jueves, 12 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión

El garaje donde los padres de Marta guardaban su coche no estaba bajo su edificio sino dos manzanas más a norte, en una construcción que daba a la avenida Prima de Rivera. Durante años, seguramente, su familia se habría quejado de lo lejano de la plaza de aparcamiento, pero esa circunstancia resultaría fundamental ahora para intentar abandonar el centro de la ciudad. Y es que tratar de hacerlo por las calles que circundaban El Corte Inglés se había demostrado una misión imposible, incluso para una caravana militarizada como la que organizaron mis compañeros de encierro en el centro comercial. Primo de Rivera conectaba al este con la Plaza Circular, donde se situaba el campamento militar que observé la mañana del apocalipsis en Murcia, y desde allí se podía acceder a las avenidas Juan Carlos I o Juan de Borbón, que salían de la ciudad en dirección norte, hacia la casa de campo de mi familia.
Nunca he sabido mucho de coches así que cuando Marta me dijo el modelo que tenían sus padres, pensé que estaba de broma: un Porsche Cayenne. No dejaba de tener un halo de romanticismo dieciochesco lo de surcar las calles de una urbe destrozada y plagada de muertos vivientes con un deportivo descapotable, pensé, pero no resultaba lo más práctico. Sin embargo, el modelo no era lo que yo había imaginado, sino un enorme 4x4 que debía costar lo que yo había pagado por mi casa. Lo cargamos con los pocos víveres que nos quedaban, varias latas de comida (yo me había aficionado a los botes de mermelada Hero), dos botellas de agua mineral (no teníamos más y eso iba a resultar un gran problema) y armas (abundaban los modelos pero no la munición). Yo tenía un revólver, una escopeta de caza procedente precisamente de la armería de El Corte Inglés y una vara de hierro que había seleccionado cuidadosamente para que fuera ligera pero a la vez resistente, pues más de una vez había visto como las de madera se quebraban bajo el peso y el violento envite de los infectados. Marta gozaba de más experiencia que yo en la lucha en plena calle con zombies, tras haber realizado varias incursiones en busca de alimentos y medicinas, y era partidaria de correr antes que enfrentarse a esas cosas. A pesar de esto, tenía una pistola para la que había conseguido silenciador. Cargamos también con otras armas de mayor calibre únicamente porque teníamos espacio de sobra en el coche, ya que carecíamos de experiencia en su uso.
Llegamos al garaje de sus padres a través de las pasarelas que sus vecinos habían construido entre los edificios y comprobamos que el depósito tenía combustible suficiente para salir de Murcia. Desde la terraza observamos las posibles vías de escape. La plaza Circular conservaba vehículos militares pero, evidentemente, no había ni rastro de los soldados. La calzada estaba bloqueada pero atravesaríamos los parterres. Desde allí la ruta más segura, por lo amplio de la avenida, parecía Ronda de Levante hasta Juan de Borbón, pero no teníamos una perspectiva limpia de la calle, así que tendríamos que improvisar.
Una vez trazado el plan sólo quedaba ejecutarlo. Marta me dijo que condujera yo, pues no se atrevía a coger un coche tan grande. Mi experiencia con ese tamaño de vehículos se reducía al alquiler de una furgoneta hacía unos meses para cargar los muebles del IKEA. Otro obstáculo era la puerta del garaje, bloqueada por la falta de suministro eléctrico. Podíamos tratar de forzarla pero queríamos evitar cualquier ruido que atrajera la atención antes de nuestra salida, así que optamos por envestir la puerta con el todoterreno.
La mañana del 24 de agosto encendimos el motor y colocamos el coche frente a la rampa de salida. Marta, sentada en el asiento del copiloto, amartilló su arma y sin que la viera venir, me giró la cabeza y me plantó un beso en los labios.
- ¡Suerte!- me dijo, tras dejarme sin respiración.

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