martes, 1 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Fin de la sequía

Eran las nueve de la mañana cuando fui arrastrado a la terraza principal de Nueva Condomina, un enorme óvalo construido sobre los pasillos del centro comercial, con ventanales que proporcionaban luz solar a las tiendas y un remate en forma de pico que miraba a la cara oeste del complejo. Elevado sobre uno de los aparcamientos aéreos de la zona, el saliente se asemejaba a una gigantesca pasarela situada sobre un barco de vela del siglo XVIII preparado para lanzar piratas al mar. Los piratas, en ese caso, éramos Pablo, Marta y yo, y el fiero océano lo representaban miles de zombies sedientos de carne fresca bajo nuestras cabezas.
Permanecí encerrado en una oficina durante todo el día posterior a nuestro fallido intento de escapada. A la ya familiar falta de alimentos y agua se unieron un par de palizas, una de ellas especialmente propinada por Ricardo, que me dejaron deshecho. Al ser sacado a rastras de la estancia un día después, no hizo falta que me explicaran mi destino, estaba claro que iba a ser expulsado del 'paraíso'. Me extrañó la falta de luz en los pasillos del centro comercial, a pesar de haber amanecido. Cuando salí a la terraza descubrí que el cielo estaba encapotado y que el calor reinante en jornadas pasadas se había combinado ahora con una agobiante sensación de bochorno. Las nubes cubrían todo el cielo hasta donde se podía divisar, de un color negruzco que les aportaba un aspecto aterrador, pero qué no lo tenía esos días.
Sobre las galerías de Nueva Condomina, a lo largo del saliente de la cara oeste, se había reunido una gran comitiva, al parecer todos los habitantes vivos de la zona. Había unos 30 hombres armados y un centenar de personas más, separadas de ellos, cerca del extremo del saliente. Me acercaron al grupo principal, hombres y mujeres desarrapados y muertos de miedo como yo. Entonces comprendí que esa mañana no se iba a producir un sacrificio, sino una matanza generalizada, la macabra solución final de esa gentuza a la falta de víveres en el centro comercial. Marta apareció entre la muchedumbre y me preguntó qué tal estaba. Por lo menos ella seguía viva. Mientras, mas abajo, como si lo presintieran, comenzaron a sonar más fuerte que nunca los gritos de rabia de los infectados.
El padre Nicolás se abrió paso entre los guardias vestido con su hábito y portando una enorme cruz de madera.
- El cielo está mucho más cerca de lo que pensáis- comenzó a decir, dirigiéndose a nosotros.
Se trataba, según contaron los veteranos, del mismo discurso que soltaba cada vez que iban a lanzar a alguien a los muertos. La reacción de la gente fue retroceder todo lo posible, evitando mantenerse en los extremos del grupo para no ser el elegido. Sin embargo, ninguno de ellos fue el primero en caer, sino mi amigo Pablo. Lo trajeron unos guardias atado de manos. Estaba cosido a moratones y apenas podía andar. Con el discurso del monje de fondo, Pablo fue conducido frente a nosotros hasta el límite del pico. No levantó la cabeza para verme pero creo que ni siquiera podía ver, dado como andaba a tientas. Cuando estuvo al borde del abismo el padre Nicolás se acercó, lo bendijo y con una patada, el mismo Ricardo lo hizo caer, despertando una orgía de sangre bajo nosotros.
De nuevo la mirada del religioso se volvió hacia el grupo y todos retrocedimos. Dos guardias se dirigieron hacia mí. La suerte estaba echada, yo era el siguiente. Aparté a Marta de un empujón y esperé a que me prendieran. Ella se alejó arrastrada por otras mujeres. Los hombres me agarraron, arrastrándome al lugar donde había sido lanzado mi amigo. Una vez allí miré abajo. Debía de haber unos veinte metros, suficiente para estamparse y morir al instante. El problema era que seguramente no llegara a tocar el suelo. Cientos de manos ensangrentadas se elevaban hacia mí. Los zombies sabían que ése era el sitio por el que llegaba la comida y se afanaban por hacerse un hueco para el festín.
El monje repitió el paripé. Se me acercó, dibujó una cruz sobre mi frente y me dijo que ya estaba salvado, que no tuviera miedo. Miedo. Era un término muy suave para describir cómo me sentía. Estaba aterrado, temía el salto, temía el dolor, temía ser despedazado y supongo que temía aún más despertar como una de esas cosas, sino era devorado por completo antes. Pero al mismo tiempo una sensación de descanso me invadía. Se trataba del fin y realmente no tenía mucho sentido seguir viviendo en un mundo así, seguir huyendo cada día, pasando hambre y conociendo lo peor que podía deparar nuestra raza, ya fuera entre el género vivo o el muerto.
Fui llevado hasta el extremo del 'trampolín', donde se encontraba Ricardo, sonriendo otra vez, con ese gesto brutal que sólo podía tener un desquiciado.
- Saludos a los clientes- me soltó.
Un relámpago se dibujó a lo lejos, acompañado poco después por un trueno ensordecedor. Lo siguió una gota de agua que chocó contra mi frente, y otra más en la mejilla. El padre Nicolás también recibió una y se limpió la cara mirando al cielo, sorprendido. Las gotas se transformaron en lluvia, al principio débil y poco a poco más fuerte, como si todo el agua que no había caído en casi tres meses de verano estuviera acumulándose allí arriba.
- ¡Es una señal! ¡Es una señal!- gritó el monje- ¡El fin del calvario!
Ricardo lo miró con desprecio y me agarró.
- ¡No!- le espetó Nicolás tratando de pararlo- ¡Dios ha hablado!
- ¡Apártate viejo loco!- dijo mi verdugo, y lo echó a un lado.
Sin embargo, el religioso se revolvió y le golpeó con la cruz en la espalda. El agua caía ya abundantemente, acompañada de relámpagos cada vez más cercanos. Cuando Ricardo se dio la vuelta y encaró al monje, estaba totalmente calado. Levantó su fusil y le pegó un tiro en la cabeza. Por un momento pareció que la lluvia descendía a cámara lenta, mientras Nicolás se desmoronaba. Ricardo echó una mirada desafiante a todos los que ocupaban la azotea, recordando una vez más quien mandaba. Sin embargo, no debía contar con plena fidelidad entre sus guardias porque uno de ellos abrió fuego contra el salvaje líder, alcanzándole en el pecho. El tiro abrió la caja de Pandora, provocando un tiroteo indiscriminado entre los hombres armados y de éstos hacia la muchedumbre.
Mientras, Ricardo cayó al suelo de rodillas, justo a mis pies. Su sangre se disolvía entre los charcos. Levantó la cabeza y le solté una patada en toda la boca, tan fuerte que yo también me fui al suelo. El asesino resbaló sobre el borde de la terraza y se fue abajo. Los zombies lo desgarraron y partieron en varios trozos, demostrando que no despreciaban la carne de aquél que les había dado de comer en tantas ocasiones.

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