miércoles, 4 de noviembre de 2009

Domingo 16 de agosto. La Escapada II

Mientras un grupo seguía armando follón desde la terraza de la tienda en la plaza Fuensanta (eran los compañeros de fatigas que había decidido quedarse en la tienda y evitar tanto la huida general de los militares como la nuestra), nuestro equipo se desplazó hasta la zona de salida, caminando sigilosamente por la azotea de la primera planta de El Corte Inglés, a tres metros de altura sobre la calle. Estábamos vestidos con prendas oscuras y embadurnados de negro en la cara y el cuello. A falta de maquillaje (descartamos el aceite de automóvil por el peligro que suponía en caso de explosiones) utilizamos carbón, que por fortuna aún quedaba en la sección de Barbacoa de la cuarta planta. Llevábamos armas cortas (pistolas, machetes y un hacha) y varias lanzas fabricadas con pivotes de madera durante nuestro encierro. Cargar con fusiles o ametralladoras habría sido más tranquilizador, pero ni los soldados nos las dejaron ni teníamos mucha idea de cómo usarlas. También nos habíamos metido en las mochilas víveres y herramientas, sólo lo imprescindible, para evitar ir demasiado cargados.
Echamos un vistazo a oscuras desde la terraza, sin utilizar las linternas, intentando no llamar mucho la atención. No parecía haber rastro de muertos. A lo lejos se oían acelerones y sonido de disparos, con toda seguridad procedentes de la escapada de la caravana militar. Debían tener problemas.
Lanzamos dos cuerdas por las que bajaron los primeros miembros del equipo. Yo descendí en la segunda tanda. Tocar el suelo de la calle por primera vez en quince días fue extraño. Había aprendido a sentirme seguro en las alturas, como un animal arbóreo. El suelo, en esas circunstancias, sólo podía provocarme problemas. Mientras descendía el último hombre, miraba hacia todos lados, temiendo encontrarme una figura que no fuera la de alguno de los miembros de mi equipo. Una vez todos en tierra avanzamos por la acera izquierda de la avenida de La Libertad, dejando los soportales de El Corte Inglés y la calle peatonal que se dirigía a la parte trasera de la tienda. Desde allí el ruido de las armas llegaba con más claridad, parecía que se estaba desarrollando una auténtica batalla campal. Seguimos hasta el primer edificio, siempre con el hueco de la obras del aparcamiento a nuestra derecha.
Me preguntaba cuál sería la reacción de una de esas cosas si nos viera. ¿Podía detectarnos con el olfato? ¿Cómo nos distinguían de sus congéneres? ¿Podría fingir ser uno de ellos? Recordé con un risilla, que a mis compañeros debió parecer esquizofrénica, la escena de Zombie Party en la que un grupo de personas logran atravesar una zona infestada de muertos vivientes imitando sus movimientos y gemidos.
Llegamos al fin al paso hacia la otra acerca de La Libertad, hacia la derecha. Este acceso coincidía con otra calle peatonal hacia la izquierda (un túnel bajo el edificio), la zona por la que escapaba la caravana militar. El tiroteo era muy intenso allí. No lo entendía. Los vehículos habían salido hace unos diez minutos, no tenía sentido que siguieran enfrascados en una batalla justo detrás de El Corte Inglés, algo estaba saliendo mal. Entonces nos deslumbraron los faros de un automóvil que parecía dirigirse hacia nosotros desde el otro lado del túnel. La sorpresa nos dejó paralizados hasta que el vehículo se estrelló en plena la boca del túnel. Debía ser uno de integrantes de la caravana que se había desviado. El choque nos sacó de nuestro estado de catarsis y empezamos a correr en dirección contraria, atravesando la avenida por el paso peatonal. Después giramos a la derecha, otra vez calle arriba dirección a la plaza Fuensanta, ya que la entrada a los edificios se encontraba por ese lado, por mucho que nos acercáramos poco a poco a uno de los puntos calientes. Al llegar al pórtico de acceso a la plaza Junterones vimos al primer zombie, plantado delante de nosotros, en el túnel bajo los edificios. No tardó ni un segundo en darse cuenta de que éramos carne fresca y emprendió la carrera. Lo recibimos a balazos, pero nuestra armas, de bajo calibre, sólo podían frenarle si acertábamos en la cabeza. Lo teníamos a dos metros de nosotros cuando logré coger la lanza y plantarla entre él y yo. Se clavó en ella como si no existiera, echándome hacia atrás, por lo que la solté, temiendo que pudiera llegar hasta mí mientras la madera le atravesaba el estómago. El muerto tropezó al quedar libre de mi freno y cayó trastabillado rompiendo la lanza. Antes de que pudiera levantarse lo remataron a quemarropa disparando directamente al cráneo.
Era nuestro primer encuentro con un zombie y ya habíamos gastado la mitad de nuestras municiones y una de las lanzas, y apenas llevabamos recorridos 300 metros. No íbamos por buen camino.

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