viernes, 6 de noviembre de 2009

Vida en las azoteas

Bueno, supongo que os preguntaréis por qué demonios cambié la aparentemente segura caravana de vehículos militar por el pequeño comando suicida que me llevó hasta el edificio de Marta. Todo se gestó días antes, durante la aburrida espera en la terraza de El Corte Inglés.
Ya he comentado que conocí a Marta gracias a una pizarra y un par de prismáticos. Las dos semanas en la azotea del centro comercial pasaron muy lentas. Había muy poco que hacer excepto observar desde cuatro alturas como el mundo se iba al carajo.
Por tanto, la comunicación con los supervivientes en los edificios vecinos era uno de los entretenimientos más populares, tanto para conocer novedades como para distraerse simplemente. Marta tenía mi edad, cercana ya a la treintena, y se encontraba sola con su abuela, una mujer enferma y dependiente, un término que ya había perdido todo su significado social. Se había atrincherado en su piso durante los primeros días y logró acumular suficientes víveres para ellas dos. Era divertida y lo cierto es que se tomaba todo lo que había pasado con cierta sorna. Según me comentó en una de nuestras primeras conversaciones de cartel y prismáticos, hacía sólo un mes que había conseguido, tras casi cinco años de estudio, una plaza de funcionaria del Estado. Se preguntaba ahora si la Administración central guardaría su puesto de trabajo durante su excedencia por "razones sobrevenidas".
Marta contaba con comida y agua suficiente, pero las medicinas de su abuela comenzaban a escasear. Fue así como descubrió que algunos vecinos de su edificio y de otros cercanos habían organizado una especie de comuna entre ellos. El objetivo era no bajar a la calle más de lo estrictamente necesario, pues arriba estaba la seguridad, tras las rejas de casas y portales. Acotaban pasos francos entre las distintas torres de cada comunidad, e incluso fabricaron puentes peligrosamente endebles para cruzar entre las construcciones más cercanas. Habían logrado conectar una zona conocida antes del holocausto como el Triángulo de Murcia, unos veinte edificios entre la avenida de la Libertad, Constitución y Primo de Rivera, al norte de El Corte Inglés. Con todas las casas unidas de una u otra forma, comerciaban entre ellos, cambiando comida por agua, herramientas, armas, etc. Cuando faltaba algo bajaban en grupos o por separado, pero siempre asegurando las entradas para impedir que los zombies accedieran a su pequeño mundo.
Le comenté a Marta que quería llegar a la avenida Juan de Borbón y de allí a la autovía de Madrid, en dirección a la casa de campo de mi familia y ella me ofreció su coche, un todoterreno que conservaba en el aparcamiento y que ya nunca utilizaría. Yo, como el resto de mi equipo, ahora desaparecido, no tenía ningún interés en llegar a una base militar seguramente destrozada, y lo cierto es que la actitud dictatorial de los soldados en la tienda terminó por convencernos de tomar otro camino.
Casi me bebo una botella de agua entera que me ofreció. Había pasado los últimos días con estrictas medidas de racionamiento ante la falta de bebida. Sentado en el comedor de su casa, me invadió la sensación, por primera vez en mucho tiempo, de que nada había pasado. Que abajo, en la calle, me esperaban atascos, ruido, prisas por llegar al trabajo, y no hordas de muertos en busca de su ración diaria. Si cerraba los ojos y me abstraía era posible incluso dejar de escuchar sus rujidos y lamentos. Me quedé dormido casi inmediatamente sobre su sofá, estaba rendido.

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