viernes, 13 de noviembre de 2009

Lunes 24 de agosto. Evasión II

La puerta del garaje se desprendió hacia arriba cuando la envestimos con el 4x4. No pude evitar cerrar los ojos al ver la estructura de hierro frente a mí y como tampoco queríamos quedarnos encajados a las salida, apreté el acelerador a tope sin pensar en lo que pudiéramos encontrarnos delante en la calle. El Cayenne salió literalmente volando sobre el carril exterior de la avenida y golpeó, al tocar el asfalto, el morro de un pequeño utilitario aparcado en la vía. Nos llevamos por delante ese vehículo y acabamos derrapando en medio de Primo de Rivera, para no invadir el carril exterior contrario y chocar contra el edificio de enfrente, la Cárcel Vieja. Cuando al fin se detuvo el gigantesco coche, Marta y yo nos miramos emocionados aunque con el corazón en un puño, como al salir de una montaña rusa. El problema es que ésa sólo había sido la primera vuelta el el parque de atracciones del terror en que se había convertido la ciudad de Murcia. Por lo menos el todoterreno seguía en marcha.
Tomé dirección este, hacia la plaza Circular. Desde allí no se observaba ningún hueco para pasar entre los coches atascados, tanto civiles como militares, pero tal y como habíamos visto desde la azotea, uno de los parterres permanecía despejado, y contábamos con el vehículo perfecto para atravesarlo. A plena luz del día, y a la altura de la calle, daba la impresión de que Murcia hubiera estuviera sufriendo la madre de todos los atascos, aunque no había ni un alma al volante.
Llegamos a Ronda de Levante y en la rotonda de Juan XXIII nos encontramos a los primeros zombies de la mañana. En realidad nos habían seguido corriendo por la izquierda sin que nos diéramos cuenta, y al tratar de torcer en esa dirección, hacia la avenida Juan de Borbón, que debía sacarnos de la ciudad, se colocaron justo delante de nosotros. No habría tenido ningún reparo en pasar por encima de ellos, pero la salida hacia la avenida estaba bloqueada por un enorme camión cisterna que debía haber ardido hacía semanas, propagándose el fuego a los edificios cercanos. Ahora el esqueleto ennegrecido del transporte y las fachadas chamuscadas formaban una tétrica estampa. Giré antes de que los infectados lograran alcanzarnos y aceleré por la avenida Primero de Mayo, de nuevo hacia el este, para tratar de tomar Juan de Borbón por otra entrada. Marta estaba como loca, gritándome el camino que debía tomar a cada momento entre los coches que se atravesaban en la calzada.
La siguiente salida (también una entrada, pero los sentidos de tráfico poco importaban ya) contaba con siete carriles pero tenía una inmensa barricada franqueada por carros de combate, y teniendo en cuenta la masa de muertos que empezaba a organizarse a nuestras espaldas, no había tiempo para parar a ver si podíamos superarla, así que seguimos por Primero de Mayo. A partir de ahí todo empezó a salir mal. Debíamos decidir qué hacer, si probar alguna de las calles de un solo carril que se abrían a la izquierda, en dirección al norte, para retomar Juan de Borbón, o continuar en Primero de Mayo, que nos llevaba hasta el río y dónde prodríamos coger la circunvalación de Miguel Induráin, de nuevo con destino a la autovía de Madrid. La primera opción era muy arriesgada porque estas calles eran estrechas y cualquier coche atascado podría cerrarnos el paso, así que proseguimos por la avenida. Pero cada vez había más coches en las carretera y menos sitio para pasar. Los zombies nos seguían ya de cerca, por lo que dejé de zigzaguear y comencé a envestir coches para arañar distancia entre nuestros perseguidores.
Llegó un momento en el que tomar alguna de las salidas de la avenida ya no era una opción. Los infectados estaban tan cerca que golpeaban el cristal si frenábamos un poco para salvar un obstáculo. Así llegamos al río Segura, sólo para descubrir que el puente estaba totalmente bloqueado por otra barricada. Resultaba frustrante descubrir cómo todas esas barreras no habían servido para contener a los muertos vivientes pero ahora sí nos impedían a nosotros salir de la ciudad. Girar a la derecha, de nuevo al centro de Murcia, era entrar de otra vez a la boca del lobo, y tampoco podíamos volver, de modo que con un derrape que por poco nos lleva al cauce del río tomamos, hacia la izquierda, el lateral del Auditorio Víctor Villegas, donde nos encontrarnos, en el parking que se abría tras el enorme Palacio de Congresos, un amasijo de caravanas y tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja, como si se hubiera tratado de un hospital de campaña ahora abandonado y que impedía el paso. Frené en seco y miré a Marta desesperado. No había salida y los zombies se nos echaban encima. Entonces ella me señaló el río Segura. No me había dado cuenta pero estaba completamente seco, rodeado de cañas blancas recientemente incendiadas y sin ni siquiera el escuálido hilillo de agua que llevaba en épocas de sequía.
- ¡Baja al río!- me gritó.
Marqué las ruedas sobre el asfalto con un repentino acelerón y descendí hasta el cauce del río por una cuesta bastante pronunciada. El todoterreno llegó a ponerse a dos ruedas pero logramos llegar abajo sin volcar. Temía que el lecho estuviera fangoso pero bajo nosotros no había ni un atisbo de humedad. Sin agua, y tras tres semanas bajo el sol de agosto, el suelo estaba cuarteado. No había ni rastro del Segura, otra víctima de la epidemia. Cuando los zombies empezaban a asomarse desde arriba volví a acelerar siguiendo el curso del río y, sin obstáculos, conseguí dejarlos atrás.

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