miércoles, 2 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Tormenta

Ricardo no fue el último en caer esa mañana por al parking infectado de zombies. El tiroteo que se inició en la azotea provocó una ola de pánico entre los prisioneros, que sintiéndose ya libres, salieron corriendo en todas direcciones, buscando la entrada al centro comercial y evitando al mismo tiempo las balas. Otros se lanzaron a luchar contra los guardias. Desde el extremo del saliente que se levantaba sobre el aparcamiento veía a los hombres armados, aparentemente divididos en dos grupos, disparándose entre ellos. La trifulca se me antojaba como las guerras entre niños soldado en África, pues usaban las armas con poca precisión, descargando los cargadores apenas a unos metros los unos de los otros, cuando no descerrajaban el tiro a quemarropa.
Un grupo de hombres desarmados se lanzaron sobre dos guardias que había quedado aislados del resto, los redujeron a patadas. Otros guardias fueron arrojados directamente a los 'leones' a empujones, arrastrados por la muchedumbre. Era una explosión de violencia salvaje, tras semanas de cautiverio en Nueva Condomina, y los que hasta el momento habían sido las víctimas habían adoptado rápidamente el papel de verdugos.
Mientras, la lluvia arreciaba y se transformaba en una auténtica tormenta de verano, encharcando la azotea y haciendo un poco más difícil desplazarse por el resbaladizo suelo. Yo me encontraba en una posición difícil. Estaba alejado de la trifulca principal, al inicio de la plataforma de castigo, pero debía llegar hasta allí si quería abandonar la terraza. Al fin y al cabo, también podía alcanzarme una bala perdida si me quedaba parado.
Comencé a avanzar todo lo agachado que podía, cubriéndome la cabeza cada vez que escuchaba una detonación, como si eso fuera a resultar suficiente para protegerme de los proyectiles. Pasé sobre el cadáver de un guardia, que aún sostenía con la mano un revólver. Lo cogí y me lo guardé en la cintura, pues no tenía ninguna intención de malgastar las balas allí arriba. Cuando me levanté algo me golpeó la cabeza. Fue como si me hubieran tirado una pequeña piedra. El proyectil cayó después a mis pies. Era blanco, muy pequeño, y frío. ¡Granizo! De repente el horizonte visible se acortó de forma radical. El granizo comenzó a caer de forma generalizada y aunque las piedras de hielo apenas molestaban al impacto, la tormenta ya no hacía posible ver a más de cinco metros de distancia. Había que abandonar la terraza como fuera. Logré llegar al principio de la plataforma donde se lanzaba a los prisioneros, desde donde se accedía al edificio principal del centro comercial. Me seguía una mujer que se había quedado desperdigada como yo. La ayudé a subir un muro de casi dos metros que había que superar para dejar el saliente y cuando ella se disponía a tenderme el brazo la cosieron a balazos, cayendo sobre mí. Ése no era un buen lugar para escapar. Me desplacé unos diez metros hacia la derecha y asomé la cabeza de un salto. Allí no parecía haber nadie. Apoyándome en unas cajas cercanas conseguí elevarme sobre el muro y llegar a la azotea principal. Una vez arriba salí corriendo para evitar el pelotón de fusilamiento que debía estar colocado no muy lejos de mí, pues escuchaba perfectamente las ráfagas dirigidas a la gente que sobrepasaba el muro.
El camino para entrar otra vez al centro comercial era una zona de aires acondicionados situada un nivel por debajo de la terraza. En realidad había dos zonas, colocadas en el centro del anillo que formaba Nueva Condomina. No tenía muy claro por cuál de las dos me habían sacado esa mañana así que salté en cuanto vi un desnivel. Caí sobre un charco enorme, pues el agua se acumulaba abundantemente en esa parte, alanzando ya un pie de altura. Me dirigí a la puerta a las galerías comerciales y pasé al interior de una sala de máquinas, de allí a una oficina y al fin a las tiendas. Los tiroteos continuaban dentro del centro comercial, al igual que las carreras de un lado para otro. Además, llegaba un intenso olor a quemado y humo, que procedía de una tienda de ropa situada junto enfrente de la puerta, situada en la segunda planta, con los escaparates rotos y ardiendo. Si el fuego pasaba a los comercios adyacentes eso se podía convertir en un polvorín. Sin embargo no tenía tiempo de preocuparme por un incendio. A mi espalda sonaron disparos. Emprendí la huida por los pasillos.

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