miércoles, 19 de agosto de 2009

El último fin de semana II

El sábado por la tarde tomé una decisión. Se acabaron las noticias, llevaba una semana entera siguiendo los informativos minuto a minuto. Bueno, en realidad llevaba ya casi diez años, los que estaba trabajando como periodista, pero en los últimos días mi dependencia informativa se había acentuado y opté por darme un respiro. Por otro lado la situación de Estados Unidos y la epidemia del Virus R (la verdad es que el nombre me sonaba cada vez peor) me empezaba a preocupar seriamente. Puede sonar poco humanitario, pero si trabajas en un medio de comunicación y se produce un suceso, la regla es ‘cuanto más grave, mejor’. Es así de crudo. Al fin y al cabo era nuestra labor de cada día y, como le ocurre a un médico en la UCI de un hospital, el sufrimiento ajeno se convierte en una rutina. Así había sido desde el principio con la crisis de Los Ángeles, pero algo estaba cambiando. Ahora, cuando sintonizaba la radio para escuchar la última hora una parte de mí decía, que esto se acabe ya, que sólo haya sido un gran susto. Y el problema radicaba en que la situación no mejoraba sino que inevitablemente iba a más.

Cogí un libro y me planté en la playa. Estaba bastante cansado por la falta de sueño de días anteriores, lo que me llevó a dormirme sobre la toalla, algo que en la vida me había sucedido. Lo cierto es que me cuesta mucho dormir si no estoy en una cama, los ojos se me abren involuntariamente cuando viajo en tren o avión, y la televisión o la pantalla del cine son como la cafeína para mí. Pero el sueño me venció y pasé la tarde echado en la playa, con una fina película de arena cubriéndome poco a poco a causa del viento. Cuando una llamada del teléfono móvil me despertó estaba atardeciendo y el cuerpo me ardía. No tenía sombrilla ni me había puesto protector solar, así que el sol me había quemado como a una salchicha. La llamada era de mis amigos, que querían salir esa noche de fiesta por una playa cercana. Quedé para cenar con ellos.

Eran Pablo, Quique y Javi, mis amigos de toda la vida, con los que últimamente quedaba menos de lo que quería. Ninguno, afortunadamente, era periodista; otro incentivo. Lo que no pude evitar fue que desde que comienzo la cena me preguntaran qué sabía de Estados Unidos. Y la verdad es que aunque entonces les hubiera mandado a la mierda diciendo que esa noche no se hablara del tema, un avispado vendedor nos lo puso literalmente en la cara.

Sí, cuando terminamos de cenar nos acercamos a una zona de bares de Los Alcázares (en la ribera del Mar Menor) y cuál fue nuestra sorpresa al ver a un montón de gente, sobre todo extranjeros, con mascarilla. La llevaban grupos que paseaban por la calle, aunque abundaba más dentro de los bares. Preguntando descubrimos que un joven subsahariano había tenido la genial idea de hacerse con un cargamento de mascarillas médicas y venderlas en el paseo al grito de “¡Virus Protección!” por un euro. Seguro que el primero que compró uno lo hizo de broma, pero la idea triunfó como si se tratara de abalorios luminosos en Nochevieja. Algunos estaban personalizados por los propios compradores con letras o dibujos hechos con pintalabios. Otros se limitaban a llevarlos sobre el pelo a modo de sombrero o colgados del cuello. Hasta vimos a un borracho cantando en plena pista de baile con dos mascarillas, una en cada oreja. Y todo sin que las autoridades hubieran dicho nada, sin advertencias ni consejos sobre cómo combatir la extraña enfermedad. Era demencial.

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