jueves, 10 de diciembre de 2009

Jueves 3 de septiembre. El Fin

Un mes después de la irrupción del Virus R en nuestro aburrido y violento planeta, la infección había sesgado de un plumazo casi todo rastro de vida humana (al menos el concepto de vida que considerábamos hasta entonces) y amenazaba con acabar con ella completamente. Marta y yo, por ejemplo, no representábamos una esperanza muy fiable para la supervivencia de nuestra especie. Descalzos, medio desnudos y con una simple pistola para protegernos, nos encontrábamos en ese preciso instante corriendo por los pasillos de la segunda planta del centro comercial Nueva Condomina de Murcia, acorralados por miles de zombies. Durante las próximas horas, las últimas, me quedaré solo y el devastador virus llegará a mi sangre. Sin embargo, eso es adelantar acontecimientos. Vayamos paso por paso.

Habíamos logrado esquivar las dentelladas de los muertos durante un día. Toda una proeza teniendo en cuenta que se debían contar por cientos de miles los que rodeaban el centro comercial y lograron al fin entrar gracias a la inundación provocada por la tormenta que asolaba Murcia desde el lunes. Afortunadamente los zombies no parecían buenos nadadores, y con la planta baja rebasada por el agua, eran pocos los que había logrado llegar hasta nuestro territorio. Que nosotros supiéramos, éramos los únicos vivos que quedaban en el lugar. Y lo cierto es que habíamos hecho un buen rastreo de todos los comercios y oficinas de esa planta de Nueva Condomina, mientras huíamos, nos parapetábamos y volvíamos a escapar de los hambrientos infectados.
En ese momento debía ser alguna hora de la tarde, ya que hacía bastante tiempo que había amanecido, aunque los nubarrones, que apenas dejaban pasar la luz por los ventanales del edificio, nos impedían ver si el sol estaba subiendo o bajando. En cualquier caso poco importaba el horario porque llevábamos más de 24 horas sin dormir y sólo se me antojaba una forma de permanecer parado más de veinte minutos en el mismo sitio: pasaba por dedicar una de las pocas balas que nos quedaban a pegarnos un tiro y acabar de una vez con ese suplicio.
- ¿Se cansarán algún día? ¿Morirán de hambre cuando todos hayamos caído?- me preguntó Marta.
Estábamos en un almacén de la parte central del centro comercial. Habíamos conseguido despistar a un grupo de muertos que nos persiguió durante horas por la azotea. La habitación resultó ser la parte de atrás de una tienda de golosinas en la que aún quedaban cajas repletas de dulces, un poco duros pero comestibles.
- No creo que haya otra forma de acabar con esas cosas que disparándoles en la cabeza- le respondí- Pero no digas que vamos a morir. Saldremos de ésta.
Marta bajó de la mesa en la que había subido y tiró al suelo el paquete de piruletas que tenía en la mano.
- ¡Cómo que no hable de morir! ¡Crees acaso que vamos a escapar de aquí! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos muertos, ya estamos muertos!
Salté sobre ella, abrazándola para que dejara de gritar. Comenzó a llorar una vez se vio en mis brazos, pero ya era demasiado tarde. Escuchamos unos golpes en la puerta. Descubiertos. Recogimos las armas y tomamos la salida trasera. Si nos habíamos refugiado en esa sala era, evidentemente, porque teníamos una vía de escape.
Llegamos a un pasillo de servicio que permanecía oscuro, aunque un poco más adelante se podía adivinar el perfil de una puerta al contraluz. Como zona abierta era muy posible que también estuviera llena de zombies, pero no había otra opción. Bajé el pomo lentamente y eché un un vistazo al otro lado. Estábamos en el gran pasillo central que conectaba los dos laterales. Podía ver claramente un grupo de muertos en la zona izquierda, parados, atontados y mirando alrededor con la boca abierta, como si fueran clientes de pueblo perdidos en el centro comercial. Entraban en esa especie de estado latente cuando no tenían un objetivo a la vista.
Dado que no había vuelta atrás (los zombies estaban dentro del almacén y golpeaban ahora la puerta de nuestro pasillo), teníamos que salir por allí. El problema era que no podía ver si también había infectados a mi derecha. Se lo planteé a Marta y como habíamos hecho ya muchas veces ese día, decidimos salir corriendo en dirección contraria a los zombies. Comprobamos las armas y nos lanzamos sin pensarlo dos vez. La vista completa del cuadro completo resultó aterradora. Los muertos se apelotonaban con mayor densidad si cabe en la parte derecha. De repente nos vimos rodeados por unos y otros, y no nos quedaban balas siquiera para que un pistolero con experiencia acabara con su primera línea. Marta me miró apesadumbrada. Sabía que era el fin. Los infectados cerraron el círculo en torno a sus próximas víctimas. No sé si albergaban algún resquicio de inteligencia pero daba la impresión de que percibían que no teníamos escapatoria porque avanzaban lentamente, relamiéndose, rugiendo de placer.
Como habíamos acordado horas antes, nos llevamos la pistola a la cabeza, cada uno a la suya, para evitar que un disparo prematuro dejara a uno de los dos vivo.
- Adiós- me dijo.
- Adi...- comencé a decir en respuesta, cuando un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra lamentable despedida.
Era un intenso gemido metálico, que saturó de repente todo el espectro de sonido, haciendo que nos lleváramos las manos a las orejas. Sin embargo, tan pronto como vino desapareció. Fue un segundo de silencio, quizás menos, y entonces el techo se vino abajo sobre nosotros. Toneladas de yeso, vigas y el plástico traslúcido del techo solar se deshicieron en añicos para precipitarse. Cogí a Marta y agarrados notamos como el suelo también se inclinaba poco a poco. Saltamos cerca de una columna y nos refugiamos en su base mientras el polvo invadía cada centímetro cuadrados de la enorme nave que se había desmoronado. La explosión de materiales reventados contra el suelo fue tan fuerte que la segunda planta se derrumbó sobre las aguas que llenaban la primera. Marta se quedó en el aire, aunque estaba tan fuertemente agarrada a mí que logré echarme hacia atrás y ponernos a salvo sobre una zona que se mantenía en pie, tras la columna.

Al disolverse la capa de yeso que bañaba el ambiente vimos que casi todo el pasillo central se había venido abajo. Cascotes y cuerpos de decenas de zombies (algunos en movimiento, otros paralizados) poblaban ahora la superficie de las aguas en el nivel inferior. Marta me señaló el techo. Una figura roja y curvada, como una enorme U, asomaba por el hueco abierto. Al alzar la vista el agua salpicó nuestras caras. Fuera seguía lloviendo a mares.
La gigantesca U se hundió un poco más en el techo y abriendo una grieta en lo que quedaba de pared, cayó libre dentro del centro comercial. De nuevo tuvimos que apartarnos tras la columna al tiempo que el cielo, como temieron siempre los galos, se derrumbaba sobre nuestras cabezas. El peso muerto del objeto que había destruido la techumbre golpeó contra el agua y nos caló completamente.
Una vez finalizada la tormenta de cascotes, reunimos el valor para quitarnos las manos de la cabeza y ver lo ocurrido. La escena nos dejó pasmados. La U gigante que había surgido de las alturas no era una U sino una C, acompañada de otra enorme N, las siglas de Nueva Condomina. Eran el colofón de la torre del centro comercial, que anunciaba desde kilómetros la llegada al paraíso de las compras. El poste se había quebrado, puede que socavado por las avenidas, y cayó sobre nosotros. La N y la C estaban boca abajo, y el pivote, cada vez más ancho, ascendía diagonalmente hasta perderse sobre el alto techo de la tienda que aún quedaba en pie.
Marta y yo permanecíamos en una especie de istmo conectado al centro comercial únicamente por la zona de almacenes, con la puerta de la que salimos a nuestra espalda. La catástrofe nos había salvado de los zombies por el momento, ya que el vacío se interponía entre ellos y su comida.
- ¿Oyes eso?- dijo Marta levantándose, aún apoyada sobre la columna.
Yo no escuchaba nada, pero ella me mandó callar, mientras se elevaba de puntillas mirando el oscuro cielo que asomaba sobre nosotros.
- Es como una sirena de ambulancia, ¿no?- añadió.
Mis oídos, menos sensibles que los suyos, lograron captar una leve vibración, efectivamente, como decía Marta, similar a la sirena de una ambulancia, procedente del exterior. Poco a poco el sonido se hizo más fuerte, acompañado después, y eso casi nos provoca un ataque cardíaco simultáneo, por la voz de un hombre a través de un megáfono.
- ¡Dios! Hay gente ahí fuera.
De hecho la voz, ya audible, preguntaba por la existencia de supervivientes en el centro comercial. Marta y yo nos abrazamos como si ya estuviéramos salvados, una situación que distaba mucho de ser real. Estábamos atrapados, con todas las salidas destrozadas o plagadas de infectados. Sin embargo sí quedaba una posibilidad: llegar a la torre derribada y ascender por ella hasta la azotea. La distancia desde nuestro refugio hasta las gigantescas N y C no debía ser de más de dos metros, aunque estaban a menor altura, y añadido al riesgo de un golpe en el salto, cabía la desgracia de resbalarse y hundirse entre la marea de muertos. Una vez más los acontecimientos decidieron por nosotros. La puerta del almacén comenzó a ser aporreada desde dentro. Los zombies llegaban por detrás. No la habíamos cerrado, pero al parecer el derrumbe la había atascado, no sabíamos por cuánto tiempo. Había que salir de allí ya.
Marta fue la primera en saltar. Ella era más ágil y supo caer con gran precisión sobre el brazo superior de la C. En cualquier caso me dolió sólo con ver cómo chocaba contra la torre. Milagrosamente indemne, se dio la vuelta y me pidió que la siguiera. Yo tomé carrerilla, calculé el aterrizaje en el mismo punto y salí disparado, sólo para frenarme a unos centímetros del bordillo.
- ¡No puedo!- exclamé acobardado.
- Pedro, ¡detrás de ti!- me advirtió Marta.
La puerta del almacén cedió justo en ese instante bajo el empuje de los zombies, y al verlos corriendo hacia mí, salté sin apenas coger impulso hacia las enormes letras. El miedo me dio fuerzas, pero no las suficientes, y tras agarrar con una sola manos el extremo de la C me escurrí hacia las aguas. El impacto fue algo así como ser atropellado por un camión. A punto de desmayarme, conseguí frenar con los pies descalzos lo necesario para que Marta pudiera asirme y entre los dos iniciar la ascensión. Pero cuando estaba a punto de llegar hasta ella un infectado salió de las profundidades y me agarró la pierna con una fuerza descomunal. Tratando de zafarme miré hacia abajo y contemplé horrorizado como una mujer con la cabeza abierta y totalmente desnuda me había alcanzado. Y no me estaba cogiendo con las manos, lo que notaba casi a la altura del tobillo eran sus dientes, desgarrándome. Marta abrió fuego contra ella y al tercer disparo convirtió el cerebro, parcialmente visible, en batido de fresa.
Temerosos de otra escalada zombie subimos rápidamente por la torre y llegamos al techo, dejando un reguero de sangre a mi paso. Una vez allí me examiné el tobillo derecho confirmando lo evidente, me habían mordido. Quizás no con mucha profundidad, pero Marta y yo habíamos visto ya lo suficiente como para saber que estaba infectado y que tarde o temprano sería uno de ellos. El sonido de la sirena interrumpió mis lamentos.
- ¿Quedan supervivientes ahí dentro?- preguntaba la voz del megáfono.

Nos asomamos desde la terraza en busca de nuestros salvadores. Allí abajo, en los aparcamientos aéreos de la Nueva Condomina no había nada más que agua. La inundación era mas grande de lo que habíamos imaginado. Hasta donde acertábamos a ver (que no era mucho dado que seguía lloviendo con fuerza) sólo se extendía un mar inmenso y embravecido por el viento de la tormenta, con los distintos edificios del megacomplejo comercial asomando como islas en medio de un huracán. Y surgiendo de ese caos con tintes bíblicos apareció una lancha tipo Zodiac equipada con un potente foco, navegando por el mismo lugar en el que hasta hace poco se apilaban coches y más coches de clientes. Hicimos gestos y nos desgañitamos gritando para que nos vieran, hasta que la luz del foco se centró en nosotros. Cegados por la linterna y la alegría nos abrazamos. La lancha se acercó al edificio principal y 'atracó' atando un cabo en una farola que sobresalía del fondo. Vimos que estaba ocupada por tres hombres, vestidos con trajes militares, si bien no tenían un aspecto demasiado marcial.
Uno de ellos nos lanzó una cuerda de nudos y ágilmente ascendió por ella. Era joven y estaba bastante, flaco aunque de complexión fuerte. Llevaba barba de varios días y el aspecto que todos nosotros podíamos tener tras más de un mes de penurias y sufrimientos.
- Me llamo Rodrigo. ¡Qué alegría encontrar supervivientes!- dijo al saludarnos, con un marcado acento andaluz- ¿Hay mas?
- No, sólo nosotros. Él es Pedro y yo Marta- respondió Marta- ¿De dónde vienen?
- ¿No han escuchado nuestros mensajes de radio?- preguntó sorprendido- Supongo que no. Venimos de Cádiz, el último bastión. El Gobierno, el Ejército y todos los que pudieron se refugiaron allí cuando la epidemia se hizo general. Perdimos a muchos. La mayor parte de los políticos cayó en Madrid, y la Familia Real... todos han desaparecido. Ahora la presidenta es Carme Chacón, y ha creado un gobierno de unidad nacional. La lucha fue muy dura pero al final conseguimos detener a los zombies y contraatacar. Tomamos y limpiamos Gibraltar y, gracias a su aeropuerto ya contamos con un punto seguro para viajar en avión. Hace dos días aterrizamos en Alcantarilla, pero ustedes son los primeros vivos que encontramos. Nuestra misión es rescatar a todos los supervivientes que encontremos y buscar otros focos de resistencia, si aún queda alguno. Toda ayuda es poca para la reconstrucción.
- Bueno- respondió Marta- Estás viendo lo que queda de este foco de resistencia. Y como no salgamos cuanto antes de aquí, ni eso- añadió mirando los restos del centro comercial, entre los cuales aún se movían cientos de infectados.
- Pues no se hable más. ¡Bajan dos, haced sitio!- gritó hacia la lancha.
- Baja uno- intervine yo, y di paso al frente para mostrar mi pierna sanguinolenta.
Rodrigo sacó, con un rápido movimiento, un fusil Kalasnikov que llevaba a la espalda y me apuntó a la cabeza.
- ¿Te han mordido?- preguntó- ¿Hace cuánto?
Marta se interpuso entre el arma y mi cabeza y elevó su revólver hacia Rodrigo:
- Ni se te ocurra- le advirtió.
- ¿Estás loca?- protestó el recién llegado- Está infectado, es uno de ellos.
Marta y Rodrigo amartillaron sus armas casi a la vez y éste último cambió su objetivo por la cabeza de ella. Los dos estaban dispuestos a apretar el gatillo sin dudarlo. Era lo que había conseguido varias semanas de "dispara al zombie y corre".
- Tiene razón, Marta- dije- Me voy a convertir en cualquier momento. No puedo ir con vosotros.
- No digas eso- terció ella, sin apartar el arma- No lo sabes, puede que en Cádiz puedan hacer algo por ti. Tendrán ya un medicamento. Una vacuna o algo así, ¿no?
- La única vacuna que hay es la que tengo en la recámara, y te aseguro que se la voy a administrar- respondió Rodrigo.
- ¡Por encima de mi cadáver, cabrón!- les espetó ella.
- ¡No me pruebes niñita, que te enteras!
La situación era insostenible, así que cogí mi propia pistola y coloqué el cañón en mi sien y lancé una advertencia a los dos:
- ¡Ya está bien! Ni me vas a pegar un tiro ni me marcho en la lancha, me quedo aquí con mi pistola y ya veré lo que hago.
Marta y Rodrigo bajaron las armas sorprendidos por mi intervención.
- Marta- dije sin apartar el revólver- Sabes que estoy muerto, es el fin. Pero tú te puedes salvar, así que quiero que montes en esa lancha y te marches de aquí cuanto antes. Puede que haya otras personas por ahí fuera que necesiten ayuda. Dejad de perder el tiempo conmigo.
Ella bajó al fin el arma y se lanzó a mis brazos. Me buscó con los labios, y a pesar del miedo que tenía de poder contagiarle, no pude resistirme a ese último beso. Después comenzó a llorar apoyada en mi pecho.
- No puedo irme, no puedo irme- repetía entre sollozos.
Yo también me desmoroné. Me decía que no era justo terminar así, cuando había encontrado a una chica como Marta, cuando tras más de un mes de sufrimientos, había descubierto una razón para seguir viviendo. El dolor me estaba consumiendo por dentro, así que la empujé poco a poco hacia el muro donde se encontraba Rodrigo, y con su ayuda la convencimos para que comenzara a bajar. Me dio otro beso antes de descolgarse hasta la lancha.
Rodrigo me dijo que la cuidaría, lo cual tampoco me ayudó mucho.
- Yo de ti usaría esa pistola antes de que fuera tarde- fue lo último que me dijo.

Y así he terminado aquí, sentado bajo la lluvia en lo poco que queda de la azotea del centro comercial Nueva Condomina en Murcia, contemplando la devastación que ha provocado el agua en esta tierra tan poco acostumbrada a su abundancia.
La zodiac de Marta hace ya dos horas que se ha marchado en dirección norte. Me duele la cabeza y los temblores que sufro no responden precisamente a las bajas temperaturas. Al menos me ha dejado de sangrar el tobillo, si bien la causa de esta repentina mejoría se me antoja un poco tétrica.
Me pregunto qué habrá sido de mi familia. Y de mi hermana en Argentina. Recuerdo un vídeo que me enseñó ella hace unos años. Era el tráiler de coña de una película falsa, de esos que circula por Internet. Se llamaba Jesucristo Zombie o algo así, y jugaba con la idea de la vuelta a la vida de Lázaro y la propia muerte y resurrección de Jesús. El tráiler mostraba un grupo de jóvenes encerrados en una iglesia, asolada a su vez por una horda de zombies con el Mesías a la cabeza, mientras el narrador citaba la frase gancho de la película: "Hace 2.000 años Jesucristo nos prometió la inmortalidad... el problema es que no miramos la letra pequeña".
Imagino que quien me vea ahora, riéndome en mi situación, pensará que me he vuelto loco, y puede que no se equivoque. La pistola que sostengo entre mis manos contiene tres balas, así que incluso podría defenderme en caso de que uno de los zombies que sigue ahí abajo llegue hasta mí. Sé que no debería esperar más, pero me enfrento a uno de los instintos más poderosos del hombre, el de la supervivencia, y puedo asegurar ya por experiencia que en mí está bastante arraigado.
Empiezo a tener fiebre y, tras un molesto cosquilleo, ahora estoy perdiendo la sensibilidad en la pierna herida. Creo que llega el momento de tomar una decisión. Seguramente me abra la cabeza, pero... El caso es que también tengo cierta curiosidad por conocer las sensaciones que debe tener una máquina de comer carne humana. Supongo que cuando se es un zombie las cosas son mucho más sencillas. Comer, correr, comer. Por si acaso, me gustaría haceros una advertencia. Si os encontráis dentro de unos días a un infectado joven, delgado, moreno, herido en la pierna y vestido tan sólo con unos calzoncillos, os recomiendo que salgáis corriendo con todas vuestras ganas. Entendedme, solía ser un tipo tranquilo, pero imagino que estaré un poco cabreado.

FIN