domingo, 30 de agosto de 2009

Segunda semana, miércoles

La noche fue relativamente tranquila en los calabozos de la Jefatura de Policía de Murcia. A instancias del delegado del Gobierno, me dejaron una celda individual, aunque tan húmeda y calurosa como el resto. No es que tuviera un descanso placentero pero, dadas las circunstancias, no me podía quejar. Sobre las dos de la madrugada entraron varios ladrones y un toxicómano, y desde entonces apenas pasó nada. Sin embargo, por la mañana, corrió el rumor entre las celdas de que se había perdido el contacto con una patrulla y media comisaría se lanzó a la calle en su busca.
- Tu amigo Blas no aparece- me dijo el inspector Marín al comenzar su turno, al otro lado de los barrotes y con un apetitoso café en la mano- Supongo que estás de suerte. Pero el espectáculo de la terraza ya no te lo quita nadie.
- ¿Os han dicho desde arriba lo que estáis buscando o también os mienten a vosotros?- le pregunté.
El inspector, que estaba un poco rechoncho, me observó con gesto serio unos segundos y después se puso a reír.
- Claro imbécil, tenemos instrucciones muy precisas, buscamos un hombre de tres metros con dientes afilados y una capa detrás.
Y siguió tronchándose mientras se alejaba hacia la planta de arriba.
Más tarde pude hablar con mis padres y el abogado. Me dijeron que la investigación iba lenta porque Sanidad había reclamado los cadáveres para hacer las autopsias en unas instalaciones especiales. Lo normal, pensé, si seguían el protocolo del que me había hablado la mujer de Marcos el día anterior, era que me llevaran también a mí. Aunque claro, eso dependía de la información que hubiera proporcionado la Delegación del Gobierno y, con la cumbre en marcha en Madrid, supuse que no tendrían mucha prisa por colaborar.
Pregunté por novedades del exterior y me confirmaron lo que había escuchado de boca del delegado, que la infección seguía su curso, ahora también por Europa. En este momento todos miraban a España, pues se esperaba que los líderes mundiales adoptaran un plan internacional que frenara la crisis. Por contra, los responsables sanitarios tenían muy poca información sobre la naturaleza del Virus R, que apenas llevaba díez días entre nosotros, y las insvestigaciones más avanzadas, las que se iniciaron en Estados Unidos, parecían haberse paralizado ante nuevos brotes en la costa este, la única zona que había permanecido a salvo en todo el país.
La verdad es que en ese momento imaginé que todo estaba perdido y que la infección se extendería por España, como estaba ocurriendo ya con medio mundo. Así que les dije a mis padres que buscaran un lugar seguro y aislado y se prepararan para lo peor. Mi madre, que se había pasado la mayor parte de la entrevista llorando, como el día anterior, me dijo que no tenían intención de dejarme allí solo, y nada pude hacer por convencerles.

La visita no duró mucho y en todo momento estuvo vigilada por un agente, para que no se me ocurriera dar alguna instrucción acerca del cuerpo de Blas. El resto del día, lo pasé aislado, como si la Policía hubiera perdido ya el interés en mi testimonio, aunque no fue un día tan tranquilo como anterior. Cada vez eran más abundantes los gritos de alarma en el piso de arriba y el sonido de las sirenas alejándose de la Jefatura. Por la tarde, el agente que estaba vigilando la zona de calabozos fue llamado por el comisario, según nos contó después, para colaborar en la apertura y el reparto de armas del almacén. Se trataba de armamento de gran calibre que los agentes sólo utilizaban cuando intervenían en operaciones contra bandas organizadas o en los dispositivos de seguridad de importantes visitas a la ciudad. Eran escopetas, subfusiles e incluso pequeñas ametralladoras. Nuestro guardia, según reconoció, no había usado nunca ninguna.

El ambiente en los calabozos iba caldeándose según avanzaban las horas. Allí abajo había delincuentes de todas las categorías, así como algunas prostitutas, y no paraban de preguntar acerca de lo que ocurría y dar la tabarra al vigilante. Pero la situación llegó al cénit cuando, ya al anochecer, dos agentes equipados con chaleco, coderas y rodilleras llegaron a las celdas cargando con un joven gitano. Todos ellos estaban recubiertos de sangre y el detenido, de nombre Joaquín, gritaba como un poseso que el demonio andaba suelto. Mantuvo este alocado discurso durante toda la noche, sin que hiciera caso a las advertencias de los policías ni a las preguntas de los presos curiosos.
A mí la celda cada vez me parecía más pequeña.

No hay comentarios: