sábado, 24 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. Hoy cerramos

Nunca me han hecho gracia los petardos ni los fuegos artificiales. Las explosiones, por pequeñas que sean, me causan un miedo primitivo. El colmo de mi pavor son las tracas o mascletá, esas cadenas de artefactos explosivos que abren las fiestas de tantos pueblos en Murcia y Alicante, colapsando las plazas con un sonido estridente, humo y el olor a pólvora y papel quemado. Algo así se produjo en la cuarta planta de El Corte Inglés, frente a las escaleras mecánicas, cuando la primera línea de la improvisada defensa que habían montado los militares lanzó su salva contra el grupo de zombies que subían desde la tercera. Además, el ruido de los proyectiles se multiplicaba en el estrecho hueco de la escalera, al chocar no sólo contra los cuerpos de los muertos sino también contra el metal del suelo y las paredes. Tras dos o tres oleadas seguidas el ataque finalizó, al menos por el momento. Entonces los que estábamos en segunda línea pudimos ver que había pasado. La escalera automática, hasta un poco más de la mitad, estaba saturada de cadáveres, uno sobre otro, estirados o doblados sobre sí mismos, formando un amasijo de carne y ropa quemada.
Uno de los cuerpos pareció cobrar vida de repente, pero no era él sino otro zombie que llegaba por detrás. Me aparté justo a tiempo para que detrás de mí un soldado comenzará a disparar su fusil. De nuevo la escalera se llenó de esas cosas. Pero ahora cada vez disparábamos menos porque comenzaba a escasear la munición. Un par de soldados iban suministrando cartuchos a los fusileros, pero no daban a basto. Delante de mí había un policía que estaba cargando su escopeta y de pronto vi claro que por su ángulo de tiro iba a llegar un enorme zombie, gordo a más no poder, que se tambaleaba en su avance hacia nosotros. Apunté la vara de hierro que me habían dado hacia delante, aparté al agente y se la clavé en plena barriga. El metal atravesó parte de su cuerpo hasta que se frenó. Entonces el muerto, sin dar muestras de notar la vara, siguió subiendo echándome a mí para atrás.
- ¡No puedo pararle!- dije, reclamando ayuda.
El policía me sujetó por la espalda y otro hombre más lo cogió a él. Entre los tres a duras penas conseguíamos mantener al zombie a raya. Afortunadamente, el gordo se convirtió en el blanco predilecto del resto de tiradores, conscientes del peligro, que ya disparaban sólo sobre él. No sé cuantos impactos recibió, pero cuando se desplomó su cabeza era sólo un trozo de carne supurante.
Derribado éste, aparecieron nuevos zombies por detrás, y cada vez teníamos menos balas. Si al inicio de la tromba había una línea de diez fusileros, ahora sólo podían disparar tres o cuatro a la vez, mientras el resto recargaba o simplemente se quedaba sin munición. Otro de nosotros intentó hacer el mismo bloqueo que yo y falló con su hierro. Se fue para abajo tropezando en la escalera y allí mismo, delante de nosotros, lo devoraron.
La situación era desesperada. Pero uno de los trabajadores de El Corte Inglés tuvo una idea. Junto a otros dos hombres levantó un enorme sofá (estábamos junto a la sección de Oportunidades) y lo lanzaron por el hueco de la escalera. Entre la montaña de cuerpos que colapsaban la subida y el propio mueble, apenas quedaba un espacio de medio metro por arriba para pasar. Un muerto asomó la cabeza y fue recibido por los soldados, que ahora ya sabían dónde apuntar. Sin embargo, el militar les dijo que cesaran el fuego, algo que no entendimos al principio. El zombie escaló sobre el sofá y cuando estaba a punto de rebasarlo el oficial ordenó disparar y los acribillaron encima del mueble. Tras él fue otro, pero ya casi no había espacio. Igualmente esperaron a que estuviera a mitad de su camino y lo mataron. Un tercero que debía arrastrarse cual gusano entre los cadáveres fue interceptado de la misma forma. El militar era un genio. Había logrado que los mismos zombies bloquearan la entrada echándose los unos sobre los otros. Ahora contábamos con una barrera de carne putrefacta que nos protegía en la cuarta planta. Uno de los soldados reunió la sorna suficiente, pese al estado en el que nos encontrábamos, para decir:
- Lo lamentamos señores clientes, hoy cerramos.

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