lunes, 30 de noviembre de 2009

Domingo 30 de agosto. Sequía

Una semana después de llegar al centro comercial Nueva Condomina; siete días después de iniciar el calvario del encierro en la asquerosa tienda de muebles saqueada, hedionda y atestada de prisioneros como yo; 168 horas después de ser separado de Marta por una banda de maleantes armados hasta los diente y un predicador loco, y de encontrar a mi amigo Pablo entre los guardias de ese mundo absurdo y desquiciado por la amenaza de cientos de miles de zombies afuera, llegó el momento de escapar del lugar.
Pablo me recogió aproximadamente a las 10 de la noche para acompañarme al baño. No nos permitían salir a esas horas, aunque siempre nos vigilara un guardia, pero no sería la primera norma de Ricardo y sus chicos que mi amigo rompiera ese día. Nos dirigimos hacia los aseos, para no despertar sospechas demasiado pronto. Desde allí pasamos al otro ala de la segunda planta del centro comercial, en busca de la celda de las mujeres. Yo me quedé atrás y Pablo fue a preguntar por Marta a los vigilantes, con la excusa de que la reclamaba Ricardo. Era posible que Ricardo ya la hubiera llevado consigo antes, escenario en el que seríamos descubiertos. También era posible que los guardias simplemente pasaran de Pablo, por considerarlo un manitas con armas y no uno de los suyos, escenario en el cual fracasaríamos. Pero tuvimos suerte, y ya la íbamos necesitando. Marta no estaba en la celda porque se la habían llevado dos de los chicos por su cuenta, y la amenaza de un reprimenda de Ricardo en caso de que alguien la tocara antes que él les llevó a confesar exactamente en qué tienda se había escondido y rogarle que fuera él solo a buscarla y entregarla a su jefe.
Marta había sido arrastrada a un comercio de juguetes en el otro extremo de Nueva Condomina. Al parecer era uno de los picaderos favoritos del grupo. Apretamos el paso en esa dirección y en ese momento me di cuenta de lo mal alimentado que estaba, pues comencé a resoplar y tuve que hacer esfuerzos por no pedirle a Pablo que fuera más lento. Al llegar a la tienda oímos gritos. Estaban golpeando una puerta. Yo me quedé una vez más fuera y fue Pablo el que entró. Desde el escaparate, a la luz de unas lámparas con velas, observé como un guardia voceaba airadamente. Estaba preguntando por su compañero, que debía estar dentro con Marta, pues a ella no se le veía. Pablo le dijo que Ricardo solicitaba a la chica y al hombre le cambió la cara. Algo no debía ir bien porque, explicó, hacía un rato que no escuchaba nada dentro de la habitación cerrada, donde su amigo había entrado con Marta. Trataron, ahora los dos, de forzar la puerta, mientras yo tomaba posiciones con un bate que nos habíamos agenciado, lo más cerca posible del guardia. Tras lanzarse contra la madera de un salvaje empujón, el hombre logró echarla abajo y se precipitó dentro. Se escuchó luego un golpe y al poco salió trastabillado y se desplomó sobre una pequeña mesa de niños. Pablo dio un paso atrás al ver la cabeza destrozada del guardia. Entonces Marta atravesó el marco de la puerta gritando como una posesa y esgrimiendo un hacha, en dirección a mi amigo. Apenas tuve tiempo de frenarla saliendo de mi escondite para que viera que íbamos a rescatarla, y menos mal que Pablo bloqueó la estocada poniendo su fusil entre su cabeza y el filo ensangrentado. Marta parecía no comprender.
Llevaba la camiseta rota y llena de sangre y su aspecto, supongo que al igual que el mío, era deplorable, aunque aún se adivinaba en su rostro oscurecido por la suciedad el brillo intenso de sus ojos, ahora vidriosos. Le dije que veníamos a sacarla de allí. Soltó el hacha y se dejó caer al suelo. Estaba destrozada. No lograba hablar, ni ponerse en pie. Tampoco quería que la ayudáramos, nos apartaba, hasta que dejó de luchar y comenzó a llorar.
La levantamos entre los dos y salimos de la tienda. Nos dirigíamos hacia el colector por el que habíamos llegado, esperando encontrar nuestro cuatro por cuatro aún allí, cuando Ricardo y unos diez hombres no cerraron el paso.
- ¿A dónde vais chicos?- dijo sonriendo- ¿De fiesta? ¿Y nadie me ha invitado?

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