martes, 24 de noviembre de 2009

Miércoles 26 de agosto. Mallrats



Si el infierno había surgido desde las profundidades de la tierra para extenderse sobre el mundo, yo me encontraba en su nueva capital. La situación del centro comercial Nueva Condomina no podía describirse de otra forma, una especie de régimen del terror sitiado a su vez por una horda de zombies que hacía imposible cualquier esperanza de huida.
Las novedades me llegaron en dos capítulos. El primero eran los rumores que circulaban entre los hombres apresados. Durante mi primer y segundo día de encierro, jornadas en las que no se me permitió salir de la tienda de muebles en la que había sido confinado, mis compañeros de celda me explicaron que el lugar estaba gobernado por el padre Nicolás, nombre por el que conocían al extraño monje que nos había recibido a Marta y a mí. Como me había parecido, el religioso estaba perturbado y tenía el convencimiento de que la infección del virus R era una nueva plaga divina contra el reino del pecado que se había instaurado en la sociedad moderna. De cómo había llegado al centro comercial y había conseguido hacerse tan poderoso como para ser obedecido por un grupo de hombres armados, poco sabían. Lo que sí estaba claro era que el padre Nicolás quería crear un nuevo mundo desde cero, un nuevo mundo que necesitaba nuevos habitantes, puros y limpios de mal. Todos los que estábamos encerrados en esa pequeña tienda de muebles, y suponíamos que las mujeres que permanecerían en otro sitio, éramos candidatos para formar parte del paraíso, y más nos valía dar el perfil porque al resto se les echaba a las bestias. Algunas de las personas que me acompañaban ya habían sido llamadas a a hablar por el monje, con el que había mantenido largas entrevistas en las que por supuesto aseguraban ser creyentes, piadosos y el resto de características que se entendía debía tener la semilla del nuevo mundo. Ésos estaban a la espera de la resolución del padre Nicolás. Los otros, como yo, acabábamos de llegar y aún no habíamos tenido el placer de hablar con el religioso.
Ésta, claro, era la historia que se contaba entre los presos. La realidad, aunque sea difícil de creer, era mucho peor.

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