martes, 10 de noviembre de 2009

Viernes 21 de agosto. Cólera

El virus R no sólo sesgó la vida de cientos de miles de murcianos, sino que condenó a los supervivientes a la vuelta a la edad de piedra en muchos aspectos. Uno de ellos fue la sanidad y el control de las enfermedades. La infección zombie era el verdugo que más posibilidades tenía de encontrarse cualquier humano vivo, pero no el único.
El cólera, un viejo conocido de la Huerta de Murcia, aprovechó el caos creado por la epidemia para volver a la ciudad. Y lo hizo a través del agua, como tantas otras veces durante los siglos anteriores. Sólo había un médico entre los vecinos de los edificios en los que me había refugiado, y murió dos días después de mi llegada, en una incursión por las calles. Sin embargo, tuvo tiempo de identificar la enfermedad, cuando al igual que me ocurrió a mí, la mitad de los miembros de esta particular comunidad desarrolló una especie de gastroenteritis agravada. Todos nosotros habíamos bebido de la misma fuente, un depósito subterráneo contaminado. Y como sucedía en las zonas subdesarrolladas de África o Asia, la mala calidad del agua había resultado más peligrosa que su escasez.
Tardé dos días en mostrar signos de recuperación, y durante esas horas los sueños se mezclaban con la consciencia sin posibilidad de distinguir una cosa de la otra. Sabía que me habían retirado las ataduras porque aprovechaba las escasas fuerzas que tenía para ir al baño. Sabía que Marta seguía junto a mí, aunque también me pareció que la habitación se inundaba con el sonido de su llanto. Sentía además una sed abrasadora, que en realidad habría acabado conmigo muy pronto si no llega a ser por la misión que encabezó durante mi convalecencia. Ella, el médico y tres voluntarios más salieron en busca de agua embotellada y productos de potabilización. Sólo regresó mi anfitriona y dos de sus acompañantes. Y en realidad, la participación de Marta en esa misión suicida no respondía a mi grave estado, al menos no principalmente, sino al de su abuela, que también consumió agua contaminada.
Para cuando pude mantener una conversación, la abuela nos había dejado, demasiado débil ya de por sí como para hacer frente a otra enfermedad. Fue incinerada en la terraza de su edificio, por razones obvias. Supongo que en esos momentos sí fui importante para Marta, pues cuidarme era un motivo para que mantuviera la cabeza ocupada y no la perdiera definitivamente.
El agua y los medicamentos que trajo me salvaron la vida, pero el cólera, la gastroenteritis, las fiebres o cualesquiera fuesen las enfermedades que arrastró el depósito contaminado, pues ya no había médico que las pudiera diagnosticar, dieron un golpe certero al grupo de supervivientes de las azoteas del centro de Murcia. Pasaron de 30 a sólo 10 integrantes y, para colmo de males, se acusaban entre ellos de la responsabilidad de la epidemia.
- Me voy contigo- me dijo sentada a los pies de mi cama, cuando abrí los ojos la primera mañana que pasé sin ganas de vomitar- Ya no puedo aguantar más esto.

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