jueves, 1 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés

Tardé bastante en calmarme, más al menos que el niño. Cuando logré poner fin al sollozo nervioso que me dominaba, me di cuenta que el pequeño llevaba observándome un rato. Tenía cuatro años, según supe después, aunque a mí me parecía mayor. Era moreno y tenía el pelo lacio y negro como el betún, cayéndole por encima de los ojos. Me fijé en que estaba descalzo, aunque llevaba puesto un calcetín. Sus zapatos debían estar allá fuera, en medio del infierno.

- ¿Dónde está mamá?- me preguntó.

La pregunta me dejó descolocado. ¿Qué le podía decir? Opté por levantarme y decirle que me acompañara al interior de la tienda. Decenas de zombies seguían aplastando sus caras contra la verja de El Corte Inglés y gimiendo cansinamente, lo que hacía de la entrada un lugar muy poco agradable. Tomé un pasillo flanqueado por la sección de joyería y la de perfumes. Llevaba al niño de la mano y él se distraía mirando los productos y a la gente que descansaba entre los stand y sobre las cajas registradoras. Yo, en cambio, buscaba a cualquiera con uniforme que me dijera si ése lugar era verdaderamente seguro. Las luces de la galería comercial permanecían encendidas, al igual que las escaleras automática e incluso el hilo musical. Sin embargo no había ni dependientas ni compradores, sólo refugiados echados por todas partes.

Alrededor del centro de la primera planta de la tienda, en la sección de marroquinería, las autoridades (o lo que quedaba de ellas) habían establecido una especie de cuartel general. Soldados y policías discutían sobre una mesa, alrededor de la cual se había liberado espacio apartando o tirando al suelo varias lejas de bolsos. Como yo, otros civiles se había acercado al lugar y escuchaban las deliberaciones. Al parecer, estaban confirmando que todas las entradas al enorme comercio, de cuatro plantas y dos sótanos, estaban bloqueadas. Las puertas de acceso desde la calle, cinco en total (tres para clientes, una para el personal y otra para carga y descarga), estaban cerradas. De hecho, la última en clausurarse fue por la que logré entrar yo, la principal, y sólo gracias a que los técnicos de El Corte Inglés tardaron más de la cuenta en conseguir desbloquear el programa automático y cerrarla antes de tiempo.

Junto a los militares había también varios guardias de seguridad del centro. Uno de ellos les dio una mala noticia. No había forma de saber si las puertas del garaje estaban cerradas si no era bajando al sótano, puesto que las cámaras de seguridad no funcionaban. Algunos propusieron olvidarse del garaje y bloquear las puertas que comunicaban el parking con la tienda, pero se consideró que eran demasiado frágiles para resistir una tromba de zombies. Además, los militares pensaban que era necesario despejar todas las salidas por si una emergencia obligaba a utilizarlas.

La solución era sencilla y evidente, había que bajar. El problema lo representaba el bajo número de efectivos, alrededor de treinta contando policías, soldados y sobre todo guardias jurado. El organizador de todos ellos, un teniente llamado Luis Alcázar, reclamó la ayuda de voluntarios, ya que parte del ‘contingente’ debía dedicarse a vigilar las entradas ya aseguradas, las terrazas exteriores y la seguridad interior del centro, sobre todo el supermercado, donde se encontraba la comida que habría que racionar. Evidentemente, la plana mayor ya había llegado a la conclusión, antes de mi llegada, de que íbamos a pasar una temporada allí encerrados, dada la organización que se estaba programando.

Como temía, fui reclutado para acompañar a una de las patrullas que bajarían al garaje, en funciones de apoyo, es decir, para llevar una linterna y herramientas. Una mujer, dependienta de la tienda, se hizo cargo del niño.

- ¿Cómo se llama?- me preguntó al cogerlo en brazos.

Se extrañó de que ignorara su nombre, ya que había pensado que sería familiar mío. La respuesta del niño resultó aún más curiosa. Se llamaba Pedro. Me despedí de ambos en las escaleras mecánicas, temblando mientras los peldaños descendían hacía el sótano.

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