jueves, 10 de diciembre de 2009

Jueves 3 de septiembre. El Fin

Un mes después de la irrupción del Virus R en nuestro aburrido y violento planeta, la infección había sesgado de un plumazo casi todo rastro de vida humana (al menos el concepto de vida que considerábamos hasta entonces) y amenazaba con acabar con ella completamente. Marta y yo, por ejemplo, no representábamos una esperanza muy fiable para la supervivencia de nuestra especie. Descalzos, medio desnudos y con una simple pistola para protegernos, nos encontrábamos en ese preciso instante corriendo por los pasillos de la segunda planta del centro comercial Nueva Condomina de Murcia, acorralados por miles de zombies. Durante las próximas horas, las últimas, me quedaré solo y el devastador virus llegará a mi sangre. Sin embargo, eso es adelantar acontecimientos. Vayamos paso por paso.

Habíamos logrado esquivar las dentelladas de los muertos durante un día. Toda una proeza teniendo en cuenta que se debían contar por cientos de miles los que rodeaban el centro comercial y lograron al fin entrar gracias a la inundación provocada por la tormenta que asolaba Murcia desde el lunes. Afortunadamente los zombies no parecían buenos nadadores, y con la planta baja rebasada por el agua, eran pocos los que había logrado llegar hasta nuestro territorio. Que nosotros supiéramos, éramos los únicos vivos que quedaban en el lugar. Y lo cierto es que habíamos hecho un buen rastreo de todos los comercios y oficinas de esa planta de Nueva Condomina, mientras huíamos, nos parapetábamos y volvíamos a escapar de los hambrientos infectados.
En ese momento debía ser alguna hora de la tarde, ya que hacía bastante tiempo que había amanecido, aunque los nubarrones, que apenas dejaban pasar la luz por los ventanales del edificio, nos impedían ver si el sol estaba subiendo o bajando. En cualquier caso poco importaba el horario porque llevábamos más de 24 horas sin dormir y sólo se me antojaba una forma de permanecer parado más de veinte minutos en el mismo sitio: pasaba por dedicar una de las pocas balas que nos quedaban a pegarnos un tiro y acabar de una vez con ese suplicio.
- ¿Se cansarán algún día? ¿Morirán de hambre cuando todos hayamos caído?- me preguntó Marta.
Estábamos en un almacén de la parte central del centro comercial. Habíamos conseguido despistar a un grupo de muertos que nos persiguió durante horas por la azotea. La habitación resultó ser la parte de atrás de una tienda de golosinas en la que aún quedaban cajas repletas de dulces, un poco duros pero comestibles.
- No creo que haya otra forma de acabar con esas cosas que disparándoles en la cabeza- le respondí- Pero no digas que vamos a morir. Saldremos de ésta.
Marta bajó de la mesa en la que había subido y tiró al suelo el paquete de piruletas que tenía en la mano.
- ¡Cómo que no hable de morir! ¡Crees acaso que vamos a escapar de aquí! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos muertos, ya estamos muertos!
Salté sobre ella, abrazándola para que dejara de gritar. Comenzó a llorar una vez se vio en mis brazos, pero ya era demasiado tarde. Escuchamos unos golpes en la puerta. Descubiertos. Recogimos las armas y tomamos la salida trasera. Si nos habíamos refugiado en esa sala era, evidentemente, porque teníamos una vía de escape.
Llegamos a un pasillo de servicio que permanecía oscuro, aunque un poco más adelante se podía adivinar el perfil de una puerta al contraluz. Como zona abierta era muy posible que también estuviera llena de zombies, pero no había otra opción. Bajé el pomo lentamente y eché un un vistazo al otro lado. Estábamos en el gran pasillo central que conectaba los dos laterales. Podía ver claramente un grupo de muertos en la zona izquierda, parados, atontados y mirando alrededor con la boca abierta, como si fueran clientes de pueblo perdidos en el centro comercial. Entraban en esa especie de estado latente cuando no tenían un objetivo a la vista.
Dado que no había vuelta atrás (los zombies estaban dentro del almacén y golpeaban ahora la puerta de nuestro pasillo), teníamos que salir por allí. El problema era que no podía ver si también había infectados a mi derecha. Se lo planteé a Marta y como habíamos hecho ya muchas veces ese día, decidimos salir corriendo en dirección contraria a los zombies. Comprobamos las armas y nos lanzamos sin pensarlo dos vez. La vista completa del cuadro completo resultó aterradora. Los muertos se apelotonaban con mayor densidad si cabe en la parte derecha. De repente nos vimos rodeados por unos y otros, y no nos quedaban balas siquiera para que un pistolero con experiencia acabara con su primera línea. Marta me miró apesadumbrada. Sabía que era el fin. Los infectados cerraron el círculo en torno a sus próximas víctimas. No sé si albergaban algún resquicio de inteligencia pero daba la impresión de que percibían que no teníamos escapatoria porque avanzaban lentamente, relamiéndose, rugiendo de placer.
Como habíamos acordado horas antes, nos llevamos la pistola a la cabeza, cada uno a la suya, para evitar que un disparo prematuro dejara a uno de los dos vivo.
- Adiós- me dijo.
- Adi...- comencé a decir en respuesta, cuando un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra lamentable despedida.
Era un intenso gemido metálico, que saturó de repente todo el espectro de sonido, haciendo que nos lleváramos las manos a las orejas. Sin embargo, tan pronto como vino desapareció. Fue un segundo de silencio, quizás menos, y entonces el techo se vino abajo sobre nosotros. Toneladas de yeso, vigas y el plástico traslúcido del techo solar se deshicieron en añicos para precipitarse. Cogí a Marta y agarrados notamos como el suelo también se inclinaba poco a poco. Saltamos cerca de una columna y nos refugiamos en su base mientras el polvo invadía cada centímetro cuadrados de la enorme nave que se había desmoronado. La explosión de materiales reventados contra el suelo fue tan fuerte que la segunda planta se derrumbó sobre las aguas que llenaban la primera. Marta se quedó en el aire, aunque estaba tan fuertemente agarrada a mí que logré echarme hacia atrás y ponernos a salvo sobre una zona que se mantenía en pie, tras la columna.

Al disolverse la capa de yeso que bañaba el ambiente vimos que casi todo el pasillo central se había venido abajo. Cascotes y cuerpos de decenas de zombies (algunos en movimiento, otros paralizados) poblaban ahora la superficie de las aguas en el nivel inferior. Marta me señaló el techo. Una figura roja y curvada, como una enorme U, asomaba por el hueco abierto. Al alzar la vista el agua salpicó nuestras caras. Fuera seguía lloviendo a mares.
La gigantesca U se hundió un poco más en el techo y abriendo una grieta en lo que quedaba de pared, cayó libre dentro del centro comercial. De nuevo tuvimos que apartarnos tras la columna al tiempo que el cielo, como temieron siempre los galos, se derrumbaba sobre nuestras cabezas. El peso muerto del objeto que había destruido la techumbre golpeó contra el agua y nos caló completamente.
Una vez finalizada la tormenta de cascotes, reunimos el valor para quitarnos las manos de la cabeza y ver lo ocurrido. La escena nos dejó pasmados. La U gigante que había surgido de las alturas no era una U sino una C, acompañada de otra enorme N, las siglas de Nueva Condomina. Eran el colofón de la torre del centro comercial, que anunciaba desde kilómetros la llegada al paraíso de las compras. El poste se había quebrado, puede que socavado por las avenidas, y cayó sobre nosotros. La N y la C estaban boca abajo, y el pivote, cada vez más ancho, ascendía diagonalmente hasta perderse sobre el alto techo de la tienda que aún quedaba en pie.
Marta y yo permanecíamos en una especie de istmo conectado al centro comercial únicamente por la zona de almacenes, con la puerta de la que salimos a nuestra espalda. La catástrofe nos había salvado de los zombies por el momento, ya que el vacío se interponía entre ellos y su comida.
- ¿Oyes eso?- dijo Marta levantándose, aún apoyada sobre la columna.
Yo no escuchaba nada, pero ella me mandó callar, mientras se elevaba de puntillas mirando el oscuro cielo que asomaba sobre nosotros.
- Es como una sirena de ambulancia, ¿no?- añadió.
Mis oídos, menos sensibles que los suyos, lograron captar una leve vibración, efectivamente, como decía Marta, similar a la sirena de una ambulancia, procedente del exterior. Poco a poco el sonido se hizo más fuerte, acompañado después, y eso casi nos provoca un ataque cardíaco simultáneo, por la voz de un hombre a través de un megáfono.
- ¡Dios! Hay gente ahí fuera.
De hecho la voz, ya audible, preguntaba por la existencia de supervivientes en el centro comercial. Marta y yo nos abrazamos como si ya estuviéramos salvados, una situación que distaba mucho de ser real. Estábamos atrapados, con todas las salidas destrozadas o plagadas de infectados. Sin embargo sí quedaba una posibilidad: llegar a la torre derribada y ascender por ella hasta la azotea. La distancia desde nuestro refugio hasta las gigantescas N y C no debía ser de más de dos metros, aunque estaban a menor altura, y añadido al riesgo de un golpe en el salto, cabía la desgracia de resbalarse y hundirse entre la marea de muertos. Una vez más los acontecimientos decidieron por nosotros. La puerta del almacén comenzó a ser aporreada desde dentro. Los zombies llegaban por detrás. No la habíamos cerrado, pero al parecer el derrumbe la había atascado, no sabíamos por cuánto tiempo. Había que salir de allí ya.
Marta fue la primera en saltar. Ella era más ágil y supo caer con gran precisión sobre el brazo superior de la C. En cualquier caso me dolió sólo con ver cómo chocaba contra la torre. Milagrosamente indemne, se dio la vuelta y me pidió que la siguiera. Yo tomé carrerilla, calculé el aterrizaje en el mismo punto y salí disparado, sólo para frenarme a unos centímetros del bordillo.
- ¡No puedo!- exclamé acobardado.
- Pedro, ¡detrás de ti!- me advirtió Marta.
La puerta del almacén cedió justo en ese instante bajo el empuje de los zombies, y al verlos corriendo hacia mí, salté sin apenas coger impulso hacia las enormes letras. El miedo me dio fuerzas, pero no las suficientes, y tras agarrar con una sola manos el extremo de la C me escurrí hacia las aguas. El impacto fue algo así como ser atropellado por un camión. A punto de desmayarme, conseguí frenar con los pies descalzos lo necesario para que Marta pudiera asirme y entre los dos iniciar la ascensión. Pero cuando estaba a punto de llegar hasta ella un infectado salió de las profundidades y me agarró la pierna con una fuerza descomunal. Tratando de zafarme miré hacia abajo y contemplé horrorizado como una mujer con la cabeza abierta y totalmente desnuda me había alcanzado. Y no me estaba cogiendo con las manos, lo que notaba casi a la altura del tobillo eran sus dientes, desgarrándome. Marta abrió fuego contra ella y al tercer disparo convirtió el cerebro, parcialmente visible, en batido de fresa.
Temerosos de otra escalada zombie subimos rápidamente por la torre y llegamos al techo, dejando un reguero de sangre a mi paso. Una vez allí me examiné el tobillo derecho confirmando lo evidente, me habían mordido. Quizás no con mucha profundidad, pero Marta y yo habíamos visto ya lo suficiente como para saber que estaba infectado y que tarde o temprano sería uno de ellos. El sonido de la sirena interrumpió mis lamentos.
- ¿Quedan supervivientes ahí dentro?- preguntaba la voz del megáfono.

Nos asomamos desde la terraza en busca de nuestros salvadores. Allí abajo, en los aparcamientos aéreos de la Nueva Condomina no había nada más que agua. La inundación era mas grande de lo que habíamos imaginado. Hasta donde acertábamos a ver (que no era mucho dado que seguía lloviendo con fuerza) sólo se extendía un mar inmenso y embravecido por el viento de la tormenta, con los distintos edificios del megacomplejo comercial asomando como islas en medio de un huracán. Y surgiendo de ese caos con tintes bíblicos apareció una lancha tipo Zodiac equipada con un potente foco, navegando por el mismo lugar en el que hasta hace poco se apilaban coches y más coches de clientes. Hicimos gestos y nos desgañitamos gritando para que nos vieran, hasta que la luz del foco se centró en nosotros. Cegados por la linterna y la alegría nos abrazamos. La lancha se acercó al edificio principal y 'atracó' atando un cabo en una farola que sobresalía del fondo. Vimos que estaba ocupada por tres hombres, vestidos con trajes militares, si bien no tenían un aspecto demasiado marcial.
Uno de ellos nos lanzó una cuerda de nudos y ágilmente ascendió por ella. Era joven y estaba bastante, flaco aunque de complexión fuerte. Llevaba barba de varios días y el aspecto que todos nosotros podíamos tener tras más de un mes de penurias y sufrimientos.
- Me llamo Rodrigo. ¡Qué alegría encontrar supervivientes!- dijo al saludarnos, con un marcado acento andaluz- ¿Hay mas?
- No, sólo nosotros. Él es Pedro y yo Marta- respondió Marta- ¿De dónde vienen?
- ¿No han escuchado nuestros mensajes de radio?- preguntó sorprendido- Supongo que no. Venimos de Cádiz, el último bastión. El Gobierno, el Ejército y todos los que pudieron se refugiaron allí cuando la epidemia se hizo general. Perdimos a muchos. La mayor parte de los políticos cayó en Madrid, y la Familia Real... todos han desaparecido. Ahora la presidenta es Carme Chacón, y ha creado un gobierno de unidad nacional. La lucha fue muy dura pero al final conseguimos detener a los zombies y contraatacar. Tomamos y limpiamos Gibraltar y, gracias a su aeropuerto ya contamos con un punto seguro para viajar en avión. Hace dos días aterrizamos en Alcantarilla, pero ustedes son los primeros vivos que encontramos. Nuestra misión es rescatar a todos los supervivientes que encontremos y buscar otros focos de resistencia, si aún queda alguno. Toda ayuda es poca para la reconstrucción.
- Bueno- respondió Marta- Estás viendo lo que queda de este foco de resistencia. Y como no salgamos cuanto antes de aquí, ni eso- añadió mirando los restos del centro comercial, entre los cuales aún se movían cientos de infectados.
- Pues no se hable más. ¡Bajan dos, haced sitio!- gritó hacia la lancha.
- Baja uno- intervine yo, y di paso al frente para mostrar mi pierna sanguinolenta.
Rodrigo sacó, con un rápido movimiento, un fusil Kalasnikov que llevaba a la espalda y me apuntó a la cabeza.
- ¿Te han mordido?- preguntó- ¿Hace cuánto?
Marta se interpuso entre el arma y mi cabeza y elevó su revólver hacia Rodrigo:
- Ni se te ocurra- le advirtió.
- ¿Estás loca?- protestó el recién llegado- Está infectado, es uno de ellos.
Marta y Rodrigo amartillaron sus armas casi a la vez y éste último cambió su objetivo por la cabeza de ella. Los dos estaban dispuestos a apretar el gatillo sin dudarlo. Era lo que había conseguido varias semanas de "dispara al zombie y corre".
- Tiene razón, Marta- dije- Me voy a convertir en cualquier momento. No puedo ir con vosotros.
- No digas eso- terció ella, sin apartar el arma- No lo sabes, puede que en Cádiz puedan hacer algo por ti. Tendrán ya un medicamento. Una vacuna o algo así, ¿no?
- La única vacuna que hay es la que tengo en la recámara, y te aseguro que se la voy a administrar- respondió Rodrigo.
- ¡Por encima de mi cadáver, cabrón!- les espetó ella.
- ¡No me pruebes niñita, que te enteras!
La situación era insostenible, así que cogí mi propia pistola y coloqué el cañón en mi sien y lancé una advertencia a los dos:
- ¡Ya está bien! Ni me vas a pegar un tiro ni me marcho en la lancha, me quedo aquí con mi pistola y ya veré lo que hago.
Marta y Rodrigo bajaron las armas sorprendidos por mi intervención.
- Marta- dije sin apartar el revólver- Sabes que estoy muerto, es el fin. Pero tú te puedes salvar, así que quiero que montes en esa lancha y te marches de aquí cuanto antes. Puede que haya otras personas por ahí fuera que necesiten ayuda. Dejad de perder el tiempo conmigo.
Ella bajó al fin el arma y se lanzó a mis brazos. Me buscó con los labios, y a pesar del miedo que tenía de poder contagiarle, no pude resistirme a ese último beso. Después comenzó a llorar apoyada en mi pecho.
- No puedo irme, no puedo irme- repetía entre sollozos.
Yo también me desmoroné. Me decía que no era justo terminar así, cuando había encontrado a una chica como Marta, cuando tras más de un mes de sufrimientos, había descubierto una razón para seguir viviendo. El dolor me estaba consumiendo por dentro, así que la empujé poco a poco hacia el muro donde se encontraba Rodrigo, y con su ayuda la convencimos para que comenzara a bajar. Me dio otro beso antes de descolgarse hasta la lancha.
Rodrigo me dijo que la cuidaría, lo cual tampoco me ayudó mucho.
- Yo de ti usaría esa pistola antes de que fuera tarde- fue lo último que me dijo.

Y así he terminado aquí, sentado bajo la lluvia en lo poco que queda de la azotea del centro comercial Nueva Condomina en Murcia, contemplando la devastación que ha provocado el agua en esta tierra tan poco acostumbrada a su abundancia.
La zodiac de Marta hace ya dos horas que se ha marchado en dirección norte. Me duele la cabeza y los temblores que sufro no responden precisamente a las bajas temperaturas. Al menos me ha dejado de sangrar el tobillo, si bien la causa de esta repentina mejoría se me antoja un poco tétrica.
Me pregunto qué habrá sido de mi familia. Y de mi hermana en Argentina. Recuerdo un vídeo que me enseñó ella hace unos años. Era el tráiler de coña de una película falsa, de esos que circula por Internet. Se llamaba Jesucristo Zombie o algo así, y jugaba con la idea de la vuelta a la vida de Lázaro y la propia muerte y resurrección de Jesús. El tráiler mostraba un grupo de jóvenes encerrados en una iglesia, asolada a su vez por una horda de zombies con el Mesías a la cabeza, mientras el narrador citaba la frase gancho de la película: "Hace 2.000 años Jesucristo nos prometió la inmortalidad... el problema es que no miramos la letra pequeña".
Imagino que quien me vea ahora, riéndome en mi situación, pensará que me he vuelto loco, y puede que no se equivoque. La pistola que sostengo entre mis manos contiene tres balas, así que incluso podría defenderme en caso de que uno de los zombies que sigue ahí abajo llegue hasta mí. Sé que no debería esperar más, pero me enfrento a uno de los instintos más poderosos del hombre, el de la supervivencia, y puedo asegurar ya por experiencia que en mí está bastante arraigado.
Empiezo a tener fiebre y, tras un molesto cosquilleo, ahora estoy perdiendo la sensibilidad en la pierna herida. Creo que llega el momento de tomar una decisión. Seguramente me abra la cabeza, pero... El caso es que también tengo cierta curiosidad por conocer las sensaciones que debe tener una máquina de comer carne humana. Supongo que cuando se es un zombie las cosas son mucho más sencillas. Comer, correr, comer. Por si acaso, me gustaría haceros una advertencia. Si os encontráis dentro de unos días a un infectado joven, delgado, moreno, herido en la pierna y vestido tan sólo con unos calzoncillos, os recomiendo que salgáis corriendo con todas vuestras ganas. Entendedme, solía ser un tipo tranquilo, pero imagino que estaré un poco cabreado.

FIN

Fin de la Primera Temporada, próximamente

Saludos a todos. El último capítulo de la desesperada aventura de Pedro está en marcha y muy pronto lo publicaré. Sin embargo, precisamente por ser el final de 'Levántate y anda' quiero perfilarlo bien; mis queridos zombies se lo merecen, jeje.
Gracias a todos los que habéis seguido el blog y a quien además lo ha promocionado. Agradecimientos también a vuestros consejos sobre la historia y sobre el propio diseño del blog, me habéis sido de mucha ayuda.
Un abrazo y nos 'vemos' en el último capítulo.

P.D.: Como entretenimiento antes de terminar, aquí va una noticia real sobre la llegada de los zombies a Alicante:

http://www.theleader.info/article/20477/zombies-march-through-alicante/

lunes, 7 de diciembre de 2009

Miercoles 2 de septiembre. El principio del fin

Al amanecer, la lluvia seguía golpeando el techo solar del centro comercial. Desperté junto a Marta, que yacía acurrucada sobre mí, desnuda bajo una fina sábana blanca. Fue la primera mañana en un mes que no me levantaba sudoroso, gritando y con el persistente recuerdo de la muerte acechándome. Ella apartó durante la noche esos temores, pero no pude seguir ignorándolos cuando me despejé.
No había parado de llover en todo el día anterior, por lo que el colector debía seguir inundado. Esa enorme tubería, que atravesaba los sótanos y llevaba hasta el otro lado de la autovía, era la única vía de escape de Nueva Condomina, ya que el complejo estaba rodeado de miles de zombies atraídos por los sacrificios que el ya desaparecido Ricardo y su legión de asesinos les había proporcionado. Ahora, bajo una de las tormentas de verano más fuertes que recordaba, y sin tener claro cuánta gente seguía viva bajo nuestro techo, no teníamos más opción que esperar a que dejara de llover.
Habíamos pasado 24 horas seguidas en la tienda de Zara, ocultos, aunque no sabíamos si quedaban hombres armados en el centro comercial ni las intenciones que tenían una vez muerto su líder. Estábamos en el lugar más alejado de la entrada a la tienda, cerca de los probadores. Acumulando ropa bajo nosotros fabricamos una cama que, en comparación con los camastros que habíamos sufrido hasta ahora, nos pareció un lecho de dioses. Nos sentíamos seguros, pero permanecer mucho más tiempo en nuestro refugio no tenía sentido. Si quedaban guardias ahí dentro, tarde o temprano nos descubrirían. Y si todos se habían marchado antes de que se inundara el colector o matado entre ellos, no había razón para seguir escondidos.
De repente un ruido metálico nos puso en guardia. Algo había caído al suelo rebotando varias veces y su sonido pareció ampliarse a través de las silenciosas paredes de la tienda. Miré a Marta, que a pesar de seguir acostada, ya tenía el revólver entre las manos. Yo cogí el mío y me puse de puntillas entre los percheros, aguzando el oído. Se produjo otro ruido estridente, de nuevo hierro golpeando el suelo, pero ahora más cerca. Marta se levantó y fue hasta mí.
- ¿De dónde viene?- preguntó.
- Creo que de la planta de abajo- susurré.
Estábamos en la segunda planta del Zara, la parte de ropa masculina, mientras que la primera estaba destinada a la mujer. Unas escaleras mecánicas conectaban ambos niveles. Nos dirigimos hacia allí. Ambos íbamos descalzos, sólo porque el sobresalto que nos había alarmado nos pilló así (de hecho yo llevaba puestos únicamente unos calzoncillos y Marta una camiseta larga), pero resultaba lo mejor para reducir el sonido. La boca de las escaleras permanecía despejada, pero estaba claro que ahí abajo había algo, pues se escuchaban pisadas. Bajamos lentamente, con las pistolas mirando al frente, y yo al menos, muerto de miedo. Una vez abajo se podía escuchar claramente una gotera, quizás varias, que debían atravesar el techo del centro comercial y caer hasta la planta principal, ya fuera de la tienda. Por un momento pensamos que ése era el ruido que nos había sorprendido, pero un paso no muy lejos de nosotros activó de nuevo las alarmas. Después otro. No lo veíamos, pero alguien estaba andando y fuera cual fuera el calzado que llevaba, hacía mucho ruido. Además, a cada paso le seguía otro sonido más largo y suave, como el arrastre de un bulto a empujones. En la planta de abajo había muy poca luz, y sólo acertábamos a divisar los percheros atestados de ropa desordenada, allí donde mirábamos. El sonido continuaba, cada vez más cercano, pero muy lento.
- Hay alguien ahí- dije, recibiendo rápidamente una mirada de desaprobación de Marta.
Sin embargo el ruido cesó. Durante unos instantes, que se me hicieron eternos, no se escuchó nada. Hasta que los pasos volvieron, más fuertes, más cerca, hacia nosotros. Un perchero se derrumbó prácticamente frente a mí, a unos dos metros de distancia. Entonces lo vi. Era un hombre alto, vestido de ejecutivo pero con la ropa sucia, rasgada y completamente calada. Su rostro era grisáceo, casi azulado. Me lanzó una mirada furibunda, con esos ojos blanquecinos clavados en mí. El zombie emitió un gruñido e inició una torpe carrera hacia nosotros. Torpe porque sólo podía andar con un pie, mientras que arrastraba el otro apoyando directamente el tobillo, con el pie torcido tras él. Un movimiento que helaba la sangre sólo de verlo. Ahora comprendía, también, el ruido que hacían sus zapatos. Estaban mojados y la suela de plástico crujía por el paso del agua. El muerto aceleró su carrera en mi dirección. Levanté el arma apuntando a su cabeza y pulsé el gatillo. La respuesta fue un solitario e inquietante click. El revólver no disparaba.
El infectado saltó sobre mí, comiéndose prácticamente mi revólver. Caímos los dos, él encima mío, y tuve que soltar la pistola para tratar de alejar su boca de mi cuello. Le sostenía los hombros pero pesaba mucho y apenas podía evitar sus dentelladas, que dirigía por igual a cabeza o brazos según lo que tuviera más cerca. Su gesto, fiero, parecía esconder una mueca, como si estuviera riéndose de placer al tener al fin carne fresca cerca al alcance.
Marta apareció a mi rescate por detrás de él. Le golpeó con un hierro el la cabeza y el zombie se desplomó a mi lado, temblando tal y como haría la víctima de un ataque epiléptico. Marta elevó el hierro y se lo clavó a través del ojo. El muerto dejó de moverse.
Tardé unos segundos en recuperar el aliento, pero estaba claro que había que darse prisa. De alguna forma los zombies estaban entrando al centro comercial. Si lo había conseguido uno, cientos irían detrás de él. Salimos al pasillo de la planta baja. Las goteras que habíamos escuchado momentos antes caían por todas partes, y el agua había formado ya un enorme charco. Iniciamos la carrera en dirección al Eroski. El hipermercado contaba con zonas de carga que existía la posibilidad de utilizar como salida. Sin embargo, según avanzábamos entre las tiendas, el nivel del agua parecía elevarse, hasta un volumen que no podía proceder de las goteras. Al llegar a la galería que daba entrada al Eroski, frente a la inmensa hilera de cajas registradoras, encontramos a un grupo de guardias. Ellos parecieron tan sorprendidos como nosotros de vernos, pero por muy peligrosos que pudieran resultar, en ese momento tenían cuestiones más importantes que atender. La puerta acristalada del parking, reforzada con vigas y tablas, estaba resquebrajándose. De ella surgían chorros de agua, como si fuera una fuente. No tenía explicación, pero detrás de esa entrada el nivel acumulado por la lluvia superaba el metro de altura, mostrando además a través de los cristales las siluetas de varios muertos medio sumergidos
Los hombres estaban colocando alfombras y telas alrededor de las grietas, pero el líquido entraba cada vez con más fuerza. Ya estábamos dándonos la vuelta para alejarnos de allí cuando desde el pasillo que los guardias tenía a su izquierda surgió un infectado, seguido de otros dos y muchos más detrás. Uno de los pistoleros ni siquiera los vio venir y se lanzaron encima de él. El resto comenzó a disparar, y no sé si fue alguno de los proyectiles o el simple poder del agua, pero la puerta, justo en ese momento, reventó disparando una cascada hacia interior de Nueva Condomina.
El torrente se llevó por delante a guardias, zombies y todo lo que encontró a su paso. Marta y yo, por fortuna a cierta distancia, pudimos buscar la escalera más cercana y con el agua pisándonos los talones logramos llegar a la segunda planta. A nuestras espaldas, la planta baja se inundó completamente, y lo peor no era eso, sino que arrastrados por la corriente pudimos ver a decenas de infectados, nadando, hundiéndose, agarrándose a postes o simplemente dejándose llevar. Ya no había ninguna barrera entre ellos y nosotros.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. El fin del principio

La primera impresión que tuve al salir a los pasillos del centro comercial fue que se encontraba al comienzo de una rebajas salvajes. Carreras, gritos... tiendas ardiendo. La principal diferencia, a parte de las llamas y el humo, era la oscuridad que reinaba, ya que evidentemente no había luz eléctrica, y la tormenta impedía la llegada de rayos de sol. Estaba en la segunda planta y tenía que llegar a las conducciones por las que había entrado a la Nueva Condomina, ubicadas en el sótano. El problema era que con las escasas fuerzas que me quedaban, tras una semana de brutal racionamiento y el colofón de dos días de palizas, incluso aunque lograra escapar del lugar no podría dar dos pasos sin caer rendido.
Tomé la dirección del hipermercado Eroski que había en la planta baja. Pensé que por mucho que hubieran robado, algo debía quedar para llevarse a la boca. El plan era esperar allí un tiempo hasta que se calmara la cosa y tratar de huir más tarde con provisiones. Ése era el plan, pero fue un error sobrevalorar mi estado físico.
Comencé a recorrer el pasillo este en dirección sur, pues había salido de la terraza por el punto más lejano al supermercado. Al llegar a la galería central que unía los dos pasillos, y en la que se encontraban las escaleras mecánicas para descender a la planta baja, ya estaba reventado. Me temblaban las piernas y a cada paso notaba que me iba a derrumbar. De repente, por detrás de mí apareció un grupo de prisioneros corriendo, y de un empujón me echaron al suelo. Me quedé allí, sobre las baldosas aún frescas de la noche pasada, tratando de recobrar el aliento, mientras los habitantes del centro comercial seguían su alocada carrera de escape y los tiroteos se acercaban cada vez más. Tenía los músculos agarrotados y un afilado clavo se incrustaba entre ellos cuando trataba de tensarlos para ponerme en pie. Había llegado, sin duda, al límite de mis fuerzas por ese día, y no me recuperaría a menos que descansara y, a poder ser, comiera algo. En cambio, me encontraba recostado sobre el escaparate de un Zara destrozado, a unos 500 metros de la fuente de comida y sin energías para recorrer esa distancia.
-¿Pedro?- oí a mis espalda.
Giré la cabeza y sólo vi dos maniquís desnudos, tirados sobre el mostrador del escaparate.
- ¡Pedro!- otra vez, en dirección a la puerta de la tienda, por la que apareció en ese momento Marta- ¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Se lanzó sobre mí abrazándome y besándome por toda la cara. Nuestros labios se juntaron al final, aunque apenas podía ya incorporarme para abrazarla yo también.
Entramos dentro de la tienda de ropa, donde Marta se había escondido al abandonar la azotea. Estaba muerta de miedo, a tenor de las miradas que lanzaba al exterior cada vez que se escuchaba un ruido. Todavía no me había contado qué le ocurrió durante los dos días que estuvimos encerrados, tras nuestro fallido intento de fuga; y dado su comportamiento, me temía lo peor. Al menos no tenía marcas de golpes visibles.
Le conté que estaba destrozado y que me moría de hambre. Por fortuna ella tenía agua y comida que había encontrado en la mochila de un guardia muerto. Nos refugiamos en el interior del Zara y nos dimos un tremendo festín, a base de albóndigas en conserva, maíz y una botella de cerveza Estrella de Levante que me supo a gloria pese a estar caliente.
- Tenemos que intentar llegar al colector por el que nos trajeron- le dije cuando terminamos. Fuera ya casi no se oía nada y el olor a quemado aumentaba poco a poco, lo que indicaba que el fuego debía estar avanzando. Esperarlo en medio de toneladas de ropa no era una buena idea.
- Ya he estado allí antes- me respondió- Hay que buscar otra salida. El tubo no se puede usar, está inundado por la lluvia.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Tormenta

Ricardo no fue el último en caer esa mañana por al parking infectado de zombies. El tiroteo que se inició en la azotea provocó una ola de pánico entre los prisioneros, que sintiéndose ya libres, salieron corriendo en todas direcciones, buscando la entrada al centro comercial y evitando al mismo tiempo las balas. Otros se lanzaron a luchar contra los guardias. Desde el extremo del saliente que se levantaba sobre el aparcamiento veía a los hombres armados, aparentemente divididos en dos grupos, disparándose entre ellos. La trifulca se me antojaba como las guerras entre niños soldado en África, pues usaban las armas con poca precisión, descargando los cargadores apenas a unos metros los unos de los otros, cuando no descerrajaban el tiro a quemarropa.
Un grupo de hombres desarmados se lanzaron sobre dos guardias que había quedado aislados del resto, los redujeron a patadas. Otros guardias fueron arrojados directamente a los 'leones' a empujones, arrastrados por la muchedumbre. Era una explosión de violencia salvaje, tras semanas de cautiverio en Nueva Condomina, y los que hasta el momento habían sido las víctimas habían adoptado rápidamente el papel de verdugos.
Mientras, la lluvia arreciaba y se transformaba en una auténtica tormenta de verano, encharcando la azotea y haciendo un poco más difícil desplazarse por el resbaladizo suelo. Yo me encontraba en una posición difícil. Estaba alejado de la trifulca principal, al inicio de la plataforma de castigo, pero debía llegar hasta allí si quería abandonar la terraza. Al fin y al cabo, también podía alcanzarme una bala perdida si me quedaba parado.
Comencé a avanzar todo lo agachado que podía, cubriéndome la cabeza cada vez que escuchaba una detonación, como si eso fuera a resultar suficiente para protegerme de los proyectiles. Pasé sobre el cadáver de un guardia, que aún sostenía con la mano un revólver. Lo cogí y me lo guardé en la cintura, pues no tenía ninguna intención de malgastar las balas allí arriba. Cuando me levanté algo me golpeó la cabeza. Fue como si me hubieran tirado una pequeña piedra. El proyectil cayó después a mis pies. Era blanco, muy pequeño, y frío. ¡Granizo! De repente el horizonte visible se acortó de forma radical. El granizo comenzó a caer de forma generalizada y aunque las piedras de hielo apenas molestaban al impacto, la tormenta ya no hacía posible ver a más de cinco metros de distancia. Había que abandonar la terraza como fuera. Logré llegar al principio de la plataforma donde se lanzaba a los prisioneros, desde donde se accedía al edificio principal del centro comercial. Me seguía una mujer que se había quedado desperdigada como yo. La ayudé a subir un muro de casi dos metros que había que superar para dejar el saliente y cuando ella se disponía a tenderme el brazo la cosieron a balazos, cayendo sobre mí. Ése no era un buen lugar para escapar. Me desplacé unos diez metros hacia la derecha y asomé la cabeza de un salto. Allí no parecía haber nadie. Apoyándome en unas cajas cercanas conseguí elevarme sobre el muro y llegar a la azotea principal. Una vez arriba salí corriendo para evitar el pelotón de fusilamiento que debía estar colocado no muy lejos de mí, pues escuchaba perfectamente las ráfagas dirigidas a la gente que sobrepasaba el muro.
El camino para entrar otra vez al centro comercial era una zona de aires acondicionados situada un nivel por debajo de la terraza. En realidad había dos zonas, colocadas en el centro del anillo que formaba Nueva Condomina. No tenía muy claro por cuál de las dos me habían sacado esa mañana así que salté en cuanto vi un desnivel. Caí sobre un charco enorme, pues el agua se acumulaba abundantemente en esa parte, alanzando ya un pie de altura. Me dirigí a la puerta a las galerías comerciales y pasé al interior de una sala de máquinas, de allí a una oficina y al fin a las tiendas. Los tiroteos continuaban dentro del centro comercial, al igual que las carreras de un lado para otro. Además, llegaba un intenso olor a quemado y humo, que procedía de una tienda de ropa situada junto enfrente de la puerta, situada en la segunda planta, con los escaparates rotos y ardiendo. Si el fuego pasaba a los comercios adyacentes eso se podía convertir en un polvorín. Sin embargo no tenía tiempo de preocuparme por un incendio. A mi espalda sonaron disparos. Emprendí la huida por los pasillos.

martes, 1 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Fin de la sequía

Eran las nueve de la mañana cuando fui arrastrado a la terraza principal de Nueva Condomina, un enorme óvalo construido sobre los pasillos del centro comercial, con ventanales que proporcionaban luz solar a las tiendas y un remate en forma de pico que miraba a la cara oeste del complejo. Elevado sobre uno de los aparcamientos aéreos de la zona, el saliente se asemejaba a una gigantesca pasarela situada sobre un barco de vela del siglo XVIII preparado para lanzar piratas al mar. Los piratas, en ese caso, éramos Pablo, Marta y yo, y el fiero océano lo representaban miles de zombies sedientos de carne fresca bajo nuestras cabezas.
Permanecí encerrado en una oficina durante todo el día posterior a nuestro fallido intento de escapada. A la ya familiar falta de alimentos y agua se unieron un par de palizas, una de ellas especialmente propinada por Ricardo, que me dejaron deshecho. Al ser sacado a rastras de la estancia un día después, no hizo falta que me explicaran mi destino, estaba claro que iba a ser expulsado del 'paraíso'. Me extrañó la falta de luz en los pasillos del centro comercial, a pesar de haber amanecido. Cuando salí a la terraza descubrí que el cielo estaba encapotado y que el calor reinante en jornadas pasadas se había combinado ahora con una agobiante sensación de bochorno. Las nubes cubrían todo el cielo hasta donde se podía divisar, de un color negruzco que les aportaba un aspecto aterrador, pero qué no lo tenía esos días.
Sobre las galerías de Nueva Condomina, a lo largo del saliente de la cara oeste, se había reunido una gran comitiva, al parecer todos los habitantes vivos de la zona. Había unos 30 hombres armados y un centenar de personas más, separadas de ellos, cerca del extremo del saliente. Me acercaron al grupo principal, hombres y mujeres desarrapados y muertos de miedo como yo. Entonces comprendí que esa mañana no se iba a producir un sacrificio, sino una matanza generalizada, la macabra solución final de esa gentuza a la falta de víveres en el centro comercial. Marta apareció entre la muchedumbre y me preguntó qué tal estaba. Por lo menos ella seguía viva. Mientras, mas abajo, como si lo presintieran, comenzaron a sonar más fuerte que nunca los gritos de rabia de los infectados.
El padre Nicolás se abrió paso entre los guardias vestido con su hábito y portando una enorme cruz de madera.
- El cielo está mucho más cerca de lo que pensáis- comenzó a decir, dirigiéndose a nosotros.
Se trataba, según contaron los veteranos, del mismo discurso que soltaba cada vez que iban a lanzar a alguien a los muertos. La reacción de la gente fue retroceder todo lo posible, evitando mantenerse en los extremos del grupo para no ser el elegido. Sin embargo, ninguno de ellos fue el primero en caer, sino mi amigo Pablo. Lo trajeron unos guardias atado de manos. Estaba cosido a moratones y apenas podía andar. Con el discurso del monje de fondo, Pablo fue conducido frente a nosotros hasta el límite del pico. No levantó la cabeza para verme pero creo que ni siquiera podía ver, dado como andaba a tientas. Cuando estuvo al borde del abismo el padre Nicolás se acercó, lo bendijo y con una patada, el mismo Ricardo lo hizo caer, despertando una orgía de sangre bajo nosotros.
De nuevo la mirada del religioso se volvió hacia el grupo y todos retrocedimos. Dos guardias se dirigieron hacia mí. La suerte estaba echada, yo era el siguiente. Aparté a Marta de un empujón y esperé a que me prendieran. Ella se alejó arrastrada por otras mujeres. Los hombres me agarraron, arrastrándome al lugar donde había sido lanzado mi amigo. Una vez allí miré abajo. Debía de haber unos veinte metros, suficiente para estamparse y morir al instante. El problema era que seguramente no llegara a tocar el suelo. Cientos de manos ensangrentadas se elevaban hacia mí. Los zombies sabían que ése era el sitio por el que llegaba la comida y se afanaban por hacerse un hueco para el festín.
El monje repitió el paripé. Se me acercó, dibujó una cruz sobre mi frente y me dijo que ya estaba salvado, que no tuviera miedo. Miedo. Era un término muy suave para describir cómo me sentía. Estaba aterrado, temía el salto, temía el dolor, temía ser despedazado y supongo que temía aún más despertar como una de esas cosas, sino era devorado por completo antes. Pero al mismo tiempo una sensación de descanso me invadía. Se trataba del fin y realmente no tenía mucho sentido seguir viviendo en un mundo así, seguir huyendo cada día, pasando hambre y conociendo lo peor que podía deparar nuestra raza, ya fuera entre el género vivo o el muerto.
Fui llevado hasta el extremo del 'trampolín', donde se encontraba Ricardo, sonriendo otra vez, con ese gesto brutal que sólo podía tener un desquiciado.
- Saludos a los clientes- me soltó.
Un relámpago se dibujó a lo lejos, acompañado poco después por un trueno ensordecedor. Lo siguió una gota de agua que chocó contra mi frente, y otra más en la mejilla. El padre Nicolás también recibió una y se limpió la cara mirando al cielo, sorprendido. Las gotas se transformaron en lluvia, al principio débil y poco a poco más fuerte, como si todo el agua que no había caído en casi tres meses de verano estuviera acumulándose allí arriba.
- ¡Es una señal! ¡Es una señal!- gritó el monje- ¡El fin del calvario!
Ricardo lo miró con desprecio y me agarró.
- ¡No!- le espetó Nicolás tratando de pararlo- ¡Dios ha hablado!
- ¡Apártate viejo loco!- dijo mi verdugo, y lo echó a un lado.
Sin embargo, el religioso se revolvió y le golpeó con la cruz en la espalda. El agua caía ya abundantemente, acompañada de relámpagos cada vez más cercanos. Cuando Ricardo se dio la vuelta y encaró al monje, estaba totalmente calado. Levantó su fusil y le pegó un tiro en la cabeza. Por un momento pareció que la lluvia descendía a cámara lenta, mientras Nicolás se desmoronaba. Ricardo echó una mirada desafiante a todos los que ocupaban la azotea, recordando una vez más quien mandaba. Sin embargo, no debía contar con plena fidelidad entre sus guardias porque uno de ellos abrió fuego contra el salvaje líder, alcanzándole en el pecho. El tiro abrió la caja de Pandora, provocando un tiroteo indiscriminado entre los hombres armados y de éstos hacia la muchedumbre.
Mientras, Ricardo cayó al suelo de rodillas, justo a mis pies. Su sangre se disolvía entre los charcos. Levantó la cabeza y le solté una patada en toda la boca, tan fuerte que yo también me fui al suelo. El asesino resbaló sobre el borde de la terraza y se fue abajo. Los zombies lo desgarraron y partieron en varios trozos, demostrando que no despreciaban la carne de aquél que les había dado de comer en tantas ocasiones.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Domingo 30 de agosto. Sequía

Una semana después de llegar al centro comercial Nueva Condomina; siete días después de iniciar el calvario del encierro en la asquerosa tienda de muebles saqueada, hedionda y atestada de prisioneros como yo; 168 horas después de ser separado de Marta por una banda de maleantes armados hasta los diente y un predicador loco, y de encontrar a mi amigo Pablo entre los guardias de ese mundo absurdo y desquiciado por la amenaza de cientos de miles de zombies afuera, llegó el momento de escapar del lugar.
Pablo me recogió aproximadamente a las 10 de la noche para acompañarme al baño. No nos permitían salir a esas horas, aunque siempre nos vigilara un guardia, pero no sería la primera norma de Ricardo y sus chicos que mi amigo rompiera ese día. Nos dirigimos hacia los aseos, para no despertar sospechas demasiado pronto. Desde allí pasamos al otro ala de la segunda planta del centro comercial, en busca de la celda de las mujeres. Yo me quedé atrás y Pablo fue a preguntar por Marta a los vigilantes, con la excusa de que la reclamaba Ricardo. Era posible que Ricardo ya la hubiera llevado consigo antes, escenario en el que seríamos descubiertos. También era posible que los guardias simplemente pasaran de Pablo, por considerarlo un manitas con armas y no uno de los suyos, escenario en el cual fracasaríamos. Pero tuvimos suerte, y ya la íbamos necesitando. Marta no estaba en la celda porque se la habían llevado dos de los chicos por su cuenta, y la amenaza de un reprimenda de Ricardo en caso de que alguien la tocara antes que él les llevó a confesar exactamente en qué tienda se había escondido y rogarle que fuera él solo a buscarla y entregarla a su jefe.
Marta había sido arrastrada a un comercio de juguetes en el otro extremo de Nueva Condomina. Al parecer era uno de los picaderos favoritos del grupo. Apretamos el paso en esa dirección y en ese momento me di cuenta de lo mal alimentado que estaba, pues comencé a resoplar y tuve que hacer esfuerzos por no pedirle a Pablo que fuera más lento. Al llegar a la tienda oímos gritos. Estaban golpeando una puerta. Yo me quedé una vez más fuera y fue Pablo el que entró. Desde el escaparate, a la luz de unas lámparas con velas, observé como un guardia voceaba airadamente. Estaba preguntando por su compañero, que debía estar dentro con Marta, pues a ella no se le veía. Pablo le dijo que Ricardo solicitaba a la chica y al hombre le cambió la cara. Algo no debía ir bien porque, explicó, hacía un rato que no escuchaba nada dentro de la habitación cerrada, donde su amigo había entrado con Marta. Trataron, ahora los dos, de forzar la puerta, mientras yo tomaba posiciones con un bate que nos habíamos agenciado, lo más cerca posible del guardia. Tras lanzarse contra la madera de un salvaje empujón, el hombre logró echarla abajo y se precipitó dentro. Se escuchó luego un golpe y al poco salió trastabillado y se desplomó sobre una pequeña mesa de niños. Pablo dio un paso atrás al ver la cabeza destrozada del guardia. Entonces Marta atravesó el marco de la puerta gritando como una posesa y esgrimiendo un hacha, en dirección a mi amigo. Apenas tuve tiempo de frenarla saliendo de mi escondite para que viera que íbamos a rescatarla, y menos mal que Pablo bloqueó la estocada poniendo su fusil entre su cabeza y el filo ensangrentado. Marta parecía no comprender.
Llevaba la camiseta rota y llena de sangre y su aspecto, supongo que al igual que el mío, era deplorable, aunque aún se adivinaba en su rostro oscurecido por la suciedad el brillo intenso de sus ojos, ahora vidriosos. Le dije que veníamos a sacarla de allí. Soltó el hacha y se dejó caer al suelo. Estaba destrozada. No lograba hablar, ni ponerse en pie. Tampoco quería que la ayudáramos, nos apartaba, hasta que dejó de luchar y comenzó a llorar.
La levantamos entre los dos y salimos de la tienda. Nos dirigíamos hacia el colector por el que habíamos llegado, esperando encontrar nuestro cuatro por cuatro aún allí, cuando Ricardo y unos diez hombres no cerraron el paso.
- ¿A dónde vais chicos?- dijo sonriendo- ¿De fiesta? ¿Y nadie me ha invitado?

jueves, 26 de noviembre de 2009

Jueves 27 de agosto. Mallrats II

Al tercer día de encierro en la Nueva Condomina al fin fui llamado por el padre Nicolás. No había comido más que una lata de sardinas y apenas me habían dado agua. Tras la enfermedad que sufrí en casa de Marta no era la dieta más aconsejable, y dado que soy una persona más bien flaca, me empezaban a faltar las fuerzas. La escasez de alimentos y líquidos tenía al menos una ventaja, los baños ya inservibles de la tienda de muebles no recibían muchas visitas. Por lo demás, y esto era algo a lo que ya me había acostumbrado, apestaba tras semanas sin ducharme, y mi estado y el de mis acompañantes de celda contrastaba claramente con el de los guardias, púlcramente aseados y bien surtidos de comida, aunque se tratara de más latas.
Mi amigo Pablo fue el encargado de trasladarme ante el monje que dirigía ese lugar y mientras me llevaba hasta su despacho y esperaba ser recibido, pudo explicarme la verdadera organización de lo que el religioso había dado en llamar el Nuevo Mundo.
- Que no te engañen las apariencias, el Padre no es más que un loco, no podría mandar ni en su propia casa- me dijo entre cuchicheos, atravesando los solitarios pasillos del centro comercial- Esto lo dirige Ricardo, el tipo que os detuvo, un auténtico macarra, el más peligroso de todos.
- ¿Así que no hay Nuevo Mundo?- le pregunté.
- No, sólo un montón de mierda. Cada vez queda menos comida, ni siquiera tenemos suficiente para nosotros. Cuando llegué aquí la gente se estaba organizando para resistir, pero empezaron a llegar saqueadores y las buenas palabras se convirtieron en peleas primero y matanzas después. Ricardo tomó el control, selló el centro comercial y echó a los saqueadores. Todos estaban contentos, hasta que demostró que podía ser mucho peor que ellos. Empezó a hacer lo que le daba la gana, eligiendo la mejor comida y campando a sus anchas. Quien protestaba recibía un balazo. Quien le seguía el juego entraba en su grupo, tenía armas, bebida, lo que quisiera. Fuera no se estaba mejor porque los zombies ya empezaban a rodear Nueva Condomina, así que era eso o nada. Entonces Ricardo pasó a la siguiente fase: acabar con todo aquel que no le servía para nada. Viejos y niños fuera. Heridos fuera. Arrojaba a los zombies a los que creía inservibles o simplemente le caían mal. Yo me salvé porque venía del Leroy Merlin y les valía para reparar averías o montar las defensas, pero murió mucha gente.
Avanzábamos cerca de la entrada principal al centro comercial. Aunque las puertas estaban selladas allí los golpes y los gritos de los muertos causaban un ruido angustioso. Nos dirigíamos al pasillo de los restaurantes, que terminaba en la entrada a los cines.
- ¿Y qué hay del monje loco?- pregunté.
- Pues eso, un loco que le calló en gracia a Ricardo y ha colocado como cabeza visible. Cuando se canse de él lo matará.
Habíamos llegado ya a la puerta del cine. Dos críos armados con pistolas estaban jugando a las cartas sentados en una mesa que había cogido de alguna de las cafeterías cercanas. Apostaban dinero del Monopoly, lo cual tenía mucho sentido porque en ese momento tenía tanto valor como el de curso legal, cero. Pasamos a la galería de los cines, donde aún permanecían algunos de los carteles de las películas estrenadas ese verano, rotos o garabateados, pero en pie. La tradicional moqueta roja de las salas de cines, los carteles de próximos estrenos, la barra de las palomitas, todo me traía buenos recuerdos. Películas que había visto de pequeño con mis padres, la primera cita en la oscuridad de la sala... Y esa melancolía, unida a mi desesperada situación, casi me hace ponerme a llorar.
- Como puedes imaginar -continuó Pablo- lo de entrar al Nuevo Mundo depende más de tus habilidades que de tu fe, pero yo no me haría muchas ilusiones, hace tiempo que Ricardo no coge a nadie. Todos son lanzados a la calle para ser devorados, es una locura, lo hacen con un ritual de despedida de Nicolás que pone los pelos de punta, se supone que cada persona que lanzan nos acerca más al paraíso... Sin embargo, con los zombies que nos rodean se acabaron los saqueadores, así que Ricardo sale de vez en cuando a buscar carne nueva.
Nos sentamos en medio de la galería, frente a la sala de espera VIP, donde se encontraba el padre Nicolás, visible tras las cristaleras.
- Síguele el rollo y hablamos después, tengo que sacarte de aquí- me dijo Pablo ahora mucho más bajo, para no despertar las sospechas de los guardias de la puerta- Lo tengo todo preparado. Nos vamos los dos.
- ¿Los dos? Y Marta- le respondí.
- ¿Marta? ¿La chica nueva? ¿La conoces?
- Claro que la conozco, vino conmigo, no puedo dejarla aquí, me salvó la vida.
Pablo se pasó la mano por el pelo.
- Lo de Marta no puede ser, las mujeres están en otra sala y muy vigiladas, es imposible. Ni siquiera sé si sigue viva, no te imaginas lo que hacen con las mujeres.
Se me heló la sangre. En ese instante salió el monje y indicó que pasara. Pablo me acompañó hasta la puerta. Antes de entrar me di la vuelta y le dije que o iba Marta o yo me quedaba.

martes, 24 de noviembre de 2009

Miércoles 26 de agosto. Mallrats



Si el infierno había surgido desde las profundidades de la tierra para extenderse sobre el mundo, yo me encontraba en su nueva capital. La situación del centro comercial Nueva Condomina no podía describirse de otra forma, una especie de régimen del terror sitiado a su vez por una horda de zombies que hacía imposible cualquier esperanza de huida.
Las novedades me llegaron en dos capítulos. El primero eran los rumores que circulaban entre los hombres apresados. Durante mi primer y segundo día de encierro, jornadas en las que no se me permitió salir de la tienda de muebles en la que había sido confinado, mis compañeros de celda me explicaron que el lugar estaba gobernado por el padre Nicolás, nombre por el que conocían al extraño monje que nos había recibido a Marta y a mí. Como me había parecido, el religioso estaba perturbado y tenía el convencimiento de que la infección del virus R era una nueva plaga divina contra el reino del pecado que se había instaurado en la sociedad moderna. De cómo había llegado al centro comercial y había conseguido hacerse tan poderoso como para ser obedecido por un grupo de hombres armados, poco sabían. Lo que sí estaba claro era que el padre Nicolás quería crear un nuevo mundo desde cero, un nuevo mundo que necesitaba nuevos habitantes, puros y limpios de mal. Todos los que estábamos encerrados en esa pequeña tienda de muebles, y suponíamos que las mujeres que permanecerían en otro sitio, éramos candidatos para formar parte del paraíso, y más nos valía dar el perfil porque al resto se les echaba a las bestias. Algunas de las personas que me acompañaban ya habían sido llamadas a a hablar por el monje, con el que había mantenido largas entrevistas en las que por supuesto aseguraban ser creyentes, piadosos y el resto de características que se entendía debía tener la semilla del nuevo mundo. Ésos estaban a la espera de la resolución del padre Nicolás. Los otros, como yo, acabábamos de llegar y aún no habíamos tenido el placer de hablar con el religioso.
Ésta, claro, era la historia que se contaba entre los presos. La realidad, aunque sea difícil de creer, era mucho peor.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Martes 25 de agosto. Fin de la evasión

Todo lo que había vivido desde el holocausto zombie, la sangre, las matanzas, la pérdida de mi familia y amigos. Todas esas desgracias no me habían preparado para lo que encontré en los centros comerciales de Murcia.
Marta y yo llegamos tras emplear toda la tarde del día anterior cruzando la Huerta sigilosa y muy lentamente en el todoterreno de sus padres. De hecho pasamos la noche a sólo dos kilómetros de la Nueva Condomina, con el perfil del nuevo estadio de fútbol en el oscuro horizonte. Apenas pude dormir, temiendo que en cualquier momento los zombies se lanzaran hacia nuestro coche, pero lo cierto es que no pasó nada y podríamos haber descansado tranquilos, si los nervios lo hubieran permitido. Fue Marta quien me despertó. Estaba asomada por encima del Cayenne a través del techo solar, mirando con los prismáticos. A lo lejos se escuchaba un monótono rumor.
- Mira Pedro, te vas a quedar de piedra- me dijo haciéndose a un lado para que yo también pudiera asomarme- Ahí tienes por qué no nos topamos ayer con ningún muerto...
Nuestro coche se encontraba en una colina que se elevaba sobre la autovía de Alicante. Enfrente, cruzando la carretera, estaba el centro comercial y el campo de fútbol. Sin brumas y desde nuestra posición teníamos una visión franca de todo el complejo y el cuadro era apabullante: miles, centeranes de miles, una masa incontable de zombies rodeaba los centros comerciales. Parados, andando, todo ellos con la vista puesta en los edificios y por tanto dándonos la espalda. Ellos eran los responsables del repetitivo quejido que podía oírse, ahora mucho mejor desde lo alto del vehículo. Y algo debía atraer su atención porque parecía que todos los infectados de Murcia se encontraran allí. Recordé la película 'El amanecer de los muertos', de Snyder, donde se especulaba con que los zombies tendían a ir a los lugares que solían frecuentar cuando estaban vivos. ¿Sería eso lo que estaba ocurriendo? En cualquier caso Nueva Condomina quedaba descartado como parada de aprovisionamiento.
- Vámonos de aquí- le dije a Marta.
- De aquí no se mueve nadie- dijo alguien a nuestra izquierda.
Nos giramos y vimos a tres jóvenes apuntándonos con fusiles.
- Suelta los prismáticos y pon las manos donde pueda verlas- dijo uno de ellos, el que estaba más adelantando y parecía dirigirlos.
-Pero, ¿de qué vais?- preguntó Marta.
El líder del trío que nos apuntaba se adelantó aún más y colocó el cañón del arma prácticamente en mi cabeza.
- Calla putita si no quieres que le pegue un tiro a tu amigo- nos amenazó- Si no lo he hecho ya es para no atraer a los clientes- añadió esto último sonriendo y señalando la masa ingente de zombies al otro lado de la autovía.
Nos sacaron del todoterreno, quitándonos armas y todo lo que llevábamos encima. El jefecillo del grupo y uno de sus compinches registraron el vehículo y cogieron todo lo que consideraron importante. Mientras, el otro joven nos vigilaba como si fuéramos unos proscritos, aunque casi toda su atención iba dirigida a Marta. Este chico llevaba una cruz de madera colgada del cuello, un signo distintivo que, entonces me di cuenta, portaban también los otros dos.
Cuando terminaron el registro nos ataron las manos y nos adentramos en los huertos de limoneros, abandonando el Cayenne. Atravesamos varías taullas y descendimos una cuesta hasta llegar a una tapa de alcantarilla situada en medio de la nada. La abrieron y bajamos por unas escaleras metálicas. La boca de alcantarillado llevaba a una tubería subterránea de hormigón, de unos tres metros de diámetro, que era en realidad un gran colector de tormentas. Iluminándonos con antorchas nos condujeron por el enorme túnel, andando unos veinte minutos. Llegamos al fin a otra escalera y subimos a una sala de máquinas. El líder del grupo utilizó un walkie-talkie para comunicarse y se abrió la puerta de la sala. Apareció un anciano con una toga negra y un bastón tocado con una cruz, seguido de varios hombres armados, que se llevó aparte a nuestro captor. Al volver, el viejo mandó que nos quitaran las cuerdas y nos miró sonrientes.
- Bienvenidos al nuevo mundo- dijo abrazándonos.
Nosotros no sabíamos qué hacer, pero al menos ya no nos apuntaban con las armas. Siguiendo al anciano, que tenía toda la pinta de un monje ortodoxo, alto, huesudo y con barba y melena canosas incluidas, llegamos a la nave principal del centro comercial Nueva Condomina, al que habíamos llegado a través del túnel. El lugar estaba relativamiente limpio y ordenado, sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido. Desde el exterior llegaba mucho más fuerte que antes el rugido de miles de infectados. El viejo se percató de que los estaba escuchando y se acercó a mí.
- Aquí muchos de mis chicos se ponen tapones en los oídos- me explicó cogiéndome del brazo y señalando a uno de los guardias que nos seguían. Llevaba algodones en las orejas- Pero yo no los uso. Están cantando, ¿los oyes? Me gusta escucharlos, es un canto celestial, es un mensaje de Dios que repiten para recordarnos nuestro castigo.
Al terminar la frase, la sonrisa desapareció de su cara. "El castigo", añadió, como hablando consigo mismo.
Después dio una indicación a sus hombres y éstos se dividieron. Me separaron de Marta, que fue llevada a otra sala a pesar de nuestras protestas. A mí me trasladaron a una tienda de muebles donde había otras personas, todos hombres, recostados en los sillones. Me hicieron pasar y cerraron la reja del comercio. Un guardia se quedó vigilándonos, sentado en un banco frente a la tienda. Al principio no lo reconocí, porque llevaba el pelo más largo de lo normal, barba y la inevitable cruz, pero era él, y no podía creer que estuviera allí.
- ¡Pablo!- le grité- Soy Pedro, ¿qué haces aquí?
Era uno de mis mejores amigos, probablemente el único que quedaba vivo, y ahora formaba parte de la guardia del monje loco. Pablo estaba empleado en el Leroy Merlin de Nueva Condomina, y tenía sentido que la epidemia zombie le hubiera pillado trabajando.
Mi amigo me miró asustado y echó un vistazo a los lados. Después se acercó indicándome que me callara y frenando todo gesto de alegría por mi parte.
- Pedro, ¿cómo mierda has acabado aquí? Me cago en la puta- volvió a comprobar que ningún otro guardia estaba por los alrededores- Tienes que salir, tienes que marcharte... Si te quedas estás muerto.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Atardecer en la Huerta

Circulamos por el cauce seco del río Segura un buen rato, aunque a poca velocidad, una vez perdimos de vista a los zombies. La acumulación de cañas y arbustos en el lecho hicieron impracticable el paso a unos tres kilómetros de la salida de Murcia, por lo que tuvimos que subir hasta camino de servicio que seguía el curso fluvial. Una vez allí nos dimos cuenta, para nuestro espanto, de que una rueda se había pinchado. Pudo ser cualquier objeto punzante que pisáramos en el cauce del Segura, aunque el salto para salir del garaje o los continuos coches con otros coches en la avenida tampoco debían haber ayudado. Contábamos con una rueda de repuesto pero colocarla implicaba salir del todoterreno y eso nos hacía mucha menos gracia. Logramos dejar el Cayenne en un soto del río desde el que teníamos más de 50 metros de visibilidad hasta los huertos de limoneros. Para arriesgarnos lo mínimo posible, Marta se quedó al volante y dejó la puerta de atrás abierta, por si había que salir corriendo y yo tenía que saltar dentro en marcha. En cualquier caso no iríamos muy lejos con un neumático menos.
Los dioses me sonrieron porque entre las dificultades de cambiar una rueda a un monstruo pesadísimo y las continuas miradas a mi espalda, tardé nada menos que dos horas en terminar el trabajo. Aprovechando que el sitio parecía tranquilo, nos quedamos a comer allí, muertos de calor y, a pesar del tórrido sol, con las puertas y las ventanas cerradas.
- ¿Sabes porque el río está seco?- me preguntó Marta cuando terminamos de comer, fumando un cigarrillo y con la vista puesta en los huertos.
Marta era ingeniera de caminos y acababa de lograr una plaza de funcionaria en la Confederación Hidrográfica del Segura, el organismo estatal que vigilaba y mantenía este río y sus afluentes. Aunque no pudo tomar posesión de su puesto, a causa de la epidemia, había hecho prácticas durante varios años en la Confederación.
- Supongo que por el calor, ¿no?
- Este verano hace calor, pero los ha habido más calurosos y no ha dejado de circular agua, por poca que fuera- comenzó a explicar- Además, no deben quedar muchos agricultores o campos de golf para chupar recursos así que no es eso. Creo que dentro de un tiempo, si esto sigue así de chungo, el río Segura volverá a tener agua, un caudal como ninguno de nosotros hemos visto, aunque sí nuestros abuelos.
Marta dio una calada a su cigarro, abrió ligeramente la ventana y lo tiró fuera. Después me miró preocupada.
- ¿Crees que esas cosas podrán olerlo?
Solté un bufido de ignorancia absoluta, pero extremé la vigilancia.
- Me parece- prosiguió Marta- que todo el agua del río se está acumulando en los embalses, por eso no llega nada a Murcia. Ahora, en verano, los pantanos apenas se reabastecen, pero como tampoco la consumimos, se llenarán. Puede que pasen semanas o meses, pero se terminarán llenando. Una vez los colmen, nada impedirá que el agua vuelva a circular por el Segura.
- Bueno- dije- al menos a alguien le ha venido bien que media humanidad se haya ido a tomar por culo.
Retomamos la marcha a media tarde. Dejamos el camino de la mota río, ya que nos llevaba en dirección este, hacia Alicante, y yo quería ir al norte. El objetivo intermedio serían los centros comerciales que había en los enlaces entre la autovía de Alicante y la de Madrid, donde debía haber provisiones de sobra, imaginábamos. Así, cambiamos la relativa calma del río por los caminos de la Huerta de Murcia. Protegidos por una carrocería similar a la de un tanque, circulábamos lentamente entre naranjos y limoneros. A largo plazo, era más peligroso un hierro en la carretera que un zombie, pues siempre podíamos acelerar, pero si volvíamos a pinchar estaríamos realmente perdidos. Nuestra ruta era irregular. A veces la vía se abría hasta dos carriles, para después estrecharse y servir apenas para el paso de nuestro vehículo. En estas ocasiones era cuando debía tener más cuidado, para no meter una rueda en las acequias y quedarnos enganchados. Otra cosa es que supiéramos hacia dónde dirigirnos. Todas las calles me parecían iguales y tras decenas de curvas nuestra orientación era un enigma. Por fortuna divisamos el Cristo de Monteagudo, situado en lo alto del cerro de esta pedanía murciana. Lo seguimos hasta la Carretera de Alicante.
El sol comenzaba a marcar largas sombras a nuestro paso cuando llegamos a la Carretera de Alicante. La atravesamos y seguimos por la Huerta, cada vez con menos luz pero sin encender los faros para llamar la atención lo menos posible. Una vez rodeamos Cabezo de Torres, ya muy cerca de los centros comerciales, visibles gracias a la estructura del estadio de la Nueva Condomina, se hizo imposible continuar. Lo mejor era parar hasta la mañana siguiente, refugiados en el todoterreno. Los grillos, que chillaban como si fueran los amos del mundo, me ponían casi más nervioso que el temor a un ataque de infectados. Sin embargo, había que dormir y de nada servía vigilar cuando estábamos completamente a oscuras. Recostado en el sillón, se podían ver miles estrellas a través del techo solar. Nunca, desde las acampadas de pequeño, había visto tantas en el cielo. Marta se durmió cogiéndome la mano.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión II

La puerta del garaje se desprendió hacia arriba cuando la envestimos con el 4x4. No pude evitar cerrar los ojos al ver la estructura de hierro frente a mí y como tampoco queríamos quedarnos encajados a las salida, apreté el acelerador a tope sin pensar en lo que pudiéramos encontrarnos delante en la calle. El Cayenne salió literalmente volando sobre el carril exterior de la avenida y golpeó, al tocar el asfalto, el morro de un pequeño utilitario aparcado en la vía. Nos llevamos por delante ese vehículo y acabamos derrapando en medio de Primo de Rivera, para no invadir el carril exterior contrario y chocar contra el edificio de enfrente, la Cárcel Vieja. Cuando al fin se detuvo el gigantesco coche, Marta y yo nos miramos emocionados aunque con el corazón en un puño, como al salir de una montaña rusa. El problema es que ésa sólo había sido la primera vuelta el el parque de atracciones del terror en que se había convertido la ciudad de Murcia. Por lo menos el todoterreno seguía en marcha.
Tomé dirección este, hacia la plaza Circular. Desde allí no se observaba ningún hueco para pasar entre los coches atascados, tanto civiles como militares, pero tal y como habíamos visto desde la azotea, uno de los parterres permanecía despejado, y contábamos con el vehículo perfecto para atravesarlo. A plena luz del día, y a la altura de la calle, daba la impresión de que Murcia hubiera estuviera sufriendo la madre de todos los atascos, aunque no había ni un alma al volante.
Llegamos a Ronda de Levante y en la rotonda de Juan XXIII nos encontramos a los primeros zombies de la mañana. En realidad nos habían seguido corriendo por la izquierda sin que nos diéramos cuenta, y al tratar de torcer en esa dirección, hacia la avenida Juan de Borbón, que debía sacarnos de la ciudad, se colocaron justo delante de nosotros. No habría tenido ningún reparo en pasar por encima de ellos, pero la salida hacia la avenida estaba bloqueada por un enorme camión cisterna que debía haber ardido hacía semanas, propagándose el fuego a los edificios cercanos. Ahora el esqueleto ennegrecido del transporte y las fachadas chamuscadas formaban una tétrica estampa. Giré antes de que los infectados lograran alcanzarnos y aceleré por la avenida Primero de Mayo, de nuevo hacia el este, para tratar de tomar Juan de Borbón por otra entrada. Marta estaba como loca, gritándome el camino que debía tomar a cada momento entre los coches que se atravesaban en la calzada.
La siguiente salida (también una entrada, pero los sentidos de tráfico poco importaban ya) contaba con siete carriles pero tenía una inmensa barricada franqueada por carros de combate, y teniendo en cuenta la masa de muertos que empezaba a organizarse a nuestras espaldas, no había tiempo para parar a ver si podíamos superarla, así que seguimos por Primero de Mayo. A partir de ahí todo empezó a salir mal. Debíamos decidir qué hacer, si probar alguna de las calles de un solo carril que se abrían a la izquierda, en dirección al norte, para retomar Juan de Borbón, o continuar en Primero de Mayo, que nos llevaba hasta el río y dónde prodríamos coger la circunvalación de Miguel Induráin, de nuevo con destino a la autovía de Madrid. La primera opción era muy arriesgada porque estas calles eran estrechas y cualquier coche atascado podría cerrarnos el paso, así que proseguimos por la avenida. Pero cada vez había más coches en las carretera y menos sitio para pasar. Los zombies nos seguían ya de cerca, por lo que dejé de zigzaguear y comencé a envestir coches para arañar distancia entre nuestros perseguidores.
Llegó un momento en el que tomar alguna de las salidas de la avenida ya no era una opción. Los infectados estaban tan cerca que golpeaban el cristal si frenábamos un poco para salvar un obstáculo. Así llegamos al río Segura, sólo para descubrir que el puente estaba totalmente bloqueado por otra barricada. Resultaba frustrante descubrir cómo todas esas barreras no habían servido para contener a los muertos vivientes pero ahora sí nos impedían a nosotros salir de la ciudad. Girar a la derecha, de nuevo al centro de Murcia, era entrar de otra vez a la boca del lobo, y tampoco podíamos volver, de modo que con un derrape que por poco nos lleva al cauce del río tomamos, hacia la izquierda, el lateral del Auditorio Víctor Villegas, donde nos encontrarnos, en el parking que se abría tras el enorme Palacio de Congresos, un amasijo de caravanas y tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja, como si se hubiera tratado de un hospital de campaña ahora abandonado y que impedía el paso. Frené en seco y miré a Marta desesperado. No había salida y los zombies se nos echaban encima. Entonces ella me señaló el río Segura. No me había dado cuenta pero estaba completamente seco, rodeado de cañas blancas recientemente incendiadas y sin ni siquiera el escuálido hilillo de agua que llevaba en épocas de sequía.
- ¡Baja al río!- me gritó.
Marqué las ruedas sobre el asfalto con un repentino acelerón y descendí hasta el cauce del río por una cuesta bastante pronunciada. El todoterreno llegó a ponerse a dos ruedas pero logramos llegar abajo sin volcar. Temía que el lecho estuviera fangoso pero bajo nosotros no había ni un atisbo de humedad. Sin agua, y tras tres semanas bajo el sol de agosto, el suelo estaba cuarteado. No había ni rastro del Segura, otra víctima de la epidemia. Cuando los zombies empezaban a asomarse desde arriba volví a acelerar siguiendo el curso del río y, sin obstáculos, conseguí dejarlos atrás.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión

El garaje donde los padres de Marta guardaban su coche no estaba bajo su edificio sino dos manzanas más a norte, en una construcción que daba a la avenida Prima de Rivera. Durante años, seguramente, su familia se habría quejado de lo lejano de la plaza de aparcamiento, pero esa circunstancia resultaría fundamental ahora para intentar abandonar el centro de la ciudad. Y es que tratar de hacerlo por las calles que circundaban El Corte Inglés se había demostrado una misión imposible, incluso para una caravana militarizada como la que organizaron mis compañeros de encierro en el centro comercial. Primo de Rivera conectaba al este con la Plaza Circular, donde se situaba el campamento militar que observé la mañana del apocalipsis en Murcia, y desde allí se podía acceder a las avenidas Juan Carlos I o Juan de Borbón, que salían de la ciudad en dirección norte, hacia la casa de campo de mi familia.
Nunca he sabido mucho de coches así que cuando Marta me dijo el modelo que tenían sus padres, pensé que estaba de broma: un Porsche Cayenne. No dejaba de tener un halo de romanticismo dieciochesco lo de surcar las calles de una urbe destrozada y plagada de muertos vivientes con un deportivo descapotable, pensé, pero no resultaba lo más práctico. Sin embargo, el modelo no era lo que yo había imaginado, sino un enorme 4x4 que debía costar lo que yo había pagado por mi casa. Lo cargamos con los pocos víveres que nos quedaban, varias latas de comida (yo me había aficionado a los botes de mermelada Hero), dos botellas de agua mineral (no teníamos más y eso iba a resultar un gran problema) y armas (abundaban los modelos pero no la munición). Yo tenía un revólver, una escopeta de caza procedente precisamente de la armería de El Corte Inglés y una vara de hierro que había seleccionado cuidadosamente para que fuera ligera pero a la vez resistente, pues más de una vez había visto como las de madera se quebraban bajo el peso y el violento envite de los infectados. Marta gozaba de más experiencia que yo en la lucha en plena calle con zombies, tras haber realizado varias incursiones en busca de alimentos y medicinas, y era partidaria de correr antes que enfrentarse a esas cosas. A pesar de esto, tenía una pistola para la que había conseguido silenciador. Cargamos también con otras armas de mayor calibre únicamente porque teníamos espacio de sobra en el coche, ya que carecíamos de experiencia en su uso.
Llegamos al garaje de sus padres a través de las pasarelas que sus vecinos habían construido entre los edificios y comprobamos que el depósito tenía combustible suficiente para salir de Murcia. Desde la terraza observamos las posibles vías de escape. La plaza Circular conservaba vehículos militares pero, evidentemente, no había ni rastro de los soldados. La calzada estaba bloqueada pero atravesaríamos los parterres. Desde allí la ruta más segura, por lo amplio de la avenida, parecía Ronda de Levante hasta Juan de Borbón, pero no teníamos una perspectiva limpia de la calle, así que tendríamos que improvisar.
Una vez trazado el plan sólo quedaba ejecutarlo. Marta me dijo que condujera yo, pues no se atrevía a coger un coche tan grande. Mi experiencia con ese tamaño de vehículos se reducía al alquiler de una furgoneta hacía unos meses para cargar los muebles del IKEA. Otro obstáculo era la puerta del garaje, bloqueada por la falta de suministro eléctrico. Podíamos tratar de forzarla pero queríamos evitar cualquier ruido que atrajera la atención antes de nuestra salida, así que optamos por envestir la puerta con el todoterreno.
La mañana del 24 de agosto encendimos el motor y colocamos el coche frente a la rampa de salida. Marta, sentada en el asiento del copiloto, amartilló su arma y sin que la viera venir, me giró la cabeza y me plantó un beso en los labios.
- ¡Suerte!- me dijo, tras dejarme sin respiración.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Previously en Levantate y Anda...

Segundo resumen de la epopeya de Pedro por las desoladas calles de Murcia, para todos aquellos que entráis por primera vez a mi blog y os da pereza empezar por el primer capítulo, o simplemente para los que quieran refrescar la memoria:

Pedro es un joven y aburrido periodista murciano cuya monótona existencia se ve interrumpida por una extraña pandemia. Desde la redacción de su periódico local es testigo de cómo esta enfermedad, denominada Virus R por su similitud a la rabia, se inicia en Estados Unidos y se va propagando por todo el mundo. Lo que al principio parece un bulo absurdo se va confirmando poco a poco: el Virus R acaba con la vida de todos sus portadores y los revive convertidos en seres violentos y sedientos de carne humana.
España parece uno de los países que más se ha preparado para controlar la enfermedad, pero no hay frontera que se le resista. Pedro es de los primeros murcianos en tener un encuentro con un zombie, su instalador de aire acondicionado, infectado días atrás en el aeropuerto de Barajas. Aunque logra acabar con él, es acusado de asesinato por las autoridades, que tratan de ocultar la llegada de la infección a Murcia. Encerrado en los calabozos, es rescatado por un comando policial cuando el Virus R llega hasta la propia comisaría.
Una vez de vuelta a casa, y con la epidemia aún controlada en Murcia, su familia le pide que les acompañe a una casa de campo que utilizarán como refugio, pero Pedro prefiere ir al periódico. Muy pronto se arrepentirá de su decisión, ni el despliegue del Ejército logra frenar a los zombies que asaltan en masa la ciudad. Pedro consigue refugiarse en El Corte Inglés, donde un grupo de policías, militares y civiles montan un campamento de emergencia que se convierte en su residencia definitiva, mientras la ciudad sucumbe al desastre.
Sin embargo, la falta de agua potable les obliga a abandonar su encierro y Pedro opta por ir a casa de Marta, una chica que ha conocido a través de mensajes con cartel y prismáticos desde la terraza del centro comercial. Marta vive en un edificio cercano, junto a otros vecinos que se han organizado para subsistir sin necesidad de bajar a las calles, infectadas de zombies. Una vez más la falta de víveres (se produce una epidemia de cólera por la consumición de aguas contaminadas) lleva a nuestro protagonista a idear un nuevo plan de huida, aunque esta vez lo hará acompañado.

martes, 10 de noviembre de 2009

Viernes 21 de agosto. Cólera

El virus R no sólo sesgó la vida de cientos de miles de murcianos, sino que condenó a los supervivientes a la vuelta a la edad de piedra en muchos aspectos. Uno de ellos fue la sanidad y el control de las enfermedades. La infección zombie era el verdugo que más posibilidades tenía de encontrarse cualquier humano vivo, pero no el único.
El cólera, un viejo conocido de la Huerta de Murcia, aprovechó el caos creado por la epidemia para volver a la ciudad. Y lo hizo a través del agua, como tantas otras veces durante los siglos anteriores. Sólo había un médico entre los vecinos de los edificios en los que me había refugiado, y murió dos días después de mi llegada, en una incursión por las calles. Sin embargo, tuvo tiempo de identificar la enfermedad, cuando al igual que me ocurrió a mí, la mitad de los miembros de esta particular comunidad desarrolló una especie de gastroenteritis agravada. Todos nosotros habíamos bebido de la misma fuente, un depósito subterráneo contaminado. Y como sucedía en las zonas subdesarrolladas de África o Asia, la mala calidad del agua había resultado más peligrosa que su escasez.
Tardé dos días en mostrar signos de recuperación, y durante esas horas los sueños se mezclaban con la consciencia sin posibilidad de distinguir una cosa de la otra. Sabía que me habían retirado las ataduras porque aprovechaba las escasas fuerzas que tenía para ir al baño. Sabía que Marta seguía junto a mí, aunque también me pareció que la habitación se inundaba con el sonido de su llanto. Sentía además una sed abrasadora, que en realidad habría acabado conmigo muy pronto si no llega a ser por la misión que encabezó durante mi convalecencia. Ella, el médico y tres voluntarios más salieron en busca de agua embotellada y productos de potabilización. Sólo regresó mi anfitriona y dos de sus acompañantes. Y en realidad, la participación de Marta en esa misión suicida no respondía a mi grave estado, al menos no principalmente, sino al de su abuela, que también consumió agua contaminada.
Para cuando pude mantener una conversación, la abuela nos había dejado, demasiado débil ya de por sí como para hacer frente a otra enfermedad. Fue incinerada en la terraza de su edificio, por razones obvias. Supongo que en esos momentos sí fui importante para Marta, pues cuidarme era un motivo para que mantuviera la cabeza ocupada y no la perdiera definitivamente.
El agua y los medicamentos que trajo me salvaron la vida, pero el cólera, la gastroenteritis, las fiebres o cualesquiera fuesen las enfermedades que arrastró el depósito contaminado, pues ya no había médico que las pudiera diagnosticar, dieron un golpe certero al grupo de supervivientes de las azoteas del centro de Murcia. Pasaron de 30 a sólo 10 integrantes y, para colmo de males, se acusaban entre ellos de la responsabilidad de la epidemia.
- Me voy contigo- me dijo sentada a los pies de mi cama, cuando abrí los ojos la primera mañana que pasé sin ganas de vomitar- Ya no puedo aguantar más esto.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Lunes 18 de agosto. ¿Infectado?

Desperté con un terrible dolor de cabeza, los músculos aletargados y un sudor frío a pesar del asfixiante calor que reinaba en la habitación. Estaba atardeciendo. Tenía la extraña sensación de no poder levantarme, como si hubiera pasado una semana postrado en la cama y ésta fuera un pozo sin fondo del que no podía escapar. Tampoco sabía dónde me encontraba, y los vagos recuerdos que persistían del día anterior, en el salón de la casa de Marta tras la alocada fuga, no me ayudaban a orientarme.
Al tratar de incorporarme descubrí que mi ensoñación tenía ribetes muy físicos. Estaba atado a la cama de pies y manos, y desde luego el malestar que sufría no me permitía comprobar la verdadera resistencia de las cuerdas. El estupor se transformó pronto en miedo. El habitáculo en el que me encontraba no era muy grande y la decoración prácticamente inexistente. Cuatro paredes, una pequeña ventana, una puerta, una anciana... , tardé en darme cuenta pero había una mujer en el rincón más cercano a la ventana, cerca de las cortinas entreabiertas, por lo que en principio la confundí con las sombras que provocaba el contraluz. Era pequeña, flaca y muy blanca, apagada, aunque no tenía los enfermizos tonos y las manchas rosadas que caracterizaban a los zombies. Me miraba fijamente y sonreía.
- ¡Abuela! ¿Qué haces aquí?
Marta apareció por detrás. Entró en la habitación sin prestarme atención y se la llevó haciendo caso omiso a mis peticiones.
Me costaba hablar, sentía la boca pastosa, pero poco a poco fui recuperando la voz y aumentando el volumen de mis protestas, hasta que Marta volvió.
- Bueno, bueno, ¡ya está bien!- me dijo, plantándose frente a mí, en el lugar en el que hasta entonces había estado su abuela- Al menos hablas, eso ya es buena señal.
No entendí inmediatamente su último comentario, pero el revolver que sostenía en su mano derecha me ayudó a comprender. Ella también se dio cuenta.
- Ah, esto- comentó señalando con la mirada su arma- Bueno, ya sabes, hay que protegerse. Además tienes que saber que he sido yo quien te ha defendido, si no ya estarías en la calle dando vueltas como esos atontaos.
- ¡¿Qué mierda estás diciendo?!- grité e intenté sin éxito levantarme. Mis ataduras y un escalofrío paralizante se opusieron- ¿Qué me ha pasado?
Ella habló. Al parecer las últimas horas (36 exactamente) habían sido muy entretenidas en Casa Marta, y yo no me había enterado de nada. Una vez cerré los ojos en el sofá de su comedor, agotado por la escape de El Corte Inglés, caí en una especie de inconsciencia que en los primeros momentos fue interpretada como cansancio, para más tarde comenzar a inquietar a mi anfitriona. Unas horas después empezaron los temblores, el sudor y los vómitos. Marta se alarmó y salió a pedir ayuda y claro, sus vecinos la acusaron de haber metido en la comunidad a un proyecto de zombie. La ausencia de heridas a la vista evitó que me pegaran un tiro allí mismo, mientras yo me debatía en sueños, pero decidieron atarme a la cama y sellar la puerta de la casa donde me había refugiado. Marta podía hacer lo que quisiese, quedarse conmigo encerrada o ser acogida en otra vivienda (y no faltaban vecinos interesados en que una chica joven se trasladara a vivir con ellos). Finalmente había declinado la 'desinteresada' invitación y optado por permanecer en su casa, añadiendo a su lista de pacientes, que hasta ahora sólo integraba su abuela, a un posible infectado por el virus R.
- Me caes bien Pedro, y creo que ya te has hecho una idea de lo que me he jugado por ti- añadió a su explicación- No sé si tendré valor para dispararte si acabas... bueno, ya sabes. Pero incluso aunque lo hiciera, los de allá fuera no me volverían a mirar con buenos ojos. La verdad es que ya ha sido bastante difícil estar aquí sola todo este tiempo, así que por favor, no te transformes, ¿vale?
La observé desde mi prisión acolchada. Esa mujer no dejaba de sorprenderme. Mostraba una tremenda seguridad en sí misma, y de hecho la había hecho valer durante dos semanas de apocalipsis en Murcia. Sin embargo, a la vez parecía frágil, como muy pequeña. Ella se dio la vuelta y miró por la ventana. Tenía el pelo castaño, o "rubio oscuro" como me dijo después, y le caía con gracia por encima de las orejas, dándole ciertos aires de duende del bosque. Su piel era clara también y vestía unos pantalones cortos y una camiseta fina. Yo, evidentemente, no estaba en condiciones de experimentar ninguna excitación diferente a la fiebre que ya sufría, y estaba claro que era el insoportable calor y no una dudosa intención de atraerme lo que le había hecho elegir esa vestimenta.
- Intentaré no defraudarte- acerté a decir, y me recosté tanto como permitían las cuerdas.
Hice esfuerzos por recordar si algún muerto había estado tan cerca de mí como para morderme. Las horas siguientes fueron una tortura física y mental, pues no tenía claro si mis dolores provenían de una enfermedad común o del contagio de un zombie. Me decía a mí mismo que los infectados que había visto hasta entonces desarrollaban el mal en pocas horas, incluso algunos con heridas graves no tardaban más que unos minutos. Pero cada picor que sufría en la nuca o las piernas se me antojaba como los efectos de un rasguño del que no había sido consciente. Pronto volví a quedarme dormido. Soñé que mis padres estaban infectados y huía de ellos. Mi hermana estaba otra vez conmigo. Me entregaba una escopeta y me decía que los matara. Desperté envuelto en sudor y con nuevas ganas de vomitar. ¿Qué me estaba pasando?