lunes, 16 de noviembre de 2009

Atardecer en la Huerta

Circulamos por el cauce seco del río Segura un buen rato, aunque a poca velocidad, una vez perdimos de vista a los zombies. La acumulación de cañas y arbustos en el lecho hicieron impracticable el paso a unos tres kilómetros de la salida de Murcia, por lo que tuvimos que subir hasta camino de servicio que seguía el curso fluvial. Una vez allí nos dimos cuenta, para nuestro espanto, de que una rueda se había pinchado. Pudo ser cualquier objeto punzante que pisáramos en el cauce del Segura, aunque el salto para salir del garaje o los continuos coches con otros coches en la avenida tampoco debían haber ayudado. Contábamos con una rueda de repuesto pero colocarla implicaba salir del todoterreno y eso nos hacía mucha menos gracia. Logramos dejar el Cayenne en un soto del río desde el que teníamos más de 50 metros de visibilidad hasta los huertos de limoneros. Para arriesgarnos lo mínimo posible, Marta se quedó al volante y dejó la puerta de atrás abierta, por si había que salir corriendo y yo tenía que saltar dentro en marcha. En cualquier caso no iríamos muy lejos con un neumático menos.
Los dioses me sonrieron porque entre las dificultades de cambiar una rueda a un monstruo pesadísimo y las continuas miradas a mi espalda, tardé nada menos que dos horas en terminar el trabajo. Aprovechando que el sitio parecía tranquilo, nos quedamos a comer allí, muertos de calor y, a pesar del tórrido sol, con las puertas y las ventanas cerradas.
- ¿Sabes porque el río está seco?- me preguntó Marta cuando terminamos de comer, fumando un cigarrillo y con la vista puesta en los huertos.
Marta era ingeniera de caminos y acababa de lograr una plaza de funcionaria en la Confederación Hidrográfica del Segura, el organismo estatal que vigilaba y mantenía este río y sus afluentes. Aunque no pudo tomar posesión de su puesto, a causa de la epidemia, había hecho prácticas durante varios años en la Confederación.
- Supongo que por el calor, ¿no?
- Este verano hace calor, pero los ha habido más calurosos y no ha dejado de circular agua, por poca que fuera- comenzó a explicar- Además, no deben quedar muchos agricultores o campos de golf para chupar recursos así que no es eso. Creo que dentro de un tiempo, si esto sigue así de chungo, el río Segura volverá a tener agua, un caudal como ninguno de nosotros hemos visto, aunque sí nuestros abuelos.
Marta dio una calada a su cigarro, abrió ligeramente la ventana y lo tiró fuera. Después me miró preocupada.
- ¿Crees que esas cosas podrán olerlo?
Solté un bufido de ignorancia absoluta, pero extremé la vigilancia.
- Me parece- prosiguió Marta- que todo el agua del río se está acumulando en los embalses, por eso no llega nada a Murcia. Ahora, en verano, los pantanos apenas se reabastecen, pero como tampoco la consumimos, se llenarán. Puede que pasen semanas o meses, pero se terminarán llenando. Una vez los colmen, nada impedirá que el agua vuelva a circular por el Segura.
- Bueno- dije- al menos a alguien le ha venido bien que media humanidad se haya ido a tomar por culo.
Retomamos la marcha a media tarde. Dejamos el camino de la mota río, ya que nos llevaba en dirección este, hacia Alicante, y yo quería ir al norte. El objetivo intermedio serían los centros comerciales que había en los enlaces entre la autovía de Alicante y la de Madrid, donde debía haber provisiones de sobra, imaginábamos. Así, cambiamos la relativa calma del río por los caminos de la Huerta de Murcia. Protegidos por una carrocería similar a la de un tanque, circulábamos lentamente entre naranjos y limoneros. A largo plazo, era más peligroso un hierro en la carretera que un zombie, pues siempre podíamos acelerar, pero si volvíamos a pinchar estaríamos realmente perdidos. Nuestra ruta era irregular. A veces la vía se abría hasta dos carriles, para después estrecharse y servir apenas para el paso de nuestro vehículo. En estas ocasiones era cuando debía tener más cuidado, para no meter una rueda en las acequias y quedarnos enganchados. Otra cosa es que supiéramos hacia dónde dirigirnos. Todas las calles me parecían iguales y tras decenas de curvas nuestra orientación era un enigma. Por fortuna divisamos el Cristo de Monteagudo, situado en lo alto del cerro de esta pedanía murciana. Lo seguimos hasta la Carretera de Alicante.
El sol comenzaba a marcar largas sombras a nuestro paso cuando llegamos a la Carretera de Alicante. La atravesamos y seguimos por la Huerta, cada vez con menos luz pero sin encender los faros para llamar la atención lo menos posible. Una vez rodeamos Cabezo de Torres, ya muy cerca de los centros comerciales, visibles gracias a la estructura del estadio de la Nueva Condomina, se hizo imposible continuar. Lo mejor era parar hasta la mañana siguiente, refugiados en el todoterreno. Los grillos, que chillaban como si fueran los amos del mundo, me ponían casi más nervioso que el temor a un ataque de infectados. Sin embargo, había que dormir y de nada servía vigilar cuando estábamos completamente a oscuras. Recostado en el sillón, se podían ver miles estrellas a través del techo solar. Nunca, desde las acampadas de pequeño, había visto tantas en el cielo. Marta se durmió cogiéndome la mano.

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