así de chungo, el río Segura volverá a tener agua, un caudal como ninguno de nosotros hemos visto, aunque sí nuestros abuelos.
Marta dio una calada a su cigarro, abrió ligeramente la ventana y lo tiró fuera. Después me miró preocupada.
- ¿Crees que esas cosas podrán olerlo?
Solté un bufido de ignorancia absoluta, pero extremé la vigilancia.
- Me parece- prosiguió Marta- que todo el agua del río se está acumulando en los embalses, por eso no llega nada a Murcia. Ahora, en verano, los pantanos apenas se reabastecen, pero como tampoco la consumimos, se llenarán. Puede que pasen semanas o meses, pero se terminarán llenando. Una vez los colmen, nada impedirá que el agua vuelva a circular por el Segura.
- Bueno- dije- al menos a alguien le ha venido bien que media humanidad se haya ido a tomar por culo.
Retomamos la marcha a media tarde. Dejamos el camino de la mota río, ya que nos llevaba en dirección este, hacia Alicante, y yo quería ir al norte. El objetivo intermedio serían los centros comerciales que había en los enlaces entre la autovía de Alicante y la de Madrid, donde debía haber provisiones de sobra, imaginábamos. Así, cambiamos la relativa calma del río por los caminos de la Huerta de Murcia. Protegidos por una carrocería similar a la de un tanque, circulábamos lentamente entre naranjos y limoneros. A largo plazo, era más peligroso un hierro en la carretera que un zombie, pues siempre podíamos acelerar, pero si volvíamos a pinchar estaríamos realmente perdidos. Nuestra ruta era irregular. A veces la vía se abría hasta dos carriles, para después estrecharse y servir apenas para el paso de nuestro vehículo. En estas ocasiones era cuando debía tener más cuidado, para no meter una rueda en las acequias y quedarnos enganchados. Otra cosa es que supiéramos hacia dónde dirigirnos. Todas las calles me parecían iguales y tras decenas de curvas nuestra orientación era un enigma. Por fortuna divisamos el Cristo de Monteagudo, situado en lo alto del cerro de esta pedanía murciana. Lo seguimos hasta la Carretera de Alicante.
El sol comenzaba a marcar largas sombras a nuestro paso cuando llegamos a la Carretera de Alicante. La atravesamos y seguimos por la Huerta, cada vez con menos luz pero sin encender los faros para llamar la atención lo menos posible. Una vez rodeamos Cabezo de Torres, ya muy cerca de los centros comerciales, visibles gracias a la estructura del estadio de la Nueva Condomina, se hizo imposible continuar. Lo mejor era parar hasta la mañana siguiente, refugiados en el todoterreno. Los grillos, que chillaban como si fueran los amos del mundo, me ponían casi más nervioso que el temor a un ataque de infectados. Sin embargo, había que dormir y de nada servía vigilar cuando estábamos completamente a oscuras. Recostado en el sillón, se podían ver miles estrellas a través del techo solar. Nunca, desde las acampadas de pequeño, había visto tantas en el cielo. Marta se durmió cogiéndome la mano.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión II

La puerta del garaje se desprendió hacia arriba cuando la envestimos con el 4x4. No pude evitar cerrar los ojos al ver la estructura de hierro frente a mí y como tampoco queríamos quedarnos encajados a las salida, apreté el acelerador a tope sin pensar en lo que pudiéramos encontrarnos delante en la calle. El Cayenne salió literalmente volando sobre el carril exterior de la avenida y golpeó, al tocar el asfalto, el morro de un pequeño utilitario aparcado en la vía. Nos llevamos por delante ese vehículo y acabamos derrapando en medio de Primo de Rivera, para no invadir el carril exterior contrario y chocar contra el edificio de enfrente, la Cárcel Vieja. Cuando al fin se detuvo el gigantesco coche, Marta y yo nos miramos emocionados aunque con el corazón en un puño, como al salir de una montaña rusa. El problema es que ésa sólo había sido la primera vuelta el el parque de atracciones del terror en que se había convertido la ciudad de Murcia. Por lo menos el todoterreno seguía en marcha.
Tomé dirección este, hacia la plaza Circular. Desde allí no se observaba ningún hueco para pasar entre los coches atascados, tanto civiles como militares, pero tal y como habíamos visto desde la azotea, uno de los parterres permanecía despejado, y contábamos con el vehículo perfecto para atravesarlo. A plena luz del día, y a la altura de la calle, daba la impresión de que Murcia hubiera estuviera sufriendo la madre de todos los atascos, aunque no había ni un alma al volante.
Llegamos a Ronda de Levante y en la rotonda de Juan XXIII nos encontramos a los primeros zombies de la mañana. En realidad nos habían seguido corriendo por la izquierda sin que nos diéramos cuenta, y al tratar de torcer en esa dirección, hacia la avenida Juan de Borbón, que debía sacarnos de la ciudad, se colocaron justo delante de nosotros. No habría tenido ningún reparo en pasar por encima de ellos, pero la salida hacia la avenida estaba bloqueada por un enorme camión cisterna que debía haber ardido hacía semanas, propagándose el fuego a los edificios cercanos. Ahora el esqueleto ennegrecido del transporte y las fachadas chamuscadas formaban una tétrica estampa. Giré antes de que los infectados lograran alcanzarnos y aceleré por la avenida Primero de Mayo, de nuevo hacia el este, para tratar de tomar Juan de Borbón por otra entrada. Marta estaba como loca, gritándome el camino que debía tomar a cada momento entre los coches que se atravesaban en la calzada.
La siguiente salida (también una entrada, pero los sentidos de tráfico poco importaban ya) contaba con siete carriles pero tenía una inmensa barricada franqueada por carros de combate, y teniendo en cuenta la masa de muertos que empezaba a organizarse a nuestras espaldas, no había tiempo para parar a ver si podíamos superarla, así que seguimos por Primero de Mayo. A partir de ahí todo empezó a salir mal. Debíamos decidir qué hacer, si probar alguna de las calles de un solo carril que se abrían a la izquierda, en dirección al norte, para retomar Juan de Borbón, o continuar en Primero de Mayo, que nos llevaba hasta el río y dónde prodríamos coger la circunvalación de Miguel Induráin, de nuevo con destino a la autovía de Madrid. La primera opción era muy arriesgada porque estas calles eran estrechas y cualquier coche atascado podría cerrarnos el paso, así que proseguimos por la avenida. Pero cada vez había más coches en las carretera y menos sitio para pasar. Los zombies nos seguían ya de cerca, por lo que dejé de zigzaguear y comencé a envestir coches para arañar distancia entre nuestros perseguidores.
Llegó un momento en el que tomar alguna de las salidas de la avenida ya no era una opción. Los infectados estaban tan cerca que golpeaban el cristal si frenábamos un poco para salvar un obstáculo. Así llegamos al río Segura, sólo para descubrir que el puente estaba totalmente bloqueado por otra barricada. Resultaba frustrante descubrir cómo todas esas barreras no habían servido para contener a los muertos vivientes pero ahora sí nos impedían a nosotros salir de la ciudad. Girar a la derecha, de nuevo al centro de Murcia, era entrar de otra vez a la boca del lobo, y tampoco podíamos volver, de modo que con un derrape que por poco nos lleva al cauce del río tomamos, hacia la izquierda, el lateral del Auditorio Víctor Villegas, donde nos encontrarnos, en el parking que se abría tras el enorme Palacio de Congresos, un amasijo de caravanas y tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja, como si se hubiera tratado de un hospital de campaña ahora abandonado y que impedía el paso. Frené en seco y miré a Marta desesperado. No había salida y los zombies se nos echaban encima. Entonces ella me señaló el río Segura. No me había dado cuenta pero estaba completamente seco, rodeado de cañas blancas recientemente incendiadas y sin ni siquiera el escuálido hilillo de agua que llevaba en épocas de sequía.
- ¡Baja al río!- me gritó.
Marqué las ruedas sobre el asfalto con un repentino acelerón y descendí hasta el cauce del río por una cuesta bastante pronunciada. El todoterreno llegó a ponerse a dos ruedas pero logramos llegar abajo sin volcar. Temía que el lecho estuviera fangoso pero bajo nosotros no había ni un atisbo de humedad. Sin agua, y tras tres semanas bajo el sol de agosto, el suelo estaba cuarteado. No había ni rastro del Segura, otra víctima de la epidemia. Cuando los zombies empezaban a asomarse desde arriba volví a acelerar siguiendo el curso del río y, sin obstáculos, conseguí dejarlos atrás.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión

El garaje donde los padres de Marta guardaban su coche no estaba bajo su edificio sino dos manzanas más a norte, en una construcción que daba a la avenida Prima de Rivera. Durante años, seguramente, su familia se habría quejado de lo lejano de la plaza de aparcamiento, pero esa circunstancia resultaría fundamental ahora para intentar abandonar el centro de la ciudad. Y es que tratar de hacerlo por las calles que circundaban El Corte Inglés se había demostrado una misión imposible, incluso para una caravana militarizada como la que organizaron mis compañeros de encierro en el centro comercial. Primo de Rivera conectaba al este con la Plaza Circular, donde se situaba el campamento militar que observé la mañana del apocalipsis en Murcia, y desde allí se podía acceder a las avenidas Juan Carlos I o Juan de Borbón, que salían de la ciudad en dirección norte, hacia la casa de campo de mi familia.
Nunca he sabido mucho de coches así que cuando Marta me dijo el modelo que tenían sus padres, pensé que estaba de broma: un Porsche Cayenne. No dejaba de tener un halo de romanticismo dieciochesco lo de surcar las calles de una urbe destrozada y plagada de muertos vivientes con un deportivo descapotable, pensé, pero no resultaba lo más práctico. Sin embargo, el modelo no era lo que yo había imaginado, sino un enorme 4x4 que debía costar lo que yo había pagado por mi casa. Lo cargamos con los pocos víveres que nos quedaban, varias latas de comida (yo me había aficionado a los botes de mermelada Hero), dos botellas de agua mineral (no teníamos más y eso iba a resultar un gran problema) y armas (abundaban los modelos pero no la munición). Yo tenía un revólver, una escopeta de caza procedente precisamente de la armería de El Corte Inglés y una vara de hierro que había seleccionado cuidadosamente para que fuera ligera pero a la vez resistente, pues más de una vez había visto como las de madera se quebraban bajo el peso y el violento envite de los infectados. Marta gozaba de más experiencia que yo en la lucha en plena calle con zombies, tras haber realizado varias incursiones en busca de alimentos y medicinas, y era partidaria de correr antes que enfrentarse a esas cosas. A pesar de esto, tenía una pistola para la que había conseguido silenciador. Cargamos también con otras armas de mayor calibre únicamente porque teníamos espacio de sobra en el coche, ya que carecíamos de experiencia en su uso.
Llegamos al garaje de sus padres a través de las pasarelas que sus vecinos habían construido entre los edificios y comprobamos que el depósito tenía combustible suficiente para salir de Murcia. Desde la terraza observamos las posibles vías de escape. La plaza Circular conservaba vehículos militares pero, evidentemente, no había ni rastro de los soldados. La calzada estaba bloqueada pero atravesaríamos los parterres. Desde allí la ruta más segura, por lo amplio de la avenida, parecía Ronda de Levante hasta Juan de Borbón, pero no teníamos una perspectiva limpia de la calle, así que tendríamos que improvisar.
Una vez trazado el plan sólo quedaba ejecutarlo. Marta me dijo que condujera yo, pues no se atrevía a coger un coche tan grande. Mi experiencia con ese tamaño de vehículos se reducía al alquiler de una furgoneta hacía unos meses para cargar los muebles del IKEA. Otro obstáculo era la puerta del garaje, bloqueada por la falta de suministro eléctrico. Podíamos tratar de forzarla pero queríamos evitar cualquier ruido que atrajera la atención antes de nuestra salida, así que optamos por envestir la puerta con el todoterreno.
La mañana del 24 de agosto encendimos el motor y colocamos el coche frente a la rampa de salida. Marta, sentada en el asiento del copiloto, amartilló su arma y sin que la viera venir, me giró la cabeza y me plantó un beso en los labios.
- ¡Suerte!- me dijo, tras dejarme sin respiración.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Previously en Levantate y Anda...

Segundo resumen de la epopeya de Pedro por las desoladas calles de Murcia, para todos aquellos que entráis por primera vez a mi blog y os da pereza empezar por el primer capítulo, o simplemente para los que quieran refrescar la memoria:

Pedro es un joven y aburrido periodista murciano cuya monótona existencia se ve interrumpida por una extraña pandemia. Desde la redacción de su periódico local es testigo de cómo esta enfermedad, denominada Virus R por su similitud a la rabia, se inicia en Estados Unidos y se va propagando por todo el mundo. Lo que al principio parece un bulo absurdo se va confirmando poco a poco: el Virus R acaba con la vida de todos sus portadores y los revive convertidos en seres violentos y sedientos de carne humana.
España parece uno de los países que más se ha preparado para controlar la enfermedad, pero no hay frontera que se le resista. Pedro es de los primeros murcianos en tener un encuentro con un zombie, su instalador de aire acondicionado, infectado días atrás en el aeropuerto de Barajas. Aunque logra acabar con él, es acusado de asesinato por las autoridades, que tratan de ocultar la llegada de la infección a Murcia. Encerrado en los calabozos, es rescatado por un comando policial cuando el Virus R llega hasta la propia comisaría.
Una vez de vuelta a casa, y con la epidemia aún controlada en Murcia, su familia le pide que les acompañe a una casa de campo que utilizarán como refugio, pero Pedro prefiere ir al periódico. Muy pronto se arrepentirá de su decisión, ni el despliegue del Ejército logra frenar a los zombies que asaltan en masa la ciudad. Pedro consigue refugiarse en El Corte Inglés, donde un grupo de policías, militares y civiles montan un campamento de emergencia que se convierte en su residencia definitiva, mientras la ciudad sucumbe al desastre.
Sin embargo, la falta de agua potable les obliga a abandonar su encierro y Pedro opta por ir a casa de Marta, una chica que ha conocido a través de mensajes con cartel y prismáticos desde la terraza del centro comercial. Marta vive en un edificio cercano, junto a otros vecinos que se han organizado para subsistir sin necesidad de bajar a las calles, infectadas de zombies. Una vez más la falta de víveres (se produce una epidemia de cólera por la consumición de aguas contaminadas) lleva a nuestro protagonista a idear un nuevo plan de huida, aunque esta vez lo hará acompañado.

martes, 10 de noviembre de 2009

Viernes 21 de agosto. Cólera

El virus R no sólo sesgó la vida de cientos de miles de murcianos, sino que condenó a los supervivientes a la vuelta a la edad de piedra en muchos aspectos. Uno de ellos fue la sanidad y el control de las enfermedades. La infección zombie era el verdugo que más posibilidades tenía de encontrarse cualquier humano vivo, pero no el único.
El cólera, un viejo conocido de la Huerta de Murcia, aprovechó el caos creado por la epidemia para volver a la ciudad. Y lo hizo a través del agua, como tantas otras veces durante los siglos anteriores. Sólo había un médico entre los vecinos de los edificios en los que me había refugiado, y murió dos días después de mi llegada, en una incursión por las calles. Sin embargo, tuvo tiempo de identificar la enfermedad, cuando al igual que me ocurrió a mí, la mitad de los miembros de esta particular comunidad desarrolló una especie de gastroenteritis agravada. Todos nosotros habíamos bebido de la misma fuente, un depósito subterráneo contaminado. Y como sucedía en las zonas subdesarrolladas de África o Asia, la mala calidad del agua había resultado más peligrosa que su escasez.
Tardé dos días en mostrar signos de recuperación, y durante esas horas los sueños se mezclaban con la consciencia sin posibilidad de distinguir una cosa de la otra. Sabía que me habían retirado las ataduras porque aprovechaba las escasas fuerzas que tenía para ir al baño. Sabía que Marta seguía junto a mí, aunque también me pareció que la habitación se inundaba con el sonido de su llanto. Sentía además una sed abrasadora, que en realidad habría acabado conmigo muy pronto si no llega a ser por la misión que encabezó durante mi convalecencia. Ella, el médico y tres voluntarios más salieron en busca de agua embotellada y productos de potabilización. Sólo regresó mi anfitriona y dos de sus acompañantes. Y en realidad, la participación de Marta en esa misión suicida no respondía a mi grave estado, al menos no principalmente, sino al de su abuela, que también consumió agua contaminada.
Para cuando pude mantener una conversación, la abuela nos había dejado, demasiado débil ya de por sí como para hacer frente a otra enfermedad. Fue incinerada en la terraza de su edificio, por razones obvias. Supongo que en esos momentos sí fui importante para Marta, pues cuidarme era un motivo para que mantuviera la cabeza ocupada y no la perdiera definitivamente.
El agua y los medicamentos que trajo me salvaron la vida, pero el cólera, la gastroenteritis, las fiebres o cualesquiera fuesen las enfermedades que arrastró el depósito contaminado, pues ya no había médico que las pudiera diagnosticar, dieron un golpe certero al grupo de supervivientes de las azoteas del centro de Murcia. Pasaron de 30 a sólo 10 integrantes y, para colmo de males, se acusaban entre ellos de la responsabilidad de la epidemia.
- Me voy contigo- me dijo sentada a los pies de mi cama, cuando abrí los ojos la primera mañana que pasé sin ganas de vomitar- Ya no puedo aguantar más esto.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Lunes 18 de agosto. ¿Infectado?

Desperté con un terrible dolor de cabeza, los músculos aletargados y un sudor frío a pesar del asfixiante calor que reinaba en la habitación. Estaba atardeciendo. Tenía la extraña sensación de no poder levantarme, como si hubiera pasado una semana postrado en la cama y ésta fuera un pozo sin fondo del que no podía escapar. Tampoco sabía dónde me encontraba, y los vagos recuerdos que persistían del día anterior, en el salón de la casa de Marta tras la alocada fuga, no me ayudaban a orientarme.
Al tratar de incorporarme descubrí que mi ensoñación tenía ribetes muy físicos. Estaba atado a la cama de pies y manos, y desde luego el malestar que sufría no me permitía comprobar la verdadera resistencia de las cuerdas. El estupor se transformó pronto en miedo. El habitáculo en el que me encontraba no era muy grande y la decoración prácticamente inexistente. Cuatro paredes, una pequeña ventana, una puerta, una anciana... , tardé en darme cuenta pero había una mujer en el rincón más cercano a la ventana, cerca de las cortinas entreabiertas, por lo que en principio la confundí con las sombras que provocaba el contraluz. Era pequeña, flaca y muy blanca, apagada, aunque no tenía los enfermizos tonos y las manchas rosadas que caracterizaban a los zombies. Me miraba fijamente y sonreía.
- ¡Abuela! ¿Qué haces aquí?
Marta apareció por detrás. Entró en la habitación sin prestarme atención y se la llevó haciendo caso omiso a mis peticiones.
Me costaba hablar, sentía la boca pastosa, pero poco a poco fui recuperando la voz y aumentando el volumen de mis protestas, hasta que Marta volvió.
- Bueno, bueno, ¡ya está bien!- me dijo, plantándose frente a mí, en el lugar en el que hasta entonces había estado su abuela- Al menos hablas, eso ya es buena señal.
No entendí inmediatamente su último comentario, pero el revolver que sostenía en su mano derecha me ayudó a comprender. Ella también se dio cuenta.
- Ah, esto- comentó señalando con la mirada su arma- Bueno, ya sabes, hay que protegerse. Además tienes que saber que he sido yo quien te ha defendido, si no ya estarías en la calle dando vueltas como esos atontaos.
- ¡¿Qué mierda estás diciendo?!- grité e intenté sin éxito levantarme. Mis ataduras y un escalofrío paralizante se opusieron- ¿Qué me ha pasado?
Ella habló. Al parecer las últimas horas (36 exactamente) habían sido muy entretenidas en Casa Marta, y yo no me había enterado de nada. Una vez cerré los ojos en el sofá de su comedor, agotado por la escape de El Corte Inglés, caí en una especie de inconsciencia que en los primeros momentos fue interpretada como cansancio, para más tarde comenzar a inquietar a mi anfitriona. Unas horas después empezaron los temblores, el sudor y los vómitos. Marta se alarmó y salió a pedir ayuda y claro, sus vecinos la acusaron de haber metido en la comunidad a un proyecto de zombie. La ausencia de heridas a la vista evitó que me pegaran un tiro allí mismo, mientras yo me debatía en sueños, pero decidieron atarme a la cama y sellar la puerta de la casa donde me había refugiado. Marta podía hacer lo que quisiese, quedarse conmigo encerrada o ser acogida en otra vivienda (y no faltaban vecinos interesados en que una chica joven se trasladara a vivir con ellos). Finalmente había declinado la 'desinteresada' invitación y optado por permanecer en su casa, añadiendo a su lista de pacientes, que hasta ahora sólo integraba su abuela, a un posible infectado por el virus R.
- Me caes bien Pedro, y creo que ya te has hecho una idea de lo que me he jugado por ti- añadió a su explicación- No sé si tendré valor para dispararte si acabas... bueno, ya sabes. Pero incluso aunque lo hiciera, los de allá fuera no me volverían a mirar con buenos ojos. La verdad es que ya ha sido bastante difícil estar aquí sola todo este tiempo, así que por favor, no te transformes, ¿vale?
La observé desde mi prisión acolchada. Esa mujer no dejaba de sorprenderme. Mostraba una tremenda seguridad en sí misma, y de hecho la había hecho valer durante dos semanas de apocalipsis en Murcia. Sin embargo, a la vez parecía frágil, como muy pequeña. Ella se dio la vuelta y miró por la ventana. Tenía el pelo castaño, o "rubio oscuro" como me dijo después, y le caía con gracia por encima de las orejas, dándole ciertos aires de duende del bosque. Su piel era clara también y vestía unos pantalones cortos y una camiseta fina. Yo, evidentemente, no estaba en condiciones de experimentar ninguna excitación diferente a la fiebre que ya sufría, y estaba claro que era el insoportable calor y no una dudosa intención de atraerme lo que le había hecho elegir esa vestimenta.
- Intentaré no defraudarte- acerté a decir, y me recosté tanto como permitían las cuerdas.
Hice esfuerzos por recordar si algún muerto había estado tan cerca de mí como para morderme. Las horas siguientes fueron una tortura física y mental, pues no tenía claro si mis dolores provenían de una enfermedad común o del contagio de un zombie. Me decía a mí mismo que los infectados que había visto hasta entonces desarrollaban el mal en pocas horas, incluso algunos con heridas graves no tardaban más que unos minutos. Pero cada picor que sufría en la nuca o las piernas se me antojaba como los efectos de un rasguño del que no había sido consciente. Pronto volví a quedarme dormido. Soñé que mis padres estaban infectados y huía de ellos. Mi hermana estaba otra vez conmigo. Me entregaba una escopeta y me decía que los matara. Desperté envuelto en sudor y con nuevas ganas de vomitar. ¿Qué me estaba pasando?

viernes, 6 de noviembre de 2009

Vida en las azoteas

Bueno, supongo que os preguntaréis por qué demonios cambié la aparentemente segura caravana de vehículos militar por el pequeño comando suicida que me llevó hasta el edificio de Marta. Todo se gestó días antes, durante la aburrida espera en la terraza de El Corte Inglés.
Ya he comentado que conocí a Marta gracias a una pizarra y un par de prismáticos. Las dos semanas en la azotea del centro comercial pasaron muy lentas. Había muy poco que hacer excepto observar desde cuatro alturas como el mundo se iba al carajo.
Por tanto, la comunicación con los supervivientes en los edificios vecinos era uno de los entretenimientos más populares, tanto para conocer novedades como para distraerse simplemente. Marta tenía mi edad, cercana ya a la treintena, y se encontraba sola con su abuela, una mujer enferma y dependiente, un término que ya había perdido todo su significado social. Se había atrincherado en su piso durante los primeros días y logró acumular suficientes víveres para ellas dos. Era divertida y lo cierto es que se tomaba todo lo que había pasado con cierta sorna. Según me comentó en una de nuestras primeras conversaciones de cartel y prismáticos, hacía sólo un mes que había conseguido, tras casi cinco años de estudio, una plaza de funcionaria del Estado. Se preguntaba ahora si la Administración central guardaría su puesto de trabajo durante su excedencia por "razones sobrevenidas".
Marta contaba con comida y agua suficiente, pero las medicinas de su abuela comenzaban a escasear. Fue así como descubrió que algunos vecinos de su edificio y de otros cercanos habían organizado una especie de comuna entre ellos. El objetivo era no bajar a la calle más de lo estrictamente necesario, pues arriba estaba la seguridad, tras las rejas de casas y portales. Acotaban pasos francos entre las distintas torres de cada comunidad, e incluso fabricaron puentes peligrosamente endebles para cruzar entre las construcciones más cercanas. Habían logrado conectar una zona conocida antes del holocausto como el Triángulo de Murcia, unos veinte edificios entre la avenida de la Libertad, Constitución y Primo de Rivera, al norte de El Corte Inglés. Con todas las casas unidas de una u otra forma, comerciaban entre ellos, cambiando comida por agua, herramientas, armas, etc. Cuando faltaba algo bajaban en grupos o por separado, pero siempre asegurando las entradas para impedir que los zombies accedieran a su pequeño mundo.
Le comenté a Marta que quería llegar a la avenida Juan de Borbón y de allí a la autovía de Madrid, en dirección a la casa de campo de mi familia y ella me ofreció su coche, un todoterreno que conservaba en el aparcamiento y que ya nunca utilizaría. Yo, como el resto de mi equipo, ahora desaparecido, no tenía ningún interés en llegar a una base militar seguramente destrozada, y lo cierto es que la actitud dictatorial de los soldados en la tienda terminó por convencernos de tomar otro camino.
Casi me bebo una botella de agua entera que me ofreció. Había pasado los últimos días con estrictas medidas de racionamiento ante la falta de bebida. Sentado en el comedor de su casa, me invadió la sensación, por primera vez en mucho tiempo, de que nada había pasado. Que abajo, en la calle, me esperaban atascos, ruido, prisas por llegar al trabajo, y no hordas de muertos en busca de su ración diaria. Si cerraba los ojos y me abstraía era posible incluso dejar de escuchar sus rujidos y lamentos. Me quedé dormido casi inmediatamente sobre su sofá, estaba rendido.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Domingo 16 de agosto. La Escapada III

La fiesta que organizamos en el túnel de acceso a la plaza nos salió cara. Apenas acabamos con el primer zombie que nos cerraba el paso aparecieron varios más, esta vez por detrás de nosotros, en la avenida de la Libertad. No sé si esos seres pueden sentir rabia, pero debíamos ser los primeros humanos vivos que veían en días y sus gestos parecían reflejar un odio infinito. Me fijé especialmente en un joven vestido con un traje de ejecutivo raído y bastante sucio. No tuve tiempo de ver en si tenía heridas, pero sus ojos y su tez blanquecina lo decían todo. Seguramente murió en los primeros días de la llegada de la epidemia del virus R a Murcia, de ahí su atuendo.
Echó un vistazo a nuestro grupo, escogió su víctima y se lanzó a por el hombre más mayor que nos acompañaba, Manuel, situado a mi izquierda. Salimos corriendo en todas direcciones. Teníamos un objetivo, una ruta a seguir, pero en ese momento se acabó la planificación y comenzó una huida delirante por los jardines y paseos que circundaban los edificios frente a El Corte Inglés.
Giré a la izquierda nada más terminar el túnel y seguí lo más rápido que pude. Me acompañaba Luis, un poco por detrás de mí, pero nadie más del grupo parecía haber tomado nuestra dirección. Atravesamos la plaza y nos metimos por otro túnel que llevaba a una estrecha calle de un solo sentido. Torcí hacia la derecha y paré allí junto a un coche aparcado. Luis me preguntó que hacia dónde íbamos. Por el momento todo hacía pensar ningún muerto nos seguía, así que nos apoyamos en el coche para recuperar la respiración.
Entonces vimos a Roberto, otro del equipo, que surgió corriendo en otro punto de la misma calle, a unos 20 metros por delante. Lo seguía un buen grupo de zombies y el muy cabrón vino hacia nosotros gritando auxilio. Dimos la vuelta y volvimos zumbando por donde habíamos llegado. De nuevo en la plaza atravesamos saltando los parterres resecos y un infectado se cruzó corriendo, puede que persiguiendo a otro miembro del grupo. Me pasó tan cerca que pude ver claramente su ojo clavado en mí, mientras su cuerpo trataba de frenar y girar para agarrame. Ahora ya sí que tenía varios muertos corriendo tras de mí. Crucé completamente la plaza, apurando al límite mis fuerzas. No sé si solté la mochila o se me aflojaron los cordones a la carrera, pero el caso es que me la quité de encima y pude continuar más rápido. Llegué entonces a un pequeño callejón que giraba bruscamente y temí que terminara en un muro y me quedara atrapado, pero volvió a abrirse a otra plaza y tras una curva más a una calle bloqueada por los coches atascados. Pasé por encima de ellos jugándome un resbalón que me habría dejado a merced de mis perseguidores, pero tuve suerte y a mi espalda se formó una montonera entre los vehículos.
Gané unos segundo para mirar a mi alrededor y tratar de averiguar dónde estaba. Me pareció que el edificio que buscaba estaba justo enfrente de mí, así que fui hacia allí. Luis había desaparecido. Ningún miembro de mi grupo me seguía ni parecían haber llegado a la puerta donde debíamos encontrarnos. Fui hasta ella y golpeé con mi puño tal y como habíamos acordado. Dos toques rápidos y uno largo. Repetí la contraseña una vez más, sin obtener respuesta. Al otro lado de la calle aparecieron los zombies que había logrado dejar atrás.
- ¡Abrid de una puta vez!- grité en dirección a la puerta, siguiendo con los golpes- ¡Abrid!
Saqué la pistola y ventilé todo el cargador en dirección al grupo de muertos que se acercaba. Ni acertando en la cabeza con cada una de las balas habría frenado a mitad de ellos. Estaba acorralado y sin posibilidad alguna de escapar cuando la puerta se abrió y alguien me agarró desde dentro. Caí en una sala oscura mientras la puerta se cerraba de nuevo y bajaban una reja de refuerzo. Llegaron golpes violentos desde fuera pero el engranaje parecía resistir. Entonces pude mirar desde el suelo a mi salvador. Las primeras luces del alba entraban por una rejilla superior. Descubrí con alivio el rostro sonriente de Marta:
- Anda levanta- me dijo- me da grima estar aquí abajo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Domingo 16 de agosto. La Escapada II

Mientras un grupo seguía armando follón desde la terraza de la tienda en la plaza Fuensanta (eran los compañeros de fatigas que había decidido quedarse en la tienda y evitar tanto la huida general de los militares como la nuestra), nuestro equipo se desplazó hasta la zona de salida, caminando sigilosamente por la azotea de la primera planta de El Corte Inglés, a tres metros de altura sobre la calle. Estábamos vestidos con prendas oscuras y embadurnados de negro en la cara y el cuello. A falta de maquillaje (descartamos el aceite de automóvil por el peligro que suponía en caso de explosiones) utilizamos carbón, que por fortuna aún quedaba en la sección de Barbacoa de la cuarta planta. Llevábamos armas cortas (pistolas, machetes y un hacha) y varias lanzas fabricadas con pivotes de madera durante nuestro encierro. Cargar con fusiles o ametralladoras habría sido más tranquilizador, pero ni los soldados nos las dejaron ni teníamos mucha idea de cómo usarlas. También nos habíamos metido en las mochilas víveres y herramientas, sólo lo imprescindible, para evitar ir demasiado cargados.
Echamos un vistazo a oscuras desde la terraza, sin utilizar las linternas, intentando no llamar mucho la atención. No parecía haber rastro de muertos. A lo lejos se oían acelerones y sonido de disparos, con toda seguridad procedentes de la escapada de la caravana militar. Debían tener problemas.
Lanzamos dos cuerdas por las que bajaron los primeros miembros del equipo. Yo descendí en la segunda tanda. Tocar el suelo de la calle por primera vez en quince días fue extraño. Había aprendido a sentirme seguro en las alturas, como un animal arbóreo. El suelo, en esas circunstancias, sólo podía provocarme problemas. Mientras descendía el último hombre, miraba hacia todos lados, temiendo encontrarme una figura que no fuera la de alguno de los miembros de mi equipo. Una vez todos en tierra avanzamos por la acera izquierda de la avenida de La Libertad, dejando los soportales de El Corte Inglés y la calle peatonal que se dirigía a la parte trasera de la tienda. Desde allí el ruido de las armas llegaba con más claridad, parecía que se estaba desarrollando una auténtica batalla campal. Seguimos hasta el primer edificio, siempre con el hueco de la obras del aparcamiento a nuestra derecha.
Me preguntaba cuál sería la reacción de una de esas cosas si nos viera. ¿Podía detectarnos con el olfato? ¿Cómo nos distinguían de sus congéneres? ¿Podría fingir ser uno de ellos? Recordé con un risilla, que a mis compañeros debió parecer esquizofrénica, la escena de Zombie Party en la que un grupo de personas logran atravesar una zona infestada de muertos vivientes imitando sus movimientos y gemidos.
Llegamos al fin al paso hacia la otra acerca de La Libertad, hacia la derecha. Este acceso coincidía con otra calle peatonal hacia la izquierda (un túnel bajo el edificio), la zona por la que escapaba la caravana militar. El tiroteo era muy intenso allí. No lo entendía. Los vehículos habían salido hace unos diez minutos, no tenía sentido que siguieran enfrascados en una batalla justo detrás de El Corte Inglés, algo estaba saliendo mal. Entonces nos deslumbraron los faros de un automóvil que parecía dirigirse hacia nosotros desde el otro lado del túnel. La sorpresa nos dejó paralizados hasta que el vehículo se estrelló en plena la boca del túnel. Debía ser uno de integrantes de la caravana que se había desviado. El choque nos sacó de nuestro estado de catarsis y empezamos a correr en dirección contraria, atravesando la avenida por el paso peatonal. Después giramos a la derecha, otra vez calle arriba dirección a la plaza Fuensanta, ya que la entrada a los edificios se encontraba por ese lado, por mucho que nos acercáramos poco a poco a uno de los puntos calientes. Al llegar al pórtico de acceso a la plaza Junterones vimos al primer zombie, plantado delante de nosotros, en el túnel bajo los edificios. No tardó ni un segundo en darse cuenta de que éramos carne fresca y emprendió la carrera. Lo recibimos a balazos, pero nuestra armas, de bajo calibre, sólo podían frenarle si acertábamos en la cabeza. Lo teníamos a dos metros de nosotros cuando logré coger la lanza y plantarla entre él y yo. Se clavó en ella como si no existiera, echándome hacia atrás, por lo que la solté, temiendo que pudiera llegar hasta mí mientras la madera le atravesaba el estómago. El muerto tropezó al quedar libre de mi freno y cayó trastabillado rompiendo la lanza. Antes de que pudiera levantarse lo remataron a quemarropa disparando directamente al cráneo.
Era nuestro primer encuentro con un zombie y ya habíamos gastado la mitad de nuestras municiones y una de las lanzas, y apenas llevabamos recorridos 300 metros. No íbamos por buen camino.

martes, 3 de noviembre de 2009

Domingo 16 de agosto. La escapada

La madrugada apuraba sus últimas sombras cuando el primer cóctel molotov dibujó un arco llameante y explotó contra el cristal de un coche abandonado en plena plaza Fuensanta. Le siguieron tres más, todos ellos arrojados desde la terraza de la primera planta de El Corte Inglés, sembrando el fuego alrededor de la explanada. Ahora sí, la luz se hizo en la plaza, y cientos de muertos vivientes aparecieron a los ojos de los lanzadores, desorientandos por las llamas y quizás hasta sorprendidos tras días sin ningún humano al que hincar el diente. Desde todos los extremos de la plaza, decenas de zombies más se unieron a la fiesta. Llegaban corriendo, esperando encontrarse un festín, pero fueron recibidos con granadas, petardos caseros y más cócteles incediarios. Yo lancé una de las botellas; prefería el calor de artefacto incendiario a la inquietante chispa de la mecha de los explosivos.
La plaza Fuensanta, situada frente a la puerta principal de la tienda, se llenó muy pronto de muertos. A mis ojos, se asemejaba a la perspectiva que debía tener una gran estrella de rock desde el escenario: miles de brazos en alto dirigiéndose hacia nosotros, entre explosiones, gritos y fuego. Sólo desentonaba la imponente figura de la Menina de Valdés, situada en el centro, similar a una enorme careta de Darth Vader.
Uno de los policías que mi grupo informó por walkie a la caravana de que habíamos iniciado la fiesta. Al otro lado de El Corte Inglés, en la zona de entrada de mercancías, el grupo que iba tratar de escapar en vehículos (formado por la mayor parte de los 'habitantes' de la tienda y todos los militares, motados en cuatro furgonetas y un transporte blindado), debía estar iniciando el plan de huida, que se resumía en abrir la puerta del almacén y salir disparados. Nosotros habíamos hecho de cebo para atraer hacia el otro lado de las galerías comerciales a la mayor parte de los muertos. Esperábamos que fuera suficiente.
Sin embargo, ellos no serían los únicos en intentar la huida de la tienda esa noche. Un pequeño comando, si se podía definir a sí a cinco civiles con apenas dos semanas de experiencia anti-zombie, tenía la intención de salir a pie de El Corte Inglés en dirección norte, hacia las galerías Princesa, situadas justo enfrente, cruzando la avenida de la Libertad, en el bajo de varias torres de viviendas. Y yo iría con ellos.
Si la táctica de los soldados iba a ser sorpresa y velocidad, la nuestra era silencio y cautela. Pensábamos que entre el estruendo que habíamos armado frente a la puerta principal y el caos de la escapada militar en la zona de mercancías, la salida por la puerta oeste de El Corte Inglés debía se tranquila. Existían sólo dos puntos para cruzar la avenida de la Libertad, debido a las obras del aparcamiento. Uno era la plaza Fuensanta, descartado por razones obvias, y el otro el paso un poco más adelante de la puerta oeste, en dirección a la plaza Díez de Revenga, cerca de donde se hundió el tanque el primer día de la epidemia, el lugar elegido.
Tras dos semanas en el paraíso, tocaba volver al infierno.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. Operación salida

El problema más viejo de Murcia, el mal que ha acompañado esta tierra desde que se tiene memoria, fue el acicate que necesitábamos para abandonar ese pequeño paraíso en el que nos habíamos refugiado: la falta de agua. La última planta de El Corte Inglés de plaza Fuensanta fue nuestro refugio y hogar durante dos semanas, el tiempo que había transcurrido desde la llegada de la epidemia a mi ciudad. Pero si la muerte acechaba fuera, dentro de la tienda nos esperaba una seca agonía. El corte en el suministro del agua corriente nos dejó a expensas de las pequeñas reservas en agua embotellada. Antes de parapetarnos en la cuarta planta, los militares tuvieron la prudencia de subir todo el agua que pudieron del supermercado, ubicado en la planta baja, pero estábamos acabando con ella. Era posible que hubiera más botellas en el almacén, pero llegar hasta allí y volver a subir suponía sólo prolongar el calvario, 80 personas consumían demasiados víveres al día. La solución pasaba por abandonar el lugar, ya fuera en busca de provisiones para volver o con el objetivo de encontrar otro refugio, optativas sobre las que no había acuerdo. Tras muchas discusiones se impuso la tesis de quien tenía las armas, ofreciendo los militares, eso sí, la alternativa de que se quedara quien quisiera. La caravana se dirigiría a la base de la que procedían nuestra unidad, la de Javalí Nuevo, al oeste de la ciudad.
El depósito de mercancías era el único lugar presumiblemente libre de zombies que disponía de vehículos y, por tanto, la mejor vía de escape. El garaje y el resto de la tienda, plagado de esas cosas, ya habían sido descartados; y el paso a otros edificios resultaba imposible dada la lejanía y la falta de material de escalada. Para llegar al almacén se colocó un sistema de cuerdas hasta la azotea de la primera planta. Una vez allí, se accedía a la zona de carga y stock por medio del sistema de refrigeración. Los militares realizaron una primera incursión para comprobar si el lugar estaba limpio de zombies y averiguar cuántos vehículos había. El resultado fue mejor de lo que esperábamos: cuatro furgonetas de reparto y la joya de la corona, un furgón blindado encargado del transporte de dinero y joyas. Además, ni un solo muerto viviente se había logrado colar.
Sin embargo, escapar del centro de Murcia a la carrera sobre cuatro ruedas no parecía sencillo. Literalmente estábamos en el peor sitio para realizar una salida rápida, dado que la Gran Vía y la avenida de la Constitución estaban colpasadas por cientos de coches abandonados el día del gran atasco y la avenida de la Libertad resultaba impracticable por las obras. Ésas eran las calles que daban a la dos fachadas principales de la tienda pero, en realidad, el almacén estaba justo en el lado contrario, a la espalda del centro comercial, una zona mucho más residencial, con vías más estrechas pero a través de las cuales parecía posible abrirse paso. Los obstáculos serían los coches atravesados en la carretera y cientos de zombies que seguían deambulando. Era necesario atraer la atención de esas cosas hacia la puerta principal de El Corte Inglés, por ejemplo, para despejar la parte trasera. Estaba claro también que quien se encargara de esta labor no podría formar parte de la caravana de escape, pues resultaba necesario mantener los juegos de artificio el mayor tiempo posible. Aquellos que se quedaran contarían con provisiones suficientes para resistir algún tiempo más, dado que entonces habría menos bocas para repartir; aunque tendrían que lidiar con el catastrófico estado de la cuarta planta, donde insectos y ratas comenzaban a vivir a sus anchas entre los cadáveres. En cualquier caso no había sitio para todos en los vehículos disponibles.
Llegó el momento de la gran decisión, ¿huir en busca de un destino mejor o quedarse en espera de tiempos mejores?