lunes, 7 de diciembre de 2009

Miercoles 2 de septiembre. El principio del fin

Al amanecer, la lluvia seguía golpeando el techo solar del centro comercial. Desperté junto a Marta, que yacía acurrucada sobre mí, desnuda bajo una fina sábana blanca. Fue la primera mañana en un mes que no me levantaba sudoroso, gritando y con el persistente recuerdo de la muerte acechándome. Ella apartó durante la noche esos temores, pero no pude seguir ignorándolos cuando me despejé.
No había parado de llover en todo el día anterior, por lo que el colector debía seguir inundado. Esa enorme tubería, que atravesaba los sótanos y llevaba hasta el otro lado de la autovía, era la única vía de escape de Nueva Condomina, ya que el complejo estaba rodeado de miles de zombies atraídos por los sacrificios que el ya desaparecido Ricardo y su legión de asesinos les había proporcionado. Ahora, bajo una de las tormentas de verano más fuertes que recordaba, y sin tener claro cuánta gente seguía viva bajo nuestro techo, no teníamos más opción que esperar a que dejara de llover.
Habíamos pasado 24 horas seguidas en la tienda de Zara, ocultos, aunque no sabíamos si quedaban hombres armados en el centro comercial ni las intenciones que tenían una vez muerto su líder. Estábamos en el lugar más alejado de la entrada a la tienda, cerca de los probadores. Acumulando ropa bajo nosotros fabricamos una cama que, en comparación con los camastros que habíamos sufrido hasta ahora, nos pareció un lecho de dioses. Nos sentíamos seguros, pero permanecer mucho más tiempo en nuestro refugio no tenía sentido. Si quedaban guardias ahí dentro, tarde o temprano nos descubrirían. Y si todos se habían marchado antes de que se inundara el colector o matado entre ellos, no había razón para seguir escondidos.
De repente un ruido metálico nos puso en guardia. Algo había caído al suelo rebotando varias veces y su sonido pareció ampliarse a través de las silenciosas paredes de la tienda. Miré a Marta, que a pesar de seguir acostada, ya tenía el revólver entre las manos. Yo cogí el mío y me puse de puntillas entre los percheros, aguzando el oído. Se produjo otro ruido estridente, de nuevo hierro golpeando el suelo, pero ahora más cerca. Marta se levantó y fue hasta mí.
- ¿De dónde viene?- preguntó.
- Creo que de la planta de abajo- susurré.
Estábamos en la segunda planta del Zara, la parte de ropa masculina, mientras que la primera estaba destinada a la mujer. Unas escaleras mecánicas conectaban ambos niveles. Nos dirigimos hacia allí. Ambos íbamos descalzos, sólo porque el sobresalto que nos había alarmado nos pilló así (de hecho yo llevaba puestos únicamente unos calzoncillos y Marta una camiseta larga), pero resultaba lo mejor para reducir el sonido. La boca de las escaleras permanecía despejada, pero estaba claro que ahí abajo había algo, pues se escuchaban pisadas. Bajamos lentamente, con las pistolas mirando al frente, y yo al menos, muerto de miedo. Una vez abajo se podía escuchar claramente una gotera, quizás varias, que debían atravesar el techo del centro comercial y caer hasta la planta principal, ya fuera de la tienda. Por un momento pensamos que ése era el ruido que nos había sorprendido, pero un paso no muy lejos de nosotros activó de nuevo las alarmas. Después otro. No lo veíamos, pero alguien estaba andando y fuera cual fuera el calzado que llevaba, hacía mucho ruido. Además, a cada paso le seguía otro sonido más largo y suave, como el arrastre de un bulto a empujones. En la planta de abajo había muy poca luz, y sólo acertábamos a divisar los percheros atestados de ropa desordenada, allí donde mirábamos. El sonido continuaba, cada vez más cercano, pero muy lento.
- Hay alguien ahí- dije, recibiendo rápidamente una mirada de desaprobación de Marta.
Sin embargo el ruido cesó. Durante unos instantes, que se me hicieron eternos, no se escuchó nada. Hasta que los pasos volvieron, más fuertes, más cerca, hacia nosotros. Un perchero se derrumbó prácticamente frente a mí, a unos dos metros de distancia. Entonces lo vi. Era un hombre alto, vestido de ejecutivo pero con la ropa sucia, rasgada y completamente calada. Su rostro era grisáceo, casi azulado. Me lanzó una mirada furibunda, con esos ojos blanquecinos clavados en mí. El zombie emitió un gruñido e inició una torpe carrera hacia nosotros. Torpe porque sólo podía andar con un pie, mientras que arrastraba el otro apoyando directamente el tobillo, con el pie torcido tras él. Un movimiento que helaba la sangre sólo de verlo. Ahora comprendía, también, el ruido que hacían sus zapatos. Estaban mojados y la suela de plástico crujía por el paso del agua. El muerto aceleró su carrera en mi dirección. Levanté el arma apuntando a su cabeza y pulsé el gatillo. La respuesta fue un solitario e inquietante click. El revólver no disparaba.
El infectado saltó sobre mí, comiéndose prácticamente mi revólver. Caímos los dos, él encima mío, y tuve que soltar la pistola para tratar de alejar su boca de mi cuello. Le sostenía los hombros pero pesaba mucho y apenas podía evitar sus dentelladas, que dirigía por igual a cabeza o brazos según lo que tuviera más cerca. Su gesto, fiero, parecía esconder una mueca, como si estuviera riéndose de placer al tener al fin carne fresca cerca al alcance.
Marta apareció a mi rescate por detrás de él. Le golpeó con un hierro el la cabeza y el zombie se desplomó a mi lado, temblando tal y como haría la víctima de un ataque epiléptico. Marta elevó el hierro y se lo clavó a través del ojo. El muerto dejó de moverse.
Tardé unos segundos en recuperar el aliento, pero estaba claro que había que darse prisa. De alguna forma los zombies estaban entrando al centro comercial. Si lo había conseguido uno, cientos irían detrás de él. Salimos al pasillo de la planta baja. Las goteras que habíamos escuchado momentos antes caían por todas partes, y el agua había formado ya un enorme charco. Iniciamos la carrera en dirección al Eroski. El hipermercado contaba con zonas de carga que existía la posibilidad de utilizar como salida. Sin embargo, según avanzábamos entre las tiendas, el nivel del agua parecía elevarse, hasta un volumen que no podía proceder de las goteras. Al llegar a la galería que daba entrada al Eroski, frente a la inmensa hilera de cajas registradoras, encontramos a un grupo de guardias. Ellos parecieron tan sorprendidos como nosotros de vernos, pero por muy peligrosos que pudieran resultar, en ese momento tenían cuestiones más importantes que atender. La puerta acristalada del parking, reforzada con vigas y tablas, estaba resquebrajándose. De ella surgían chorros de agua, como si fuera una fuente. No tenía explicación, pero detrás de esa entrada el nivel acumulado por la lluvia superaba el metro de altura, mostrando además a través de los cristales las siluetas de varios muertos medio sumergidos
Los hombres estaban colocando alfombras y telas alrededor de las grietas, pero el líquido entraba cada vez con más fuerza. Ya estábamos dándonos la vuelta para alejarnos de allí cuando desde el pasillo que los guardias tenía a su izquierda surgió un infectado, seguido de otros dos y muchos más detrás. Uno de los pistoleros ni siquiera los vio venir y se lanzaron encima de él. El resto comenzó a disparar, y no sé si fue alguno de los proyectiles o el simple poder del agua, pero la puerta, justo en ese momento, reventó disparando una cascada hacia interior de Nueva Condomina.
El torrente se llevó por delante a guardias, zombies y todo lo que encontró a su paso. Marta y yo, por fortuna a cierta distancia, pudimos buscar la escalera más cercana y con el agua pisándonos los talones logramos llegar a la segunda planta. A nuestras espaldas, la planta baja se inundó completamente, y lo peor no era eso, sino que arrastrados por la corriente pudimos ver a decenas de infectados, nadando, hundiéndose, agarrándose a postes o simplemente dejándose llevar. Ya no había ninguna barrera entre ellos y nosotros.

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