lunes, 31 de agosto de 2009

Segunda semana, noche del miércoles II

A la tempestad no siguió la calma, como se suele decir, sino una tormenta aún mayor. Eran las dos de la madrugada y había tres cadáveres en los calabozos de la Jefatura Central de la Policía Nacional de Murcia. Dos de ellos estaban en la celda abierta, el del inspector José Marín y el del joven gitano, Joaquín. El otro, el del traficante argelino, Tarem, se encontraba en la estancia contigua a la mía, en la que aún seguían encerrados otros dos inmigrantes magrebíes.
El agente joven, todavía con la porra en la mano, estaba tirado junto al inspector, llorando, aunque no sabíamos si a causa de la muerte de su superior, por haber reventado el craneo de una persona o debido a ambas razones. El griterío alrededor del desmoronado policía era atronador, similar, supongo, al de una jaula de monos en la que se hubiera colado un tigre. En la celda de las prostitutas dos mujeres se habían desmayado, otra estaba llorando y el resto ladraba, como los argelinos de mi lado, que sin saber nada acerca de su incierto destino si se quedaban junto al cuerpo de su compatriota, algo parecían presentir si se observaba los golpes que propinaban a las rejas. El resto de reclusos, desde ladrones a sospechosos de homicidios (en esa categoría entraba yo), intentaba situar su voz por encima de la de los demás.

Bajo este concierto de gaitas era normal que el agente no escuchara mis advertencias. Repetí una y otra vez que debían sacar el cadáver del argelino desmembrado y meterlo junto a de los otros dos fallecidos en la celda del gitano. Así no habría riesgo de que al cobrar de nuevo vida, y estaba seguro de que eso ocurriría al menos en los casos del inmigrante y del inspector, infectaran a más presos. Pero el joven policía no atendía a los reclamos de nadie. La situación era desesperada y yo no hacía más que pensar en la extraña concatenación de circunstancias que me había llevado allí; desde la contratación del técnico del aire a la llamada de su mujer.

Apenas cinco minutos después de que el inspector Marín falleciera, sus extremidades comenzaron a pegar sacudidas. A los diez levantó la cabeza, que se erguía sobre un cuello desgajado. Desde mi celda no se podía precisar bien, pero un líquido negruzco y espeso surgía de su garganta, mientras se levantaba. Su compañero al fin reaccionó, pero no del modo correcto.
- Inspector, ¡está vivo!- exclamó acercándose a abrazarlo.
El cadáver del veterano policía ni siquiera esperó a que lo rodeara con los brazos. Lanzó una fiera dentellada a la mano izquierda del incauto joven, seccionándole al instante un trozo de carne. Éste se apartó con un alarido y al fin pudo oír los gritos que llegaban de las celdas.
- ¡Dispara! ¡Cárgate a ese cabrón! ¡Es un puto zombie!
El inspector se tragó el pellejo recién conseguido, que aún colgaba de su boca, y dio un paso hacia él. Éste retrocedió y sacó su arma, pero la debía coger con una sola mano y no parecía el tirador más diestro del Cuerpo Nacional de Policía. Además, el zombie rugía, alentado quizás por nuestros gritos, apabullando aún más a su víctima. El agente erró su primer tiro. Debía estar a menos de dos metros del inspector pero falló. El segundo le dio en algún lugar de las piernas, según me pareció, aunque no sirvió para nada, pues el cadáver continuaba andando. El policía se estaba quedando sin escapatoria, y al notar la puerta de las escaleras a su espalda inició una balacera contra el cuerpo de su adversario, que sin embargo, sólo se refrenó un poco. Angustia e incredulidad se mezclaban en el rostro del joven.
- ¡Tírale a la cabeza!- gritamos varios presos al unísono.
El policía levantó su pistola y colocó el cañón prácticamente tocando el cráneo del zombie. Pulsó el percutor y un débil crujido fue lo único que escapó del arma. Se había quedado sin balas. El inspector abrió la boca y le pegó un bocado tremendo en la cara, llevándose la nariz por delante.

La escena que vino después fue lo más triste y asqueroso que había visto en mi vida. El joven policía, con media cara levantada, intentó huir del zombie, desplazándose por la pequeña sala del calabozo. Estaba desorientado, quién sabe si podía ver, y soltaba sangre hacia todas partes. El inspector lo seguía, sin embargo, con toda la agilidad del mundo, dando mordiscos cuando lo alcanzaba y deteniéndose sólo unos segundos a comer. Cuando el agente no pudo más, cayó al suelo y, aún vivo, tuvo que soportar el sufrimiento de la voraz mandíbula del inspector engullendo su estómago.

domingo, 30 de agosto de 2009

Segunda semana, noche del miércoles

Al anochecer, como había previsto el desquiciado Joaquín, detenido dos celdas a mi izquierda, el diablo llegó a los calabozos. Nada grave hubiera ocurrido si la comisaría hubiera contado con su dotación de agentes habitual, pero ésa no era una noche normal. A las ocho de la tarde el vigilante llegó con la cena y nos anunció que tenía que subir a la planta principal. Advirtió que no armáramos lío y se marchó.
Para entonces los delirios del joven gitano se habían convertido en sollozos y gemidos. Permaneció arrinconado junto a su camastro y, si eso se puede tomar como un signo de valentía, no recuerdo que pidiera ayuda ni una sola vez. Debían ser las once de la noche cuando Tarem, un argelino detenido por tráfico de drogas, empezó a preguntarle qué le pasaba. Tarem estaba inmediatamente a mi izquierda, en la celda contigua a la de Joaquín, junto a otros dos compatriotas que acababan de llegar y no conocía.
- ¡Agente! ¡Agente! ¡Este chico está mal, no se mueve!- gritó el argelino en dirección a la puerta que daba paso a las escaleras.
De arriba llegaba el continuo sonido de las sirenas, pero no hubo respuesta. Desde mi celda no podía ver gran cosa, ya que los tres emigrantes estaba pegados a los barrotes mirando al gitano. Las peticiones de ayuda chocaron además con las quejas del resto de presos, que ya estaban tumbados en sus camas y reclamaban silencio. Así siguió la cosa hasta que los argelinos comenzaron a excitarse de nuevo.
- ¡Eh chico! ¡Amigo! ¿Cómo estás?- dijo uno.
- ¡Oh vaya cara! Drogas, je, mala cosa- comentó otro.
Yo me había recostado pero no conseguía conciliar el sueño. Al escuchar el diálogo de la celda vecina me puse en alerta. Me levanté y miré a mi izquierda. Joaquín parecía estar levantándose, aunque los cuerpos de los tres argelinos ocupaban mi campo de visión.
- Oh, vomita, ¡qué asco!- maldijo uno de ellos y soltó una algarada de insultos en árabe.
Escuché el líquido estrellarse contra el suelo y una serie de profundos tosidos. Entonces percibí un sonido familiar que me heló la sangre. Era un rugido.
- ¡Eh cabrón! ¡Suéltame!- exclamó Tarem.
Ahora sí lo pude ver claramente. El joven gitano se había avalanzado sobre las rejas en las que estaban situados los argelinos y agarraba el brazo de Tarem. Sus compañeros de celda habían retrocedido asustados y ahora miraban la escena.
- ¡Que no te muerda! ¡Saca de ahí el brazo!- grité.
Pero era demasiado tarde. Joaquín clavó sus dientes en el antebrazo del árabe y éste lanzó un grito ensordecedor. Los otros dos argelinos reaccionaron y se pusieron a tirar de Tarem hacia ellos.
- ¡Suelta loco cabrón! ¡Suelta!
La fuerza de tres hombres debería haber bastado para liberar al preso, pero Joaquín parecía tener bien hundida la mandíbula en la carne del argelino porque al minuto de la trifulca, con patadas incluidas dirigidas al cuerpo del gitano, los tres emigrantes se fueron al suelo y el gitano se quedó con el brazo.
- ¡Joder!- soltó una de las prostitutas situadas en la celda de al lado.
La sangre salía a chorros del muñón que había quedado en el cuerpo de Tarem, que había caído en el centro de la celda. Sus compañeros trataban de tapar la hemorragia con una sábana pero no lo conseguían. Ahora sí, todas las celdas eran un clamor que reclamaba ayuda de la Policía. Excepto el joven gitano, que había vuelto a su rincón y devoraba allí tranquilamente el brazo del argelino.
El barullo llegó al fin a la planta de arriba y un agente con cara de pardillo se asomó entreabriendo la puerta.
- ¿Qué mierda pa...?- dejó la frase a medias al observar la escena de la celda de los argelinos y regresó escaleras arriba gritando "motín".
Al poco volvió con dos agentes más, otro joven y uno mayor, el inspector José Marín, equipados con porras.
- ¡Silencio!- mandó el veterano a todos los presos, golpeando la mesa del vigilante con su porra- ¡Callaos la boca de una vez y apartaros de las rejas!
Se dirigieron a la celda de los argelinos y vieron a Tarem echado en el suelo, dando sus últimas bocanadas de aire.
- Avisa a un médico- le dijo a uno de los policías.
Una vez se marchó, y todavía sin abrir la reja, preguntó a los compañeros de celda qué había pasado.
- Ha sido ése loco- le explicaron, señalando a Joaquín.
- Dios bendito- reaccionó el inspector al ver al gitano masticar la carne desgajada del brazo de Tarem. De inmediato se lanzó hacia su celda y comenzó a golpear los barrotes exigiéndole que lo soltara.
El policía joven que seguía en los calabozos no pudo reprimir las arcadas y se puso a vomitar.
Su superior se dio la vuelta y le pidió las llaves de la celda de Joaquín.
- ¡Ábreme esta puerta que se va enterar!- bramaba.
En realidad la puerta se abría mediante un cerrojo mecánico que se operaba desde la mesa del vigilante. El policía fue hasta allí y le dio al botón. Con un chirrido metálico la puerta se abrió.
- No entre ahí, le va a morder- le advertí, pero Marín no tenía oídos para nadie.
Se abalanzó sobre Joaquín y empezó a pegarle una paliza con la porra, gritándole que soltara el brazo. El gitano recibió más de veinte golpes por todo el cuerpo, hasta que el agente se cansó y, apenas se apoyó en la pared para recuperar el aliento, se lanzó a su cuello con una mirada asesina. Los dos cayeron al suelo y pese a los porrazos que el gitano recibía en la cabeza, nada lo hacía soltar el gaznate del agente. Su compañero reaccionó y fue a hasta la celda, prosiguiendo la mansalva de palos sobre la cabeza de Joaquín hasta que ésta, literalmente, se quebró. El gitano quedó echado sobre cuerpo del inspector herido que ya no se pudo levantar, pues tenía la garganta abierta.

Segunda semana, miércoles

La noche fue relativamente tranquila en los calabozos de la Jefatura de Policía de Murcia. A instancias del delegado del Gobierno, me dejaron una celda individual, aunque tan húmeda y calurosa como el resto. No es que tuviera un descanso placentero pero, dadas las circunstancias, no me podía quejar. Sobre las dos de la madrugada entraron varios ladrones y un toxicómano, y desde entonces apenas pasó nada. Sin embargo, por la mañana, corrió el rumor entre las celdas de que se había perdido el contacto con una patrulla y media comisaría se lanzó a la calle en su busca.
- Tu amigo Blas no aparece- me dijo el inspector Marín al comenzar su turno, al otro lado de los barrotes y con un apetitoso café en la mano- Supongo que estás de suerte. Pero el espectáculo de la terraza ya no te lo quita nadie.
- ¿Os han dicho desde arriba lo que estáis buscando o también os mienten a vosotros?- le pregunté.
El inspector, que estaba un poco rechoncho, me observó con gesto serio unos segundos y después se puso a reír.
- Claro imbécil, tenemos instrucciones muy precisas, buscamos un hombre de tres metros con dientes afilados y una capa detrás.
Y siguió tronchándose mientras se alejaba hacia la planta de arriba.
Más tarde pude hablar con mis padres y el abogado. Me dijeron que la investigación iba lenta porque Sanidad había reclamado los cadáveres para hacer las autopsias en unas instalaciones especiales. Lo normal, pensé, si seguían el protocolo del que me había hablado la mujer de Marcos el día anterior, era que me llevaran también a mí. Aunque claro, eso dependía de la información que hubiera proporcionado la Delegación del Gobierno y, con la cumbre en marcha en Madrid, supuse que no tendrían mucha prisa por colaborar.
Pregunté por novedades del exterior y me confirmaron lo que había escuchado de boca del delegado, que la infección seguía su curso, ahora también por Europa. En este momento todos miraban a España, pues se esperaba que los líderes mundiales adoptaran un plan internacional que frenara la crisis. Por contra, los responsables sanitarios tenían muy poca información sobre la naturaleza del Virus R, que apenas llevaba díez días entre nosotros, y las insvestigaciones más avanzadas, las que se iniciaron en Estados Unidos, parecían haberse paralizado ante nuevos brotes en la costa este, la única zona que había permanecido a salvo en todo el país.
La verdad es que en ese momento imaginé que todo estaba perdido y que la infección se extendería por España, como estaba ocurriendo ya con medio mundo. Así que les dije a mis padres que buscaran un lugar seguro y aislado y se prepararan para lo peor. Mi madre, que se había pasado la mayor parte de la entrevista llorando, como el día anterior, me dijo que no tenían intención de dejarme allí solo, y nada pude hacer por convencerles.

La visita no duró mucho y en todo momento estuvo vigilada por un agente, para que no se me ocurriera dar alguna instrucción acerca del cuerpo de Blas. El resto del día, lo pasé aislado, como si la Policía hubiera perdido ya el interés en mi testimonio, aunque no fue un día tan tranquilo como anterior. Cada vez eran más abundantes los gritos de alarma en el piso de arriba y el sonido de las sirenas alejándose de la Jefatura. Por la tarde, el agente que estaba vigilando la zona de calabozos fue llamado por el comisario, según nos contó después, para colaborar en la apertura y el reparto de armas del almacén. Se trataba de armamento de gran calibre que los agentes sólo utilizaban cuando intervenían en operaciones contra bandas organizadas o en los dispositivos de seguridad de importantes visitas a la ciudad. Eran escopetas, subfusiles e incluso pequeñas ametralladoras. Nuestro guardia, según reconoció, no había usado nunca ninguna.

El ambiente en los calabozos iba caldeándose según avanzaban las horas. Allí abajo había delincuentes de todas las categorías, así como algunas prostitutas, y no paraban de preguntar acerca de lo que ocurría y dar la tabarra al vigilante. Pero la situación llegó al cénit cuando, ya al anochecer, dos agentes equipados con chaleco, coderas y rodilleras llegaron a las celdas cargando con un joven gitano. Todos ellos estaban recubiertos de sangre y el detenido, de nombre Joaquín, gritaba como un poseso que el demonio andaba suelto. Mantuvo este alocado discurso durante toda la noche, sin que hiciera caso a las advertencias de los policías ni a las preguntas de los presos curiosos.
A mí la celda cada vez me parecía más pequeña.

sábado, 29 de agosto de 2009

Segunda semana, martes

Las cosas no salieron como esperaba, aunque debía haberlo previsto. El martes por la noche cambié la calurosa habitación de mi apartamento y la inhóspita morada de mis abuelos por un catre húmedo y oscuro, los calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Murcia. La razón: estaba acusado de dos homicidios, el de Marcos y de Fini. ¿Y qué paso con Blas? Lo descubrí durante el interrogatorio, ya en la comisaría.
- Mira joven, pensarás que la estúpida historia que me estás contando es original- me dijo el capitán Luis Alfonso Rodríguez, un hombre ya entrado en años, que llevaba la camisa fuera del pantalón y se rascaba incesantemente su barriga a través de los botones de la prenda- pero estoy acostumbrado a los piraos como tú. Primero se inventan lo primero que se les ocurre para que se los tome por locos y al final, chaval eso tenlo muy claro, al final se desmoronan y largan toda la verdad.

Era ya la tercera vez que hablaba con el mismo Policía, con otros tantos pasos por la celda, a la que había sido defenestrado desde mi primer destino, un banco de madera en la zona de inspectores de la Jefatura, al acabar el primer interrogatorio. La clave, el tercer cuerpo.
- Mira, no digo que sea normal pero es la verdad. Marcos y Fini atacaron a Blas y después fueron a por mí- finalicé mi primer relato de los hechos ante la mirada del capitán Rodríguez y del inspector José Marín, unas horas antes al llegar a comisaría.
El inspector dio un golpe sobre la mesa que me dejó mudo y me miró fijamente.
- No te inventes gilipolleces que va a ser peor para ti. Acaban de decirme que en la terraza de tu edificio sólo hay dos cuerpos, el de un hombre con mono de trabajo y el de una mujer seccionada desde la cintura, tú me explicarás lo que has hecho con las piernas- aquí hizo una pausa y se acercó más a mí- Así que no te jodas más la vida añadiendo una tercera víctima que no existe para liarnos.
- ¿Cómo que no está Blas? ¿Vi como lo mataban (eso no era realmente cierto, había huido) y quedaba tirado en el segundo bloque (eso sí)? ¿No está en la terraza?- pregunté asustado.
- No atontao, eso te he dicho. Borra a Blas de tu lista de monstruos 'zombis' y déjate de gilipolleces de una vez- respondió el inspector.
Me quedé unos instantes dándole vueltas a la cabeza.
- Pero eso significa que se ha levantado y anda por ahí atacando a la gente...
El cabreado inspector Marín golpeó de nuevo la mesa y me advirtió que me callara. Después salió del despacho. Media hora más tarde volvió y me cogió del cuello de la camisa, levantándome de la silla.
- Mira mamón, hemos confirmado que Blas, el portero de tu edificio, ha desaparecido. Seguramente te lo has cargado también en tu fiestecita sangrienta y no te voy a decir que tu condena se vaya a reducir por decirnos dónde coño está, pero te aseguro que te bajo ahora mismo al calabozo si no empiezas a hablar.
Mi explicación sobre la naturaleza violenta de los zombies y el Virus R no debía haberle gustado pues ya anochecía y todo apuntaba a que pasaría la noche entre rejas.

A mediodía había conseguido hablar por teléfono con mis padres y les dije lo que me había pasado. Vinieron desde la playa con un abogado amigo de la familia que no logró sacarme de allí, aunque me dijo que la falta de causa para el asesinato y la ausencia de antecedentes harían posible una salida bajo fianza cuando terminara la investigación. Hablar con mis padres y notar que a pesar de su apoyo, no creían lo que les estaba contando, fue frustrante.

Pero lo realmente desalentador fue lo que ocurrió por la tarde, tras un día entero de interrogatorios. Tuve la visita de un político al que conocía por mi trabajo, el máximo responsable en la Región de Murcia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, el delegado del Gobierno, Martínez Andújar. Resultó muy raro verlo en ese escenario, del que yo, lamentablemente, ya formaba parte. Vestido de traje gris y corbata roja, tuvo el gesto de cortesía de pedir que abrieran la celda y sentarse frente a mí en un taburete que le trajeron.
- ¡Pedro!- me dio la mano- ¿qué ha pasado?
Andújar, como se le conocía en los medios, tenía gracias a su cargo institucional contacto directo con el Gobierno central en Madrid y era la persona adecuada para alertar a las autoridades de que el virus había llegado a Murcia. Le conté con todo lujo de detalles lo ocurrido, así como mis teorías acerca de los efectos de la infección en las personas y la necesidad de dar la voz de alarma. El delegado del Gobierno me escuchó atentamente mientras estuve hablando. Después pidió que me trajeran un vaso de agua y que se alejaran de la celda, para charlar a solas conmigo.
- Escúchame atentamente Pedro y te irá mejor. No voy a decirte que esto que te voy a contar es confidencial porque nadie te va a creer de todas formas... ya has podido comprobarlo. Puede que tengas razón y puede que no, ¿quién sabe? Pero debes tener altura de miras y comprender la situación en la que se encuentra nuestro país.
Andújar hablaba tranquilamente, en voz baja pero clara.
- Sabrás que mañana miércoles Madrid acoge la conferencia europea para hacer frente a la crisis. Al final tendrá carácter internacional porque acudirán representantes de todas las potencias, incluidos los Estados Unidos, que han aceptado en el último momento participar. Y España ha conseguido este gran honor, ser el centro del mundo en este momento, gracias al impulso de nuestro presidente Zapatero y al duro trabajo del Gobierno. La infección ya ha llegado a Europa, se están dando casos desde ayer en Francia, Inglaterra, Alemania, Italia... Y mientras tanto España permanece limpia, un ejemplo de eficacia sanitaria. Por eso Madrid celebra la cumbre, porque somos el camino a seguir.

El delegado hizo una pausa y me miró, esperando mi reacción. Yo había comprendido ya el mensaje y razonado que nada de lo que hiciera entonces me serviría, así que esperé a que terminara.
- Entenderás pues que tu historia no nos viene nada bien en este momento. Mañana vendrán los presidentes de medio mundo, habrá reuniones, decisiones, fotos y discursos, y al día siguiente, cuando todo haya pasado, volveremos a tratar tu asunto. No hay razón para que esto no termine bien si dejas de contar historias. Bastante difícil ha sido ocultar la escenita de la terraza. Si colaboras y olvidas todo lo que te he dicho el miércoles será otro día. ¿De acuerdo?
Andújar se despidió de mí y solicitó a los agentes que me dieran bien de cenar. "Hay que cuidarlo, es periodista", dijo sonriéndome.

jueves, 27 de agosto de 2009

Segunda semana, la terraza IV

Decir que no tenía salida no era del todo correcto. A mi derecha e izquierda, con sólo subir al alféizar, estaba el vacío, que cada vez se me antojaba más atractivo. Las únicas escapatorias que no implicaban estrellarse contra el suelo en una caída de unos 30 metros estaba bloqueadas por Marcos a un lado y Fini, al otro. El primero parecía haberse recuperado de la inserción de las llaves en su ojo. Habían caído, no sé donde, y ahora un tejido sanguinolento le colgaba de la cavidad derecha. Su ojo izquierdo, el único que le quedaba, estaba fijo en mí. El torso animado de la mujer de la limpieza, por su parte, se arrastraba lentamente agarrándose a las baldosillas con las manos. Y aunque yo no sabía si ese engendro era capaza de volver a saltar como cuando se enganchó al cuello de Blas, era con toda seguridad mi rival más débil.

Di la espalda al técnico de aire acondicionado y golpeé con todas mis fuerzas la cabeza de Fini, que en ese momento abría la boca con una mirada ansiosa. La mujer por poco me agarra la pierna con un rápido movimiento de brazos, pero la patada la tiró contra la pared, a mi izquierda, y me dejó vía libre. Inicié entonces una loca carrera hacia el segundo bloque, donde permanecía el cadáver de Blas y probé la puerta, igualmente cerrada. Apenas tuve tiempo para quejarme porque Marcos se me echaba encima. La carrera siguió alrededor de la caseta del segundo bloque, bajo los aparatos de aire, rodeándola como si de un juego se tratara. Sin embargo Marcos cada vez corría más rápido y yo, en cambio, comenzaba a cansarme de verdad. Tenía que hacer algo o no tardaría en alcanzarme. La solución la vi en forma de cable. Uno de los aparatos parecía estar a medio conectar y tenía varios filamentos colgando a mi altura. El problema era que si los agarraba y empezaba a subir trepando con tan poca distancia entre Marcos y yo, él me agarraría sin remedio. Pero, ¿había otro camino? En cualquier caso no tenía tiempo para pensar así que elegí una de las vueltas y con las pocas fuerzas que me quedaban pegué un brinco y me agarré a los cables todo lo alto que pude. Por fortuna Marcos, quizás azorado por la inercia del continuo tiovivo alrededor de la caseta, pasó de largo al principio, y sólo cuando yo ya había logrado enganchar un tubo metálico a la altura de los aparatos de aire, paró, se dio la vuelta y se abalanzó sobre mis piernas, que aún colgaban.

Su empujón me lanzó hacia arriba y aterricé sobre una de las máquinas, que con mi impulso se soltó de sus raíles. El golpe, primero en la cabeza y después en el costado, me dejó sin respiración, y con un dolor que, unido a los batacazos anteriores, no me permitía siquiera comprobar si estaba fuera de peligro. Cuando al fin recuperé el aliento me asomé y vi que Marcos se encontraba bajo la caseta, mirándome con furia y tratando de agarrar los cables para subir. Sin embargo, algo no debía funcionar bien en su cabeza porque los tocaba pero no lograba cerrar la mano sobre ellos.

Aproveché para sentarme, descansar un rato y tratar de pensar en una forma de salir de allí. Lo único que impidió que me volviera loco durante los minutos que estuve sobre la caseta de máquinas fue que buscaba una salida. Ese instinto me había hecho dejar a su suerte a Blas cuando necesitaba mi ayuda y ahora impedía que pensara en otra cosa que no fuera seguir viviendo. Sin embargo, una idea dejaba de palpitar en mi mente. Mi teoría tenía todos los visos de haberse confirmado. De hecho parecía encontrarse a unos metros abajo intentando acabar conmigo. No sabía qué le había ocurrido a Marcos. Me atacaba como un poseso y apenas había reaccionado al reventón de su ojo. Esto sólo demostraba que se le había ido la cabeza. En cambio, la mujer de la limpieza no daba lugar a dudas. Se había quedado sin piernas quién sabe cuando, su sangre estaba esparcida por toda la terraza y a pesar de todo seguía moviéndose e intentando matar a cualquiera que se encontrara. No tenía ninguna duda de que ella sí era un zombie y el hecho de que no se enfrentara a Marcos indicaba que él también debía serlo, pues uno tenía que haber contagiado al otro. Suponía que todo estaba relacionado con el incidente de Barajas.

De cualquier forma, de nada servía lo que razonara, pues mi objetivo debía ser salir de allí como fuera. Entonces recordé que tenía un móvil, con el que había llamado a Marcos unos minutos antes. Al sacármelo del bolsillo descubrí horrorizado que se había partido como un puzzle. Impotente y realmente cabreado me levanté y se lo lancé a Marcos a la cabeza. El impacto no le hizo inmutarse, pero eso me dio una idea. Junto a mí había al menos una decena de aparatos bastante pesados. Aplastaría la cabeza de ese loco antes de darme por derrotado. Al intentar levantar el primero, sobre el que había aterrizado, me di cuenta de que pesaba realmente mucho. Sólo pude arrastrarlo y después hacerlo volcar sobre el bordillo de la caseta. Ni siquiera me preocupé de si Marcos estaba debajo y la máquina cayó a un metro a su derecha. Fui a por el siguiente, buscando ahora el más ligero. A base de patadas le solté los enganches del suelo y, éste sí, pude levantarlo unos centímetros.
- Marcos, pedazo de cabrón, ven aquí- mascullé, pues el esfuerzo apenas me permitía resoplar.
El técnico se situó debajo de mí y comenzó a saltar para tratar de alcanzarme. Cuando ya no podía más solté el aparato, que reventó contra la cabeza de Marcos. El hombre se fue al suelo con la cabeza abierta. Una vez recuperé las fuerzas repetí la estrategia con Fini.

Después me acerqué a Blas. Estaba tirado boca arriba, con la cara desfigurada por los mordiscos de Fini y Marcos. Un charco de sangre se extendía desde su cuello hacia uno de los sumideros. Busqué sus llaves en los bolsillos, temiendo que en cualquier momento se incorporara y saltara sobre mí. Sin embargo no lo hizo, así que las cogí y salí disparado a llamar a la Policía.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Segunda semana, la terraza III

Giró la cabeza muy lentamente, cómo si le costara, hasta que ya no pudo volverse más. En ese momento sólo acertaba ver la mitad izquierda de su rostro. La cara de Marcos estaba pálida, incluso blanquecina. Con un paso igualmente ralentizado comenzó a darse la vuelta, girando sobre sí mismo y sin abandonar su posición. Entonces nos miró fijamente y perdí el poco valor que me podía quedar. Un marco de sangre ennegrecida flanqueaba sus labios, desde la nariz a la barbilla. Sus ojos parecían haber perdido todo color, pero en un segundo se inyectaron en sangre, mientras nos observaba. El mono de trabajo lucía también una gran mancha negruzca en el pecho y las rodillas. Pero lo peor de todo era su silencio. Nos miraba de frente y movía los labios lentamente, pero no decía nada.
Blas y yo actuamos casi al unísono y dimos otro paso atrás. Sin embargo tropecé con algo y tras intentar apoyarme con el pie contrario y agarrar una manivela imaginaria en el aire me caí de espaldas.
- ¿Fini?- preguntó el portero antes de que pudiera incorporarme.
Al levantar la vista descubrí que había tropezado con una mujer, o lo que quedaba de ella. Estaba boca arriba, en medio del pasillo por el que había llegado, y era literalmente un torso con brazos y cabeza. Unos pequeños muñones señalaban el lugar donde algún día hubo piernas. Llevaba un delantal gris sobre una camiseta verde, ambas prendas igualmente cubiertas de sangre.
- Joder, es la chica que limpia en el ático del doctor Luis- se lamentó Blas agachándose para verla mejor.
Un temblor que sacudía mis huesos me recorría el cuerpo desde que vi al técnico del aire acondicionado plantado ante el alféizar, pero sólo cuando intenté levantarme si éxito me di cuenta. Ni los brazos ni las piernas parecían lo suficientemente fuertes para mantenerme. No sé cómo en ese momento de tensión pude conectar las neuronas suficientes para preguntarme qué hacía allí en medio el cadáver de Fini si nosotros habíamos pasado por ese pasillo sólo un minuto antes sin verla.
La mujer de la limpieza respondió a mi pregunta con un movimiento rápido. Abrió la boca, se impulsó con las manos y se enganchó al cuello de Blas, que la recibió con sorpresa. Fini estaba viva, podía moverse y demostró también que podía morder con fuerza. Clavó sus dientes en la nuca del portero. Éste gritó y, ahora así, intentó quitársela de encima.
Justo en ese instante Marcos inició una carrera fulminante, emitió un rugido seco y se abalanzó sobre Blas, echándo a los dos contrincantes al suelo.
- ¡Dios!- grité fuera de mí.
Pese al temblor logré incorporarme y salí corriendo sin preocuparme del portero ni de sus gritos de auxilio. No digo que no fuera un comportamiento cobarde, sino que no era yo quien corría sino un antiguo instinto de supervivencia que afloró de repente en mí. Recorrí de vuelta el pasillo, giré al llegar al primer bloque resbalando levemente en la sangre, aunque conseguí mantenerme en pie, y tiré del pomo de la puerta metálica. Sin embargo, estaba cerrada. El mismo impulso que me había sacado de la situación de peligro inició una rabiosa pataleta sobre la puerta, con tal fuerza que casi me destrozo los pies. Los alaridos de Blas llegaban desde el otro lado de la terraza y yo sólo me rasgaba los dedos arañando los resquicios de una salida que se resistía a ceder.
No me calmé lo suficiente para darme cuenta de que tenía las llaves en mi pantalón. En su lugar, las noté clavándose en el muslo en una de las envestidas contra la puerta. Metí la mano en el bolsillo, palpé el llavero de cuero y al sacarlas descubrí que los gritos de Blas habían cesado. Me di la vuelta y allí estaba, como no podía ser de otra forma, Marcos, a menos de dos metros de mí, enseñándome violentamente los dientes de los que escapaban chorretones de sangre. Gruñía como si fuera un perro rabioso y su mirada me mantenía petrificado. Ignoré que tenía a Marcos tan cerca no había tiempo para abrir la cerradura y comencé a pasear mis dedos por las llaves, buscando la cabeza cuadrada indicada para abrir la terraza comunal. Mi oponente reaccionó ante el movimiento y saltó sobre mí, de una forma tan brusca que sólo pude protegerme con los brazos y recibir su ataque. Me aplastó contra la puerta y sentí como la manivela se clavaba en mi costado. Él se apartó rápidamente soltando un rugido aún mayor que el anterior, aunque ya no me miraba, sino que se movía a tientas. Al girar la cabeza acerté a ver que tenía mis llaves clavadas en su ojo derecho. El metal de aquéllas que no se encontraban alojadas en la cavidad ocular colgaba sobre su mejilla.
Sin embargo, la pausa no duró mucho. Volvió a lanzarse sobre mí, pero esta vez sí que pude apartarme y salí corriendo de vuelta a lugar donde habían atacado a Blas. Al enfrentarme de nuevo al pasillo que llevaba al segundo bloque me encontré lo que quedaba de Fini sobre el cadáver de Blas, royéndole la nariz. Traté de frenar espantado pero la sangre que había en el suelo me hizo resbalar y me desplomé otra vez. La mujer de la limpieza me percibió y abandonó a su presa, arrastrándose con su brazos hacia mí. La espalda me dolía por el último golpe y no pude sino pegarle una patada en la cabeza, mientras trataba de levantarme. Al hacerlo, escuché el rugido de Marcos a mi espalda. Se acercaba corriendo a torpes zancadas y con los brazos hacia delante, como si no tuviera claro hacia dónde iba. Al verme en el centro del pasillo, con Fini bloqueándome el paso desde el suelo, paró y me echó una ojeada final. Estaba atrapado.

Segunda semana, la terraza II

Blas, el portero, se me adelantó en el último momento, ya en el pasillo final antes de llegar a la terraza, y metió su llave en el cerrojo de la puerta metálica. Lo hizo dando una larga zancada, impulsándose con su pierna mala y ofreciéndome su hombro como muestra de triunfo. Estaba molesto por lo que consideraba la intromisión de un vecino en sus sagrados dominios. Y además ese vecino le había contado una historia ridícula.
- ¿Cómo va a pasar un hombre cinco días en la terraza sin que nadie se entere?- criticaba.
Le dio una vuelta a la llave y después golpeó la puerta, para seguidamente intentar darle otra vuelta y finalmente pegarle una patada. Se abrió suavemente, con un rugido metálico, y Blas dijo sin mirarme:
- Está abierta la condenada, otra vez se han olvidado de cerrarla.
El portero franqueó la entrada y echó un vistazo, mientras yo le seguía. Frente a nosotros había un muro que parecía abrirse a la derecha hacia otra parte de la terraza.
- ¡Marcos!- grité.
- ¿Cómo que Marcos? Aquí no hay nadie- respondió Blas.
Avancé por el pasillo descubierto, que nos llevaba a otra zona con dos alturas por encima, una de ellas llena de aparatos de aire acondicionado y la superior coronada por una antena de telefonía móvil. Pensé que ése era el mejor lugar para encontrar al técnico y, efectivamente, a los pies del bloque de las máquinas había un maletín de herramientas y tras la esquina asomaba una consola, tirada en el suelo, similar a las que ya había colocadas arriba.
- Marcos- dije ahora más suavemente, como temiendo encontrarlo espachurrado al girar.
Sin embargo allí no había nadie.
- Pero ¡qué demonios!- exclamó Blas a mi espalda.
Entonces levanté la vista del aparato y me encontré dos enormes manchurrones negruzcos, aunque con ciertos tonos rojos, sobre la pared. Eran rastros que iban desde arriba al suelo y se perdían tras otro de los bloques de aparatos de aire.
- ¿Marcos?- repetí en esa dirección, aunque esta vez lo hice incluso más bajo que la anterior, perdiendo la llamada toda su eficacia- ¿No deberíamos llamar a alguien?- propuse después a Blas.
En cambio, él seguía observando los manchurrones, que para mí eran obviamente de sangre pero en los que el portero sólo parecía ver horas de duro trabajo.
- Marcos- mascullé el nombre del técnico y únicamente yo me escuché.
Blas se había acercado a la pared y rascaba con las llaves una parte especialmente espesa de la mancha, evaluando los daños para las arcas de la comunidad de vecinos. Estaba claro que el portero no me iba a ayudar lo más mínimo y algo dentro de mí (más bien todo) me decía que no era bueno seguir un rastro sangriento en una terraza solitaria.
Saqué el teléfono móvil del bolsillo y busqué el número de Marcos. Lo marqué deseando que no sonara, como método de prueba, a mi parecer definitivo, de que no se encontraba tras el segundo bloque de máquinas, donde se extinguía la vereda negruzca. Sonaron tres tonos en mi teléfono y cuando estaba a punto de pulsar el botón de cortar llamada oí un zumbido a lo lejos acompañado del sonido de unos tambores. La sintonía se hizo poco a poco más fuerte y reconocí la voz de Macaco, cantando su popular Moving.
- ¿Qué es eso?- preguntó Blas, que por fin había dejado la mancha y miraba, como yo, hacia el lugar del que parecía proceder la música.
- La canción de un móvil, creo- respondí.
- ¿Está allí?
- Creo que sí.
El portero no tenía dos toneladas de terror en sus pies y pudo emprender la marcha hacia la dichosa canción, desapareciendo de mi vista tras el bloque. Durante unos instantes, que se me antojaron muy largos, no escuché nada, pero entonces surgió la voz de Blas.
- ¡Oye tú! ¡Oye!- repetía.
Seguía al portero intentando no pisar el rastro de sangre y sobrepasé el muro. Blas estaba al final de otro pasillo descubierto y una figura se encontraba unos tres metros por delante de él, de espaldas y como asomado al final de la terraza, aparentemente mirando la calle, diez pisos más abajo. Fui hasta Blas y le pregunté:
- ¿Es Marcos?
- ¿Cómo demonios voy a saberlo? No lo conozco.
Al menos lo parecía desde detrás. Tenía el mono de trabajo puesto y su característico pelo grasiento. Los brazos le colgaban como inertes, apoyados a medias en la barandilla de la terraza y en las mangas había más manchas negruzcas, aunque el rastro se había perdido y no llegaba hasta él.
- ¿Marcos?- pregunté.
Como respuesta sólo obtuve el estribillo de Macaco, que seguía sonando mientras Blas y yo contemplábamos la escena.
- ¡¡¡Marcos!!!- exclamé después y me llevé la mano a la boca sorprendido de la fuerza de mi voz.
De repente, su cabeza, que hasta entonces había estado inclinada hacia abajo, se enderezó lentamente y comenzó a girar hacia nosotros.
No sé si Blas estaba tan asustado como yo, pero ambos dimos un paso hacia atrás.

martes, 25 de agosto de 2009

Segunda semana, la terraza

El martes terminó con todas mis dudas, lamentablemente. La jornada comenzó bien, con una llamada a Argentina en la que mi hermana me dijo que ella y sus compañeros de viaje habían sido invitados por una amiga española que trabajaba allí a una casa de montaña, en una estación de esquí venida a menos que haría las veces de refugio si la situación de complicaba por esos lares.

La siguiente conversación telefónica que mantuve, también antes de ir al periódico, bajando en coche desde el monte, no fue tan esperanzadora. Me llamó la mujer de Marcos, el técnico del aire acondicionado. Al principio pensé que me iba a ofrecer explicaciones por la marcha de su marido, del que no había sabido nada desde el pasado viernes, cuando se quedó instalando un aparato en mi casa mientras me iba a trabajar. Yo había reventado su móvil a llamadas y también el teléfono de su oficina, sin éxito. Pero su esposa no me ofreció respuestas, sino más preguntas. Me contó que no sabía nada de Marcos desde el viernes, y que no sólo lo buscaba ella, sino que la Consejería de Sanidad también se había interesado al saber que estuvo en Barajas durante el incidente. Según le dijeron, estaban realizando controles rutinarios a las personas que estuvieron en contacto con infectados o con posibles transmisores de la enfermedad que no la habían desarrollado. Su hermana, de hecho, permanecía desde el sábado en cuarentena en un pabellón especial del Hospital Virgen de la Arrixaca, el centro hospitalario más grande de Murcia.

La pobre mujer, tras pasarse el fin de semana llamando a otros familiares, compañeros y amigos de su marido, acudió el lunes a la oficina y comenzó a ponerse en contacto con todos los clientes de Marcos, hasta que dio conmigo al día siguiente. Sin embargo, yo le tuve que decir que ignoraba dónde se encontraba y que igualmente le buscaba por marcharse sin terminar su trabajo. Con los lamentos de fondo de su esposa, cavilé sobre qué podría haber pasado. Recordé que las máquinas extractoras de aire acondicionado (los aparatos que captan el aire de la calle) debían colocarse en la terraza superior de mi edificio, ya que el inmueble contaba con preinstalación. Estaba situada cinco pisos por encima de mi apartamento, en espacio con varias alturas y, según me habían contado (pues realmente nunca había subido), de acceso bastante peligroso.

Con un escalofrío recorriéndome el cuerpo imaginé que Marcos hubiera tenido un accidente allí arriba y no encontrara la forma de bajar o pedir ayuda. Sin decirle nada a su mujer, para no preocuparla más, me dirigí a mi edificio, a pesar de tener el coche ya aparcado junto a la redacción. El portero me dijo que no había nadie en 'su' terraza, imposible que sufriera un percance allí sin que se enterara. El portero de mi edificio era bajo, regordete y con el pelo claro, que caía sobre su frente. Cojeaba desde niño y ese problema le había supuesto burlas durante toda la vida. No era un hombre al que las bromas le sentaran muy bien. Me costó convencerlo, pero al fin conseguí que abriera la puerta de la terraza. Insistió en acompañarme y los dos entramos al ascensor que nos llevaría hasta el último piso.

domingo, 23 de agosto de 2009

Segunda semana, lunes II

Principales datos del reportaje resumen de la infección del Virus R en todo el mundo:

Estados Unidos

Prácticamente la mitad oeste del país se encuentra a oscuras. Se desconoce si responde a la política de censura informativa de la Casa Blanca o es que el caos se adueñado ya de toda esa zona. Varios distritos sanitarios de Nueva York, Washington, Atlanta, Boston y Filadelfia han sido declarados en cuarentena. En la mitad este la ciudad de Chicago se encuentra en estado de sitio, como le ocurrió a Los Ángeles.

El Gobierno de Obama ha decretado una movilización general de todas sus reservas militares y el reclutamiento de los ciudadanos entre 18 y 45 años que no trabajen en algún sector de primera necesidad, como sanidad o energía. Con contadas excepciones, todos los soldados americanos desplegados en el exterior están volviendo a Estados Unidos, tanto los que trabajan en bases en lugares como Kuwait o Corea del Sur como los que forman parte de las operaciones en Afganistán e Irak. La razón, los disturbios que provoca la infección. El Ejecutivo americano ha aprobado un decreto de emergencia que permite a militares, policías e incluso milicias vecinales a disparar contra la infectados violentos.

La Casa Blanca rechaza las ofertas de ayuda médica internacionales por razones de seguridad nacional. Tampoco ofrece datos sobre la naturaleza del Virus R, por las mismas razones.

Se desconoce el número de infectados. La cifra de desaparecidos alcanza ya los 50 millones de habitantes.

 

México

El tráfico de viajeros entre California y México disparó el número de casos de infección por el Virus R durante la primera semana de la crisis. Actualmente la frontera está cerrada pero el Gobierno mexicano ya no controla el tercio norte del país, por lo que el bloqueo es sólo virtual. Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara y la región turística de Cancún están en estado de sitio.

Se desconoce el número de infectados y desaparecidos.

 

Canadá

Sufrió un problema similar a México la primera semana. Además, el intenso tráfico aéreo entre la mitad norte y sur del país ha extendido la infección desde Vancouver a Montreal. De hecho, las autoridades americanas ya han comenzado a abatir refugiados canadienses que trataban de burlar los controles fronterizos en Michigan, Maine y New Hampshire bajo el paraguas del decreto de emergencia.

 

Rusia

El virus ha sido detectado en las principales ciudades del país, así como en los puertos comerciales en contacto con Estados Unidos y China. El avión americano que se estrelló la pasada semana en Moscú ha resultado ser el primer foco de infección. Los equipos médicos y de emergencias que se desplazaron al lugar del choque certificaron primero la existencia de supervivientes pese a la violencia de accidente, aunque las autoridades rusas perdieron pronto el contacto con los hospitales de campaña instalados en el lugar. Varias horas después se decretó la movilización de las unidades con base en Moscú ante el anuncio de disturbios en una extensa zona de 50 kilómetros a la redonda al suroeste de la capital rusa, donde se había estrellado el avión.

 

China

El gigante asiático ha movilizado a su ejército en las principales ciudades del país, donde la infección del Virus R ha causado disturbios importantes. Las zonas rurales y menos desarrolladas han escapado por ahora.

 

Australia

Al igual que en China, la infección se extiende por la zona litoral de la gran isla continente, mientras la población busca el refugio del inmenso desierto interior.

 

África

El Virus R se extiende con fuerza por el continente africano, azuzando y sirviendo además de excusa para las operaciones militares de limpieza étnica de caudillos locales. En Ruanda, Etiopía, Congo o Zimbawue han estallado graves conflictos entre grupos rivales, y las matanzas indiscriminadas, de infectados y sanos, generan oleadas de refugiados.

 

Europa

Europa occidental es en estos momentos un oasis de calma en medio de la mayor epidemia de la que existe constancia. Los estrictos controles fronterizos han posibilitado que el Virus R no se haya introducido en la Unión Europea. Sin embargo, preocupa la llegada de refugiados desde Europa del Este y de emigrantes africanos a través del Mediterráneo.

 

El reportaje también incluía una ficha a modo de resumen con todos los datos que se tenían en ese momento (no eran muchos) sobre el Virus R. El principal problema aducido por los expertos para reunir información fiable residía en la negativa de Estados Unidos a colaborar en el seno de la Organización Mundial de la Salud. Cada vez eran más los que señalaban que la Casa Blanca actuaba así porque el virus formaba parte de las investigaciones en guerra bacteriológica que llevaba a cabo el Pentágono.

El virus: Conocido como Virus R, el virus no tiene todavía un nombre oficial debido a la falta de cooperación internacional. Su denominación proviene de las semejanzas sintomáticas con el tradicional virus de la rabia.

¿Cómo se transmite? Las investigaciones realizadas por los institutos sanitarios designados de la UE señalan que el Virus R se transmite mediante el contacto sanguineo y posiblemente de la saliva y otros fluidos corporales entre infectados y persona sanas. Se descarta que pueda transmitirse por el aire tras comprobarse que en los vuelos procedentes de Estados Unidos y otros países afectados, sólo los pasajeros atacados por algún infectado desarrollaban la enfermedad, y no el resto.

¿Es mortal? Lamentablemente resulta mortal en todos los casos estudiados hasta ahora.

¿Existe una vacuna? La elaboración de una vacuna basada en el remedio contra la rabia es ahora la principal vía de estudio

viernes, 21 de agosto de 2009

Segunda semana, lunes

La vuelta a la rutina en Murcia me resultó extraña. Todo parecía igual en la ciudad. Ya era agosto y como cada verano la urbe tenía pocos habitantes y muchas obras. Al igual que la semana anterior, bajé en coche desde la casa del monte al periódico escuchando la radio y aparqué muy cerca de la redacción. Abrían los comercios del centro, los camareros sacaban a las terrazas mesas y sillas, había jóvenes de compras en las tiendas de moda. Pero para mí algo había cambiado. Tras el triste domingo que pasamos en la playa, intentando calmar a mi madre y pensando cómo conseguir que mi hermana pudiera volver de Argentina pese al cierre de las fronteras, el regreso a la ciudad y al trabajo se me antojaba difícil.

Al dejar el coche en una de las plazas de aparcamiento, que en esa época siempre abundaban, un basurero pasó cerca de mí, con su carrito y su lento caminar. Observándolo me recorrió una ridícula sensación de añoranza, como si fuera a echar de menos la presencia de ese limpiador, en el que nunca me había fijado realmente. Imaginé que se trataba de un sentimiento similar al de los reclutas que, en los tiempos del servicio militar obligatorio, apuraban las últimas horas de descanso sentados en un banco, fumando y viendo pasear a la gente. Algo me decía que todo estaba a punto de irse al carajo y me sorprendía idolatrando las escenas más cotidianas del día a día.

Una vez en el periódico, las noticias se acumulaban. Poco a poco la crisis del Virus R había ido acorralando al resto de temas y se podía decir que saturaba la agenda informativa. Los pocos asuntos locales que nos interesaban eran aquellos que tenían alguna relación con este suceso, como testimonios de murcianos que lo había vivido, medidas sanitarias que se estaban barajando, … Sin embargo, el grueso de la información llegaba de fuera. Así que decidimos preparar un reportaje especial. Consistía en un mapa del mundo en el que se señalaban los puntos más calientes, porque el virus se extendía ya prácticamente por todos los continentes. Sólo Europa occidental se salvaba, por ahora. La idea era utilizar el mapa como base de un gráfico a doble página en la apertura del periódico, con la última hora en cada país, dedicando, eso sí, un espacio destacado a Estados Unidos.

Coloreamos, gracias a un programa de infografía, cada país según el grado de alerta en el que estaba inmerso. Verde era sin rastro de infección, y gradualmente, a través del azul el amarillo, se indicaban los avances del virus. El rojo estaba destinado a las naciones o grandes regiones sumidas en el caos. Tras una dura jornada de recopilación a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, las embajadas y sobre todo de las ediciones digitales de periódicos extranjeros, completamos el mapa de la infección. El resultado fue tan atractivo como desolador.

jueves, 20 de agosto de 2009

El último fin de semana III

El domingo se produjo la decisión que más temía. El Gobierno español decidió cerrar completamente las fronteras comunitarias. Eso suponía el bloqueo de los puertos, de las vallas de Ceuta y Melilla y de los aeropuertos. Por lo que respecta a estos últimos, se permitirían salidas y llegadas de aviones provenientes de los países miembros de la Unión Europea, aunque aumentando las medidas de seguridad. Sin embargo, no podrían tomar tierra ni vuelos procedentes del extranjero ni los que viniendo de fuera hicieran escala en alguna nación comunitaria.

Mi madre estaba desolada. Mi hermana estaba en Argentina y no podía volver. No paraba de repetir que la había avisado, que le dijo que regresara cuando aún podía. Mi padre fue el encargado de llamarla. Le dijo que se dirigiera de inmediato a la embajada española en Buenos Aires y se informara allí. También le hizo un traspaso electrónico a su cuenta para que pudiera hacer frente a los gastos necesarios para prolongar su estancia en Argentina, que en ese momento no sabíamos cuánto duraría.

Sentados en el salón del apartamento de La Manga, con los graznidos de las gaviotas y el suave rumor de las olas de fondo, mis padres y yo vimos la rueda de prensa de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, en la que confirmó y explicó el cierre de las fronteras:
- El Gobierno se ha visto obligado a tomar esta decisión ante la falta de garantías por parte de Estados Unidos. Sólo las medidas de seguridad tomadas por el Ejecutivo nos permitieron frenar a tiempo un posible foco de infección iniciado en el aeropuerto de Barajas. Nos podíamos consentir que siguieran llegando vuelos a nuestro país con viajeros infectados.

Preguntada por los periodistas acerca del estado de los ciudadanos españoles residentes en Norteamérica, la vicepresidenta reconoció que el Ministerio de Asuntos Exteriores había perdido el contacto con varios consulados, entre ellos, evidentemente el de Los Ángeles, aunque también se desconocía la suerte de las oficinas consulares de San Francisco y Chicago. El Ministerio había iniciado a mediados de semana un programa de evacuación de la población española hacia el este del país y de regreso a España, aunque la nueva política de cierre de fronteras lo cancelaba. El Gobierno tampoco podía garantizar la seguridad de las colonias españolas de México y Canadá, donde el Virus R ya golpeaba con fuerza.

Esa misma tarde, mi hermana nos llamó para decirnos que el país austral era un caos, al menos en su extremo sur, en la Patagonia. Al parecer, casi todos los países de Sudamérica habían tomado medidas similares a las de España, aunque con plazos, y los aeropuertos eran en ese momento el punto de encuentro de todos los emigrantes de Argentina, a la sazón varios millones. La Embajada española le había recomendado, tras casi dos horas de llamadas, que se mantuviera en algún lugar seguro y aislado mientras llegaban más noticias. Eso en la Patagonia no resultaría complicado, bromeó mi hermana por teléfono. Su buen humor tranquilizó a todos excepto a mi madre, que no dejaba de llorar.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El último fin de semana II

El sábado por la tarde tomé una decisión. Se acabaron las noticias, llevaba una semana entera siguiendo los informativos minuto a minuto. Bueno, en realidad llevaba ya casi diez años, los que estaba trabajando como periodista, pero en los últimos días mi dependencia informativa se había acentuado y opté por darme un respiro. Por otro lado la situación de Estados Unidos y la epidemia del Virus R (la verdad es que el nombre me sonaba cada vez peor) me empezaba a preocupar seriamente. Puede sonar poco humanitario, pero si trabajas en un medio de comunicación y se produce un suceso, la regla es ‘cuanto más grave, mejor’. Es así de crudo. Al fin y al cabo era nuestra labor de cada día y, como le ocurre a un médico en la UCI de un hospital, el sufrimiento ajeno se convierte en una rutina. Así había sido desde el principio con la crisis de Los Ángeles, pero algo estaba cambiando. Ahora, cuando sintonizaba la radio para escuchar la última hora una parte de mí decía, que esto se acabe ya, que sólo haya sido un gran susto. Y el problema radicaba en que la situación no mejoraba sino que inevitablemente iba a más.

Cogí un libro y me planté en la playa. Estaba bastante cansado por la falta de sueño de días anteriores, lo que me llevó a dormirme sobre la toalla, algo que en la vida me había sucedido. Lo cierto es que me cuesta mucho dormir si no estoy en una cama, los ojos se me abren involuntariamente cuando viajo en tren o avión, y la televisión o la pantalla del cine son como la cafeína para mí. Pero el sueño me venció y pasé la tarde echado en la playa, con una fina película de arena cubriéndome poco a poco a causa del viento. Cuando una llamada del teléfono móvil me despertó estaba atardeciendo y el cuerpo me ardía. No tenía sombrilla ni me había puesto protector solar, así que el sol me había quemado como a una salchicha. La llamada era de mis amigos, que querían salir esa noche de fiesta por una playa cercana. Quedé para cenar con ellos.

Eran Pablo, Quique y Javi, mis amigos de toda la vida, con los que últimamente quedaba menos de lo que quería. Ninguno, afortunadamente, era periodista; otro incentivo. Lo que no pude evitar fue que desde que comienzo la cena me preguntaran qué sabía de Estados Unidos. Y la verdad es que aunque entonces les hubiera mandado a la mierda diciendo que esa noche no se hablara del tema, un avispado vendedor nos lo puso literalmente en la cara.

Sí, cuando terminamos de cenar nos acercamos a una zona de bares de Los Alcázares (en la ribera del Mar Menor) y cuál fue nuestra sorpresa al ver a un montón de gente, sobre todo extranjeros, con mascarilla. La llevaban grupos que paseaban por la calle, aunque abundaba más dentro de los bares. Preguntando descubrimos que un joven subsahariano había tenido la genial idea de hacerse con un cargamento de mascarillas médicas y venderlas en el paseo al grito de “¡Virus Protección!” por un euro. Seguro que el primero que compró uno lo hizo de broma, pero la idea triunfó como si se tratara de abalorios luminosos en Nochevieja. Algunos estaban personalizados por los propios compradores con letras o dibujos hechos con pintalabios. Otros se limitaban a llevarlos sobre el pelo a modo de sombrero o colgados del cuello. Hasta vimos a un borracho cantando en plena pista de baile con dos mascarillas, una en cada oreja. Y todo sin que las autoridades hubieran dicho nada, sin advertencias ni consejos sobre cómo combatir la extraña enfermedad. Era demencial.

martes, 18 de agosto de 2009

El último fin de semana

El sábado me desperté temprano, maldiciendo al técnico del aire, al calor, al sol y a todos los elementos. A las nueve de la mañana comencé a llamar por teléfono a Marcos, pero no lo cogió. Llamé también a su empresa y me respondieron que no sabían nada de él. Por un momento llegué a pensar que me había podido robar y escapar con el botín, pero tras hacer un breve recorrido por el apartamento me puse a reírme mí mismo. ¿Qué me iba a quitar?
Salí a la terraza a refrescarme. Si algo bueno tenía mi pequeña casa era su terraza, de tamaño equivalente a la vivienda, unos cincuenta metros cuadrados, en el quinto piso de uno de los dos bloques de edificios de un recinto. Había colocado un pequeño toldo, varias tumbonas, sillas, una gran mesa redonda y la inevitable barbacoa que apenas utilizaba. Era el lugar perfecto para pasar la mayor parte del año en Murcia, aunque en verano reducía considerablemente el horario, y su uso sólo era apto desde las ocho de la tarde a las 11 de la mañana. Además, estaba totalmente descubierta y tenía otros cinco pisos por encima, por lo que no proporcionaba mucha intimidad.


Mientras me fumaba un cigarrillo vi pasar al portero por el recinto de la urbanización. Iba de aquí para allá arreglando los jardines. Bajé rápidamente a preguntarle por el técnico del aire pero me dijo que no lo había visto. Había estado hasta las nueve de la noche trabajando por culpa de la rotura de una de las vallas, se quejó, y nadie vino a entregarle las llaves de mi casa.
Perplejo, pero sin posibilidad de saber qué había pasado, ya que Marcos seguía sin contestar, decidí olvidar el tema al menos durante el fin de semana, que tenía libre, y marcharme a la playa. Me fui a La Manga del Mar Menor, donde tienen mis padres su casa de veraneo. Se trata de una profunda legua de arena que parte desde el sur, en Cartagena, y recorre unos veinte kilómetros hasta hundirse finalmente en el agua muy cerca del municipio de San Pedro del Pinatar, en la frontera con la provincia de Alicante. Así, encierra una laguna salada conocida como el Mar Menor, y permite que los miles de turistas que la invaden en verano disfruten de dos mares por el precio de uno, el Menor y el Mediterráneo (conocido allí, como no podía ser de otra forma, como el Mayor). Muchos la consideran un engendro de hormigón y como atentado a la naturaleza no tiene precio (las casas están literalmente pegadas al mar), pero a mí me gusta por esa misma razón, por lo absurdo de su planificación y sobre todo por el aspecto que tiene en invierno, cuando apenas residen un centenar de propietarios de comercios y tiene un aspecto fantasmal.

De camino, escuchando la radio en el coche, la crisis de Los Ángeles parecía sobrepasar ya los límites geográficos de su nombre. Como había confirmado el Ejército, la ciudad había sido arrasada pero los problemas seguían en su interior, con bandas que, pese al fuego de la pomposamente denominada Operación Castigo Divino, surgían de las ruinas para proseguir su enconada e incomprensible lucha contra los soldados. Además, los focos de la infección del Virus R se extendían por todo el país. La oscuridad informativa, como denominaban los medios de comunicación a la política de censura informativa del Gobierno americano en las zonas afectadas, se había extendido a los estados de Washington, Oregón, Idaho, Utah, Nevada y Arizona. También habían surgido focos importantes en Texas y otros aislados en hospitales y bases militares de Nueva York y Washington. Acerca de esos lugares no se podía informar. El Ejecutivo de Barack Obama ya no utilizaba la excusa de la seguridad de los periodistas, sino que afirmaba que la crisis se había convertido en un asunto de seguridad nacional. Los agentes del Gobierno habían actuado en las sedes de diversas televisiones en Nueva York, por la difusión de imágenes prohibidas. La dificultad para difundir los vídeos era extrema pues los servicios gubernamentales se habían esforzado especialmente por interrumpir el tráfico en Internet y bloquear el envío de mensajes multimedia a través de móviles. La postura de la Casa Blanca era calificada como muy preocupante por parte del resto de líderes mundiales y la Unión Europea era especialmente crítica, pues España no había sido el único país en recibir viajeros americanos infectados antes del fin de los vuelos a Norteamérica. Reclamaban información sobre la naturaleza del virus y su forma de propagación.

El informativo de mediodía de la Cadena Ser, que escuché en la playa, adelantó que el paciente infectado descubierto en Barajas había fallecido en el hospital, lo que lo convertía en la primera víctima mortal del Virus R en España. El resto seguía en cuarentena.


domingo, 16 de agosto de 2009

Quinto día, la duda III


La noche del viernes, una de esas tórridas y solitarias veladas murcianas de finales de julio y comienzos de agosto, quedé con varios amigos para jugar una partida de Risk tomando unas copas. Jugaríamos en casa de Juanjo, y vendría Pepe, el jefe de Deportes de mi periódico y mi compañero Fernando. El propietario de la vivienda era el único de nosotros que no trabajaba en El Faro, aunque lo había hecho hace unos años, y eso hacía prever una partida cargada de comentarios sobre la profesión, ya que los periodistas somos conocidos por nuestra dificultad para desconectar del trabajo.

Sin embargo, esa noche el tema estrella, muy a mi pesar, fue el espectáculo que armé en el periódico con mi teoría sobre los zombies. Para empezar, me llevé un susto de muerte al llegar a casa de Juanjo. Vivía en un pequeño apartamento cercano al mío, ubicado en un bloque de casas sociales, aunque recientemente reformado. Cuando subí las escaleras del primer piso obervé que la puerta estaba abierta pero no había ni luz ni ruido alguno en su interior. Al cruzar la entrada se produjo un ruido a mi espalda y en ese momento encendieron la luz del pasillo y un hombre apareció corriendo escaleras abajo en mi dirección. Tenía la cara totalmente blanca, la ropa rasgada y manchas rojas en el cuello y sobre la camiseta. Me quedé petrificado, mirándolo venir, mientras a mi espalda escuché el característico sonido de una cámara digital. Diez minutos después Juanjo, Fernando y Pepe (el supuesto zombie convenientemente maquillado) seguían riéndose de mí.

-Nos lo has puesto a huevo- exclamaba Pepe, aún con restos de polvos de talco en la cara.

No me apetecía seguir con el tema pero ellos se encargaron se mantenerlo vivo durante toda la noche. Sólo a la mitad de la partida, cuando mis ejércitos azules se veían acorralados en Australia, Juanjo dijo algo que tenía alguna clase de sentido:

- Mira Pedro, no lo voy a negar, la verdad es que llevo días pensando lo mismo que tú y hay que reconocer que has sido valiente al proponerlo en un periódico, eso lo reconozco- inició su alocución a la vez que se liaba un pitillo- Pero llegó un momento en que me dije: ¿Cómo que zombies? Los zombies son un invento humano.

A Pepe se le escapó una risa.

- Claro, mirad- prosiguió- En todas las películas de muertos vivientes los humanos tienen que enfrentarse a un enemigo desconocido, que tardan mucho tiempo en comprender y que sólo combaten realmente cuando están totalmente rodeados. Ningún protagonista dice al ver levantarse a un hombre a pesar de estar molido a tiros: ¡Joder, es un zombie!¡Ya tenemos otra plaga! Y es que ya sea una película antigua o moderna, los zombies aparecen siempre por primera vez, nadie sabe que son muertos vivientes hasta que ya es demasiado tarde.

Juanjo le dio una calada a su cigarillo recién encendido y nos miró sabiéndose el centro de atención.

- Puede que los mismo protagonistas de esa película puedan mantener una conversación sobre hombres lobo y vampiros, por que son mostruos que forman parte de la cultura popular. Todos conocen sus poderes y sus puntos débiles. Pero en las pelis de zombies los muertos vivientes son una novedad, aunque siempre sean iguales. Sólo así son un verdadero peligro para la humanidad, sólo mientras la gente no sepa que ese tipo pálido que se acerca tambaleándose ya no es tu padre o el viejo cartero, sino un cadáver al que hay que pegar un tiro a la cabeza. Y qué país mas conocedor de la cultura de los zombies que Estados Unidos. Bueno -continuó- no sé qué demonios está pasando en Estados Unidos pero sea lo que sea no son zombies. Será algo que no conozcamos, algo que no hayamos inventado ya como argumento de películas de terror para adolescentes. Si es realmente peligroso será desconocido. Eso es al menos lo que yo pienso.

Entonces tiró los dados y sacó dos unos que provocaron una carcajada general. El resto de la noche transcurrió lentamente mientras fantaseábamos sobre qué clase de zombies estaban atacando Estados Unidos. Pepe dijo que no podían ser los tradicionales de 'El día de los muertos vivientes' de Romero, demasiado lentos para resultar peligrosos. Fernando optaba por los de la serie de '28 días después', que en realidad no eran muertos vivientes propiamente dichos sino enfermos de alguna variedad de rabia que les hacía atacar a otras personas. Éstos últimos eran muy rápidos y contagiaban la enfermedad casi de forma instantánea. Los más modernos de 'El amanecer de los muertos' eran la opción de Juanjo, rápidos también, pero genuinamente muertos y, por tanto, más difíciles de eliminar.
La realidad me dio una buena bofetada esa noche al volver a mi apartamento. El aire acondicionado, que a la vista parecía instalado, ya que la consola estaba en la pared y el mando sobre las instrucciones en la mesa del comedor, no funcionaba. Al parecer Marcos se había marchado sin terminar el trabajo y ni siquiera me había llamado. Era demasiado tarde para volver a mi refugio de montaña así que me quedé allí y dormí completamente desnudo.

viernes, 14 de agosto de 2009

Quinto día, la duda II

Cuando regresé a la redacción, el suceso del aeropuerto de Barajas ya se había hecho público. Es más, era la noticia de apertura del todas las ediciones virtuales de los periódicos españoles. Resultaba comprensible. Si yo tenía un testigo, el técnico del aire, los reporteros de Madrid tenían 200 (los pasajeros del vuelo de Dallas) y varios centenares más que estaba en la sala de llegadas cuando arribó el avión.
El Ministerio del Interior y AENA reconocían que se habían producido disparos, aunque negaban que hubiera heridos. Eso no cuadraba con la asistencia de medios médicos en el lugar tras el tiroteo, pero al haber acontecido en una zona de seguridad del aeropuerto, no había forma de confirmarlo. El Gobierno informaba de la detección de un pasajero con síntomas de infección del virus de Los Ángeles (no definía qué síntomas eran), el cual había sido trasladado, a pesar de su oposición (de ahí los tiros), a un hospital militar de Madrid. Junto a él habían sido puestos en cuarentena, en el mismo centro hospitalario, los pasajeros que los acompañaban. Es decir, pensé yo, aquellos que no lograron salir cuando se produjo la estampida.
La rueda de prensa del Consejo de Ministros, la última del mes de julio, también resultó muy fructífera informativamente hablando. La vicepresidente María Teresa de la Vega compareció para anunciar la puesta en marcha de un plan sanitario especial para afrontar la crisis americana. El plan incluía una serie de medidas negociadas en contactos telefónicos por las autoridades sanitarias europeas. Se trataba, sin embargo, sólo de una primera fase, ya que los socios de la Unión Europea se reunirían la semana siguiente para acordar un programa común. España, anunció la vicepresidente, se había ofrecido para acoger la cumbre.
De la Vega informó de que a partir del mismo viernes aumentarían los controles en aeropuertos, puertos y fronteras terrestres exteriores de la UE. Respecto a los vuelos con Estados Unidos, nuestro país había decidido suspender temporalmente las operaciones aéreas, y sólo cruzarían el Atlántico aviones militares y del Gobierno. La vicepresidente justificó esta decisión no sólo por los sucesos ocurridos en Norteamérica, sino también por la actitud del Gobierno americano, que al parecer no estaba informando de forma adecuada a los aliados europeos.
El parte de noticias se completaba con novedades alarmantes en Estados Unidos. El Ejército había 'liberado' Los Ángeles (si bien las imágenes mostraban otro participio, como arrasado) pero surgían nuevos focos de infección por toda California y los estados vecinos. La enfermedad, denominada oficiosamente como Virus R, por su parecido a la tradicional rabia, había sido detectada también en algunos hospitales de Washington y Nueva York, convenientemente acordonados y puestos en cuarentena. La zona de exclusión a periodistas se ampliaba rápidamente de California a Arizona, Nevada, el estado de Washington, Oregón y Nuevo México. Los corresponsales desplazados se quejaban del oscurantismo de las fuentes oficiales (ya casi exclusivamente el Ejército) y apenas podían obtener los testimonios de los refugiados.
A la hora de diseñar la portada del periódico volvieron las dudas de la mañana. Una vez más me arrepentía de no haber afrontado mejor la discusión con el director. Estaba cada vez más convencido de que tenía razón y era vital publicarlo, no tanto por la competencia con otros medios sino para informar a la población. Sin embargo, no había nada que hacer, el director había sido muy estricto en sus indicaciones y yo, lamentablemente tenía que reconocerlo, no confiaba tanto en mi teoría como para arriesgar el trabajo por ella.
Lo que sí hice fue llamar otra vez a mi hermana y advertirle de lo grave de la situación, rogándole que volviera cuanto antes. Mi madre también la había llamado, pero sólo había obtenido la promesa de que tendría cuidado y que no prolongaría su viaje más de lo planeado.

jueves, 13 de agosto de 2009

Quinto día, la duda



Nunca he sido una persona muy segura de sí misma. Es fácil que en una discusión acabe tomando los argumentos de la parte contraria, y no recuerdo, como muestra de mi débil determinación, una disputa verbal con una mujer en la que haya terminado llevando la razón.
Por eso salí del despacho abrumado y sin saber qué decir. El resto del la mañana la pasé en el periódico organizando la edición, pero como a kilómetros de distancia de mis compañeros y de las noticias que llegaban de Estados Unidos.
A la hora de comer recibí la llamada del técnico del aire acondicionado. Me dijo que podía ir sobre las cuatro a mi casa. Habían pasado varias semanas desde que me prometió, por primera vez, que me colocaría el aparato y ahora que por fin acudía me fastidiaba la hora de la comida. Lo recibí en bermudas y camiseta corta, mi uniforme oficial en el horno veraniego de mi apartamento en la ciudad. De sus continuos retrasos semanas atrás no tenía excusas, aunque tampoco parecía necesitarlas, pero sí que fue muy preciso en lo concerniente a lo que le había sucedido desde el miércoles (el último día que me anuló la instalación del aire). Tuvo la consideración de sentarse en el sofá de mi comedor, pedir una bebida ("preferiblemente cerveza") y narrarme su aventura minuto a minuto. Su llamaba Marcos y estaba demasiado gordo para desempeñar un trabajo en el que con frecuencia debía subir tejados y colgarse de balcones. Sudaba a mares, dejando en su mono caqui marcas blancas bajo los sobacos y el pelo oscuro, igualmente mojado, se le pegaba a la sien mientras empinaba su (mi) cerveza.
- El miércoles no pude venir, y sabes que me sabe mal, porque adelantaron el vuelo de mi hermana- comenzó a explicar- Tenía que volver mañana de Estados Unidos, está haciendo un curso en Tejas, ¿sabes?
Era consciente de que al citar el país de procedencia había despertado mi interés, y procedió a recrearse en el talento de su hermana.
- Porque ¿sabes? Mi hermana siempre ha sido una chica muy espabilada. Terminó la carrera en Inglaterra y después le concedieron un máster en Estados Unidos, ¿qué te parece?
Descubrió mi gesto de cansancio y continuó con la historia:
- Bueno, con la que se ha liado en Estados Unidos le aconsejaron que debía regresar antes, la embajada directamente- Marcos dijo esta última frase acercándose a mí y rebajando el volumen, como si alguien nos estuviera escuchando- Ellos le tramitaron el cambio porque decían que Tejas ya no era un estado seguro y le cogieron un vuelo para el miércoles. Así que me planté en Barajas para recibirla pero lo anularon en el último momento y le dijeron que viajaría el jueves. Y nada, al día siguiente otra vez de Murcia a Madrid y vuelven a retrasar el vuelo. Al parecer necesitaban los aviones y las pistas para transportes especiales que estaban haciendo desde California.
Marcos volvió a inclinarse hacia mí para revelarme sus averiguaciones sobre los vuelos. Su aliento, todo sea dicho, era poco apto para confesiones íntimas.
- Y esta mañana, por fin, he podido recogerla y ¡se ha montado una en el aeropuerto! Los pasajeros que llegaban desde fuera de la Unión Europea tienen ahora que pasar unos controles 'que pa qué' y mi hermana me ha dicho que se han formado unas colas larguísimas frente a las casetas de la Guardia Civil, con la gente protestando. Y fuera la cosa no estaba mejor, la sala de llegadas internacionales estaba repleta, todo el mundo dando empujones, y cuando ha salido mi hermana se ha liado la buena. Desde atrás los pasajeros estaban empujando y se apelotonaban en las puertas de salida. Yo veía a mi hermana forcejeando por avanzar, así que me ha acercado a ayudarla, aunque fuera apartando a la gente, y en ese momento, lo juro por mi madre, se han oído unos tiros de pistola dentro, al otro lado de la puerta.
- ¿Disparos? ¿Seguro?- le pregunté, ahora interesado profesionalmente.
- Te lo juro, he estado a punto de llamarte. Le he dicho a mi hermana que tenía un cliente periodista y que se iban a enterar las autoridades. Porque después de los tiros la gente ha empezado a salir disparada, empujándose los unos a los otros. Incluso me han tirado al suelo.
En ese momento me mostró una herida que tenía en el codo, con un pequeño vendaje.
- ¡Sí! Un bestia me ha tirado al suelo y he visto venir una muchedumbre hacia mí. Menos mal que me he podido levantar y acercarme a una pared. Enseguida se ha llenado todo de policías y de médicos de urgencias, que han cerrado la puerta de llegadas y han dicho que no salía nadie más si no era en fila india, ¿te lo puedes creer? Eso sí, allí nadie decía nada, ni información ni nada. Mi hermana dice que podemos poner una denuncia... Buff, con tanta tensión ahora tengo un dolor de cabeza de mil demonios.
Le dije que tenía que irme a trabajar, y que cuando terminara de instalar el aire que le dejara las llaves del piso al portero. Lo cierto es que me fui al periódico antes de la hora, pero es que estaba ansioso por saber si se había hecho ya público lo de Barajas. Igual teníamos una exclusiva.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Quinto día, la teoría

El director me contempló perplejo tras sus finas gafas de diseño. Aguardó unos instantes antes de responder, aunque en esta ocasión no parecía dominar la situación, o al menos eso pensé al observar como su ojo izquierdo pestañeaba de forma compulsiva. Se pasó la mano por el cuero cabelludo (que tenía totalmente rapado) y se detuvo al llegar a la gafas. Se las quitó, las limpió, trató sin éxito de dejar de pestañear y por fin habló:

- ¿Qué has dicho?

Traté de explicarlo de forma diferente, aunque al final repetí lo mismo:

- Son zombies.

- ¿Zombies?- replicó.

- Sí, zombies

- ¿Zombies?- insistió.

- Sí... zombies.

- ¡¿Zombies?!- preguntó una vez más, acelerando el ritmo del pestañeo.

- Bueno...- tosí nerviosamente antes de poder seguir-creo que son zombies.

- ¡¡¡Zombies!!!

Ya no preguntaba, sólo exclamaba, y sus gritos podían escucharse, sin ninguna duda, en toda la redacción. Me apreté contra el sillón, como si el torrente de su voz me fuera a llevar por delante. Se lamentaba de su mala suerte, del exceso de confianza que nos había dado, de que era la única persona cuerda del periódico...

- Me cago en mi madre Pedro- dijo al terminar su retahíla- Cuando os dije que insistierais en el tema de Los Ángeles y que los exprimierais hasta el final no me refería a que había que inventar teorías absurdas. Dejaos de tonterías, basta con la información que llega, que ya es bastante espectacular. No os pido que penséis.

Ese fue su broche de oro, una frase que acostumbraba a decirnos cuando no nos limitábamos a hacer lo que ordenaba. Por mi parte, estaba bastante asustado por su reacción, pero no había entrado a su despacho para quedarme callado, en cualquier caso ya me consideraba un demente por lo que le había planteado.

- No tengo la certeza de que sea así- comencé a explicarme aprovechando que volvía a limpiar las gafas- pero todo apunta a esa explicación. Para empezar, una ciudad que se vuelve completamente loca, hasta tal punto que el Ejército de Estados Unidos la cerca y termina bombardeando. Algo muy grave tiene que estar pasando allí para que un gobierno democrático utilice la fuerza de forma tan desmedida contra su propia gente.

Respiré y miré aún con dudas a mi interlocutor. Puede que fuera el cansancio, pero parecía dispuesto a seguir escuchando.

- Después el virus. No sabemos qué es, parece que ni los americanos lo saben, pero se transmite de forma rápida y en un entorno de violencia salvaje, como la rabia. Las autoridades... el mismo presidente Obama ha recomendado no acercarse a los infectados porque pueden ser peligrosos. Y además están las primeras noticias de casos de canibalismo, en sólo una semana, lo que no se puede justificar por la falta de víveres. Lo dice hoy el New York Times en su portada.

Me levanté del sillón para sacar una fotografía impresa en papel que tenía guardaba en el bolsillo. La abrí cuidadosamente, pues llevaba toda la semana en mi pantalón y comenzaba a desgajarse, y se la mostré. Era la imagen del helicóptero de rescate, la primera foto que habíamos visto en el periódico de la crisis de Los Ángeles.

- La foto nos gustó desde el principio, era impactante- proseguí- No la había vuelto a ver desde el lunes, porque cada día nos inundan con nuevo material, cada vez con más fuerza. Pero anoche, al llegar a casa, tras oír el discurso de Obama y sus advertencias sobre los infectados le eché otro vistazo. Fíjate en sus rostros, mira cómo corren hacia el helicóptero, mira los ojos de la la niña...

- ¿Me estás diciendo que estas personas son muertos vivientes?- intervino finalmente.

- Eso creo.

- Y lo querrás publicar- me preguntó.

- Por supuesto, es cuestión de días que toda la prensa lo diga.


- Pues muy bien- dijo poniéndose otra vez las gafas y recostándose en su sillón- Puede que los demás lo hagan pero nosotros no. Así que guárdate esta foto y todas tus estúpidas historias y ponte a hacer el periódico.

- Pero...

- Nada de peros, se acabaron las tonterías.

martes, 11 de agosto de 2009

Quinto día, la idea

Las palabras del presidente americano fueron la chispa que hizo explotar el polvorín gestado en Estados Unidos desde el inicio de la crisis. El carismático líder fue valiente al aparecer ante las cámaras para tratar de tranquilizar a su pueblo, precisamente cuando más lo necesitaba y a pesar de no contar con apenas información que aportar. Pero lo alarmante de su discurso y lo impreciso de sus advertencias pusieron en una paranoica alerta a la poblaciones más armada del mundo. Nosotros no lo supimos inmediatamente, pero al día siguiente las noticias de heridos por bala, tiroteos y auténticas matanzas, sobre todo en zonas rurales del país bastante alejadas de California indicaban que la estrategia escogida por la Casa Blanca no había sido la correcta, o quizás que no había ninguna estrategia correcta que escoger.
Se produjeron enfrentamientos entre bandas rivales de cada ciudad, entre grupos de vecinos armados y emigrantes recién llegados del extranjero o refugiados de Los Ángeles, un origen que ya era sinónimo de apestados. Incluso vecinos que siempre se habían mirado con recelo aprovecharon para saldar cuentas. Sucedieron episodios tan absurdos como el de una balacera entre casas contiguas al más puro estilo Primera Guerra Mundial, con barricadas incluidas, en una zona residencial deprimida de Chicago, en la que intervino una patrulla de la Policía que no supo qué hacer, si disparar contra un bando o contra el otro, y que al final fue tiroteada por los dos.
Para colmo de desgracias para la nación más poderosa del mundo, un avión de pasajeros norteamericano se estrelló en pleno centro de Moscú cuando se aproximaba al aeropuerto de la capital rusa y se perdió el contacto con varios trasatlánticos que había partido de la Costa Oeste esa semana.
Éste era el panorama cuando llegué el viernes a la redacción del periódico, tras una noche de pesadilla en mi nueva residencia. El mensaje de Obama me impactó realmente, porque me hizo pensar en una idea absurda que había estado cavilando durante esa semana. El fuerte viento que sopló esa noche golpeó hasta los cimientos de la casa, que crujían de forma preocupante, y no me ayudó demasiado a quitármela de la cabeza. No sabía que temía más, si el rechazo que imaginaba en mis compañeros al escuchar mi teoría o el espanto que me invadía al barajar que pudiera ser cierta. En cualquier caso no dormí mucho y tuve más tiempo del que quería para darle vueltas al tema. Supongo me podía considerar un experto en la materia, por lo menos de lo que hasta entonces se sabía (quizás 'sabía' no era el termino adecuado), debido a lo cual me sorprendió no haber atado los cabos incluso antes.
Esa mañana, sin embargo, decidí contarlo en el periódico, por muy estúpido que sonara. Al entrar a la redacción llamé a Fernando y se lo dije. Su reacción fue más positiva de lo que esperaba. Al fin y al cabo habíamos estado expuestos a la misma avalancha de información. Poco a poco, mientras desarrollaba mi argumento, se fueron uniendo redactores que o se quedaban de piedra (puede que más por el respeto que me debían tener que por la racionalidad de mis palabras) o bien sonreían tímidamente. Al terminar, la voz grave de Rosa, la periodista encargada de la noticias del Ayuntamiento de Murcia, rompió de forma contundente con el clima de tensión que había generado:
- Pedro, de todas la ideas frikis que has tenido ésta se lleva la palma.
Todo el corro estalló en carcajadas. Hasta yo tuve que reírme. No es que estuviera orgulloso de lo que había dicho, sabía que era una verdadera locura. Pero ahora era una locura que todos conocían y que sólo el tiempo podía demostrar o rebatir.
Alertado por una secretaria, el director no tardó en llamarme al despacho, y menos contento que en la reunión anterior, me preguntó qué "demonios" estaba contando en la redacción.

lunes, 10 de agosto de 2009

Cuarto día, tercera parte


La Casa Blanca tenía la tradición de realizar un mensaje público para todos sus ciudadanos cada sábado, años atrás sólo por la radio, más tarde en televisión e incluso, como puso en marcha Barack Obama, a través de Internet. Sin embargo, ninguna intervención había levantado tanta expectación como ésta, ya que iba a ser emitida en todo el mundo. Medios de comunicación de cientos de países se había desplazado hasta California para seguir la crisis y las palabras del popular presidente tenían en ese momento más relevancia que nunca.
Nosotros la vimos en Televisión Española, que cortó su programación para ofrecer el discurso y un debate especial a continuación. La conexión comenzó con el himno norteamericanos sobre imágenes históricas de Estados Unidos. Tras la canción, sin ningún otro prolegómeno ni presentación, apareció Obama, sentado en el cinematográfico despacho oval, con traje oscuro y semblante serio. Comenzó su alocución traducida por un intérprete:
“Buenos días ciudadanos. Los Estados Unidos de América se enfrentan a la mayor amenaza en su territorio desde el ataque japonés a Pearl Harbor. Y lo hacen frente a un enemigo oscuro contra el que resulta muy difícil luchar. Toda la nación observa con preocupación los tristes sucesos acaecidos en Los Ángeles y reza porque sus hermanos dejen de sufrir. El Gobierno de los Estados Unidos no es ajeno a este sentimiento y ha movilizado todos sus recursos para hacerle frente. Así será hasta que la paz vuelva a California.
Sin embargo, el camino no será fácil y tengo que anunciar que nos esperan momentos de sufrimiento. He creado un equipo especial formado por los máximos expertos sanitarios, militares, policiales y de emergencias que ha comenzado a coordinar una operación especial desde la Casa Blanca para acabar con esta amenaza.
Lamento anunciar que entre las decisiones que ha adoptado ya este equipo, y que resulta preciso llevar a cabo, se encuentra la declaración del estado de sitio en los estados de California, Arizona y Nevada, así como el cierre de las fronteras con los estados vecinos.
También hemos de realizar una movilización general de los reservistas, para garantizar la seguridad en California y su frontera. Debido a la urgente necesidad de soldados en territorio americano, el Pentágono ha paralizado el programa de refuerzo y reemplazo de tropas en Irak y Afganistán, y ha iniciado un programa de repatriación de un contingente, que por seguridad no podemos cifrar, para completar el despliegue especial en el suroeste del país.
Tan importante como los medios que estamos movilizando es que los ciudadanos americanos cuenten con toda la información disponible, así que mi Gobierno va a iniciar una campaña masiva para advertir de los peligros y los comportamientos que podemos recomendar tras nuestras investigaciones. Desde aquí quiero adelantar los principales mensajes de esta campaña.
En primer lugar resulta fundamental evitar el contacto con las personas infectadas, para lo que se recomienda permanecer en casa y abandonarla lo mínimo posible. En caso de residir en alguna de las zonas en estado de sitio está terminantemente prohibido salir del domicilio. Es muy importante que todos los ciudadanos tengan en cuenta esta advertencia porque el Ejército tiene orden de intervenir ante cualquier grupo de personas que sea visto en la calle. Abandonar el hogar para trasladarse a otro lugar resulta poco recomendable pues los atascos en carreteras se han convertido en focos de contagio y conflicto en varios puntos de California.

En segundo lugar, el departamento de Sanidad está trabajando con un equipo reforzado de especialistas en el estudio de un virus que, tenemos evidencias muy claras, se encuentra detrás del pánico de California. No contamos por ahora con datos suficientes para definir qué clase de enfermedad causa pero sabemos que se propaga rápidamente y que hay que evitar a toda costa el contacto con los infectados. Como regla fundamental se debe permanecer alejado e incluso huir de las personas enfermas, ya que pueden llegar a comportarse de una forma muy violenta y atacar a cualquier individuo, sea amigo o desconocido.
El Gobierno ha activado un teléfono y una página web con más información, que puede ser consultada para cualquier emergencia, así como para informar de casos de contagio.
Rezo a Dios para que nos ayude a afrontar este desafío y se apiade de nuestra gran nación”.

Y entonces cundió el pánico.