lunes, 5 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés, El aparcamiento

Los aparcamientos han sido concebidos para almacenar coches, al igual que los centros comerciales cobran vida con los clientes. Por eso, cuando lugares así permanecen vacíos, toda la confianza, normalidad o intrascendencia que los caracteriza desaparece. A algunos les parecerán más tranquilos y placenteros; a mí me provocan miedo. Eso fue lo que pensé mientras descendía suavemente por las escaleras mecánicas, vislumbrando al otro lado de la cristalera del hall del primer sótano el perfil desolado y oscuro del parking, apenas salpicado por una decena de vehículos. Demasiado espacio libre.

Uno de los equipos siguió las escaleras al segundo sótano, mientras que los otros dos nos quedamos en el primero. La misión abajo era hacer una batida, ya que no contaba con más entradas que las que llegaban desde la planta superior. Nuestro objetivo, sin embargo, combinaba el repaso general con la comprobación de las puertas de acceso de los automóviles.

Mi equipo estaba formado por tres militares, dos policías, dos guardias de seguridad y dos civiles, que dada la situación representábamos el eslabón más bajo de la cadena. Yo cargaba con una enorme linterna empleada, imaginaba, en exploración submarina o espeleología. También llevaba una mochila con herramientas y como complemento, y sólo gracias a que me lo agencié por mi cuenta, un mástil que hasta entonces había sostenido la bandera de la Comunidad.

Muy pronto quedó claro que las linternas no eran necesarias, pues las luces seguían funcionando ahí abajo y la visibilidad era suficiente. Sin embargo, ni Bernardo, el carnicero del supermercado, que había optado por un gran cuchillo como arma de defensa, ni yo pudimos soltar lastre, en previsión de que fallara la corriente eléctrica. Así, entramos al aparcamiento en una fila en la que yo ocupaba el último puesto y que pronto se extendió en una línea, con los civiles, para mi tranquilidad, en segundo plano. Resultaba evidente la formación de guerra de los militares, pertenecientes a la Brigada Paracaidista de Javalí Nuevo. Con Alcázar en el centro, ocupaban la punta y los dos extremos de una flecha imaginaria. Los policías y guardias jurado, en las alas, mostraban una actitud mucho más tosca, sobre todo los agentes, mientras que los 'securatas' parecían más dispuestos a seguir las órdenes del teniente. La premisa principal era no separarse. La segunda era no disparar a no ser que lo ordenara Alcázar o la situación fuera tan peligrosa que no hubiera otra opción. La tercera: las heridas provocadas por zombies eran equivalentes a la muerte en combate.

Nuestro equipo se dirigió a las dos entradas por coche al parking, compuestas por cuatro rampas, dos de salida y dos de ingreso, emparejadas a unos 50 metros las unas de las otras. Las primeras estaban cerradas con unas compuertas metálicas que afortunadamente evitaban la visión del exterior, y tampoco se escuchaba nada tras ellas. Con el otro par, sin embargo, no sería tan sencillo. Se nos heló la sangre al oír un crujido proveniente de las puertas norte. Era un ruido metálico, acompañado de algo parecido a una queja aguda y otra vez el sonido metálico. Los soldados dirigieron sus armas hacia el lugar de procedencia. Era la entrada norte, la única rampa que quedaba sin revisar, ya que desde donde estábamos se podía ver la bajada norte cerrada. Alcázar se puso en contacto por radio con los otros equipos y confirmó que nadie se encontraba en esa zona del parking. A través de indicaciones mudas, el teniente mandó a sus soldados acercarse detrás de él, manteniendo la flecha aunque sin el resto de hombres. Los policías aguantaron en su sitio unos segundos y decidieron seguir a los militares, tras ellos los guardias y nosotros tampoco quisimos quedarnos solos. Al girar para ver la entrada descubrimos el responsable del ruido. Era una barrera para vehículos que se levantaba y descendía sin cesar, cómo si unos coches invisibles la estuvieran atravesando. Los soldados probaron a sostenerla pero sólo permanecía parada mientras ellos la agarraban, después continuaba su camino. Uno de los militares hizo el gesto de pegarle un tiro al mecanismo pero Alcázar le indicó que había que guardar silencio. El oficial nos pidió las herramientas y ordenó abrir la base de la barrera y desconectarla.

En esas estábamos, mirando de reojo la puerta del garaje, cuando una explosión de cristales me sorprendió a mi espalda. La siguió un grito. Era uno de los guardias de seguridad, que estaba apoyado en una especie de caseta situada enfrente de la barrera con una puerta y una ventana de vidrio. Al darme la vuelta pude ver al hombre echado hacia atrás sobre la ventana y a una figura que le agarraba el cuello. El guardia pedía ayuda pero nadie se atrevía a disparar, precisamente por no herirlo. Escurriéndose, el hombre pudo liberarse y se alejó gateando de la caseta. Entonces Alcázar ordenó abrir fuego contra el zombie que ahora trataba de salir por la ventana. El tiroteo volvió a herir mis maltrechos oídos. Las balas alcanzaron tanto al infectado como al resto de la caseta, que fue poblándose poco a poco de agujeros. Cuando al fin los gritos del teniente lograron poner fin a la balacera, nada se movía dentro del habitáculo.

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