lunes, 12 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. El Parking II

El calor era agobiante en el sótano de El Corte Inglés, y ahora el ambiente olía a pólvora. El guardia de seguridad se incorporó, ya libre de las garras del muerto. Tenía el cuello y la camisa llenas de sangre. Debió interpretar acertadamente las miradas del grupo porque nos aseguró que no le habían llegado a morder, que la sangre procedía del zombie de la caseta. En cualquier caso no hubo tiempo para comprobaciones ya que, con un estridente crujido, la puerta del garaje que teníamos enfrente comenzó a elevarse.
- ¿Quién está abriendo eso?- preguntó el teniente.
Uno de los militares entró en la caseta e informó de que había un panel de control completamente destrozado por las balas, del que salía humo. La puerta metálica continuaba subiendo. Mientras, sobre el suelo del garaje y la rampa ya se podían divisar varias sombras. Algo obstaculizaba los rayos del sol. Parecían las piernas de un grupo de gente corriendo, y pronto sus pasos también fueron audibles.
- ¡Dios! ¡Están bajando!- dijo uno de los policías.
El teniente Canellada activó el walkie-talkie y lanzó el aviso al resto de equipos. El garaje no era seguro, había que volver a la tienda. Los tres militares y los dos policías formaron un círculo frente a la puerta. El teniente ordenó al resto del equipo que volviera al hall del centro comercial y preparara el bloqueo de las puertas de cristal. Sin embargo, no había terminado de darnos indicaciones cuando alguien golpeó contra el metal de la puerta, que en su lento camino hacía arriba se encontraba ya a media altura. Era un hombre inmenso que había bajado corriendo y chocado de cabeza. Se desplomó y pudimos ver un sucio mono vaquero y una camisa de interior blanca chorreada de sangre. Sobre él, que intentaba incorporarse, empezaron a pasar más zombies. Fueron recibidos con una ensalada de balas que acabó al menos con cuatro.
- ¡Vamos imbéciles!- gritó el teniente dándose la vuelta hacia nosotros- ¡Atrás!
Salimos corriendo. A la primera oleada de muertos siguió otra y continuaron las detonaciones pero yo ya no miraba más que hacia delante. Solté la mochila de las herramientas y la linterna y me quedé únicamente con el mástil. Bernardo me seguía y el guardia de seguridad estaba a mi izquierda.
De repente, de lo alto de un coche junto al que pasamos saltó una figura y derribó al guardia. Junto a él venía otra persona que apenas pude vislumbrar de reojo. Giré el mástil en dirección a ella y tropecé al frenarme bruscamente. Caí de costado y di varias vueltas antes de poder parar. Al darme la vuelta el extremo inferior del mástil se acercaba hacia mí arrastrándose por el suelo. Elevé la vista y me di cuenta qué lo movía. Una mujer jóven lo tenía atravesado en el estómago. Era rubia, con el pelo largo, y tenía un top rasgado cayéndole sobre el hierro. Donde debían estar las tetas surgían vísceras destrozadas y lo que creí serían las costillas. Su rostro, sin embargo, estaba intacto. Mostraba los dientes y rugía escupiendo una especie de espuma rojiza a la vez que trataba de avanzar pese al freno del mástil, que rozaba el pavimento. Bernado apareció a mi espalda y bloqueó el hierro con su bota. Después alzó el brazo y dejó caer una estocada brutal con su enorme cuchillo de cocina, sesgando casi media cara de la mujer, que se derrumbó.
Bernardo me ayudó a levantar y continuamos la carrera, dejando al guardia de seguridad atrás, con varios zombies encima, y otro grupo corriendo muy cerca de nosotros. Nos dirigimos a una pequeña rampa que llevaba a la entrada a la tienda. Era una ligera elevación del parking. Sobre nuestras cabezas silvaron los proyectiles. Había tres soldados situados tras una valla al borde de la rampa que disparaban a nuestros perseguidores. Ya podíamos ver la puerta, por la que entraban soldados y policías de los otros equipos. Llegamos hasta ella y pasamos, seguidos de los soldados que nos habían cubierto la retirada.
- ¿Dónde está el resto de los hombres? ¿Y el teniente?- me preguntó uno de los militares.
Yo ni siquiera podía balbucear por la falta de oxígeno después de la huida.
- Hay que cerrar ya, están muy cerca- dijo por mí uno de los soldados que acababan de llegar.
Un policía golpeó con un hacha de bombero una chapa de plástico que había junto a la puerta, que funcionaba automáticamente, abriéndose cuando una persona se acercaba. Había cortado el suministro eléctrico, dijo. Ahora se tenían que cerrar los dos paneles de cristal manualmente. Nada más unirlos una cabeza se estampó contra el ventanal, restregando mandíbula, a la vista por un mordisco. Era un soldado, o lo que quedaba de él, y le siguieron más muertos. Estaban aprisionándose unos a otros contra la puerta, a medida que nosotros nos alejábamos de ella. Desde el segundo sótano llegó el sonido de los cristales rotos.
- ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Van a entrar!

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