sábado, 31 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. Vacaciones

Si nuestro encierro había sido planeado como algo temporal, a la espera del rescate de los militares de Cartagena, nos equivocamos. Las comunicaciones con el cuartel general fueron debilitándose día tras día, hasta que a la semana dejaron de producirse.
Yo no tuve mucha mejor suerte con mi familia. Mi móvil dejó de funcionar al segundo día por problemas de red. Algo me decía que Vodafone iba a tardar más de lo esperado en solucionar esa incidencia.
Los primeros días el trabajo me impidió pensar en otra cosa. Teníamos que sellar todo posible acceso a la cuarta planta de El Corte Inglés, donde había conseguido atrincherarnos unas 80 personas. La endeble muralla de muebles y cadáveres que cubría el hueco de las escaleras mecánicas fue reforzada por tablas y vigas que encontramos en la propia exposición de la tienda. Por suerte, la cuarta planta tenía también la sección de ferretería, por lo que herramientas no nos faltaban. Sin embargo, la electricidad comenzó a fallar a mediados de la semana siguiente hasta que nos quedamos a oscuras. Y el problema no era sólo la falta de luz, sino el calor. Teníamos comida para un mes, medicinas y toda una sección de muebles para descansar y fingir que la vida continuaba como siempre, pero las altas temperaturas pronto provocaron un problema que no habíamos previsto, la putrefacción. Los cuerpos que habían quedado en las escaleras mecánicas comenzaron a apestar toda nuestra planta rápidamente. Supongo que como los zombies ya estaban muertos cuando cayeron bajo nuestras balas, el proceso era mucho más rápido. Si hubieramos contado con yeso o algún otro aislante habríamos taponado el acceso de olores, pero sólo contábamos con lo que había en exposición. Tuvimos que alejarnos poco a poco de las escaleras hasta pasar prácticamente todo el día en la terraza. Y la situación de los baños no era mejor.
La información que llegaba del exterior por los medios de comunicación también fue extinguiéndose poco a poco. Al principio había imágenes de televisión de Madrid, Mallorca y Canarias sobre todo. En las islas duraron más. La situación no era diferente a la que habíamos vivido en Murcia, colapso total y lucha por la supervivencia en edificios y otras construcciones de fácil defensa. La Sexta dejó de emitir muy pronto, seguida de Telecinco. Cuatro, TVE 1 y Antena 3 duraron más. Cuando perdimos el suministro eléctrico aún emitían repetitivos mensajes de advertencia y cada vez menos novedades.
La radio parecía más saludable. Nos enteramos por la Cadena Ser de Murcia de que un grupo de civiles se había hecho fuerte en el Castillo de Lorca. Habíamos vuelto a la edad media. Internet también funcionó hasta que se fue la luz. Había varios ordenadores portátiles en la tienda y solíamos entrar a consultar. La red se convirtió esos días en un enorme tablón de anuncios mundial donde cada internauta que aún podía colgaba las novedades de las que tenía conocimiento. Sidney ardiendo, París abandonada, un refugio seguro en la Islas Bahamas... Una tarde recibí incluso un correo electrónico de mi banco. Me informaba de los movimientos en mi cuenta. ¡Cuál fue mi sorpresa al comprobar que me habían cobrado la letra del piso de ese mes! Era consolador que la hipoteca no te abandonara ni en los peores momentos.
Frente a la terraza de El Corte Inglés había edificios y algunas vivienda contaban aún con supervivientes. Nos comunicábamos a gritos o con carteles. Yo me hice amigo de una chica llamada Marta, que al parecer se había quedado sola con su abuela enferma. Me contó mediante mensajes que estaba segura en su casa y que tenía comida para meses, aunque le preocupaba su abuela.
Mientras, en la calle, la procesión de zombies no terminaba. A veces estaban completamente parados, y otras se movían en alguna dirección, como siguiendo todos una orden general. De vez en cuando aparecía algún infeliz por la calle, seguramente acuciado por la falta de comida o simplemente demente, y los muertos se lanzaban a por él.
Finalmente otro obstáculo con el que no habíamos contado nos hizo plantearnos el fin del encierro. Los grifos ya no daban agua y las reservas embotelladas estaban agotándose. Del cielo no podíamos esperar mucho más en pleno mes de agosto. Teníamos que hacer algo.

jueves, 29 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Ingés. Estamos solos

Al fin pude respirar tranquilo, por primera vez en toda la mañana. Sentado en un sillón orejero de oferta, en la sección de Oportunidades de la cuarta planta de El Corte Inglés, observaba como todos se movían a mi alrededor. Soldados asegurando los huecos de las escalera, trabajadores de la tienda organizando la comida de la cafetería, una médico ayudada por varias personas montando una zona de urgencias en las camas de la sección Dormitorio.
Con la novedosa sensación de no temer por mi vida durante los siguientes diez minutos, recordé a mis padres. Llevaba el móvil de mi madre y decidí llamar. Sin embargo no había cobertura en el lugar en el que me encontraba. Recorriendo los pasillos del centro comercial descubrí una salida a la terraza de la tienda, a la que en ese momento se dirigían unos militares cargando un baúl verde. Los seguí afuera. En la calle hacía mucho calor y los rayos del sol se me antojaron dardos ardientes en comparación con la luz artificial del interior. La terraza era un enorme espacio abierto al que se accedía desde una zona de oficinas. Estaba ocupado principalmente por gigantescos aparatos de aire acondicionado.
Llamé varias veces sin obtener respuesta. El móvil daba tono pero nadie lo cogía. Allí de pie, tratando de escuchar la voz de mis padres al otro lado del teléfono, tardé en darme en cuenta del caos que mostraba la ciudad mirara hacia donde mirara. Incendios, humo surgiendo de todos lados, gritos a lo lejos, el ya familiar sonido de la detonación de un arma. Murcia parecía haber sufrido un bombardeo y sólo hacía unas horas que la epidemia había llegado al centro de la urbe. Justo enfrente del edificio de El Corte Inglés se encontraba la mole del lujoso Edificio Hispania, rodeado de una densa neblina que en realidad procedía del fuego generado en los bajos, que se extendía poco a poco hacia arriba.
Los soldados estaban montando una antena junto al aparato de radio, se supone que para ponerse en contacto con alguna unidad. De pronto una explosión en la calle nos sobresaltó a todos. Nos asomamos a la avenida de la Libertad. Allí abajo había cientos, miles de zombies andando, parados o corriendo de repente en una dirección, como persiguiendo a alguien para después volver a quedarse quietos. El ruido provenía de un tanque que apareció por la plaza Diez de Revenga, en el extremo contrario de la avenida de la plaza Fuensanta, donde se encontraba la puerta principal por la que había entrado a la tienda. El estruendoso engranaje de metal atrajo inmediatamente la atención de todos los muertos que pululaban por allí. Se dirigieron en tromba hacia el tanque, que con un disparo abrió una cortina de muerte frente a él. Los militares gritaron de alegría. Al menos treinta zombies había sido destrozados por el tiro. Un artillero se asomó por la portezuela de la torre y comenzó a usar la ametralladora, llevándose por delante a todos los muertos que trataban de acercarse. Otra explosión del cañón volvió a abrir camino, decenas de cuerpos se derrumbaron. Nuevos vítores desde la azotea.
Pero era imposible frenar a miles de zombies así. Rodearon el tanque, se subieron sobre él. El artillero tuvo que refugiarse en su interior. El vehículo siguió disparando y aplastando muertos, pero parecía ya viajar sin rumbo; seguramente el conductor no podía ver nada con tanto cadáver andante sobre él. La avenida de la Libertad estaba en obras, por la construcción de un aparcamiento subterráneo y el tanque, desorientado, cayó por el hueco, de cuatro alturas y quedó boca abajo, aparentemente intacto, aunque dejó de moverse. Los soldados se lamentaron, dijeron que un golpe así debía haber sido brutal para los tripulantes. El pesimismo se adueñó otra vez de todos.
Los militares lograron al menos recibir una comunicación. Eran sus superiores, desde alguna parte del nuevo cuartel general situado en Cartagena. El Ejército no podía entrar en esos momentos en Murcia. Las unidades se estaban reagrupando en la ciudad portuaria, donde al parecer se había logrado parar la ola de zombies. Había que resistir hasta que el rescate fuera factible. Por ahora estábamos solos.

sábado, 24 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. Hoy cerramos

Nunca me han hecho gracia los petardos ni los fuegos artificiales. Las explosiones, por pequeñas que sean, me causan un miedo primitivo. El colmo de mi pavor son las tracas o mascletá, esas cadenas de artefactos explosivos que abren las fiestas de tantos pueblos en Murcia y Alicante, colapsando las plazas con un sonido estridente, humo y el olor a pólvora y papel quemado. Algo así se produjo en la cuarta planta de El Corte Inglés, frente a las escaleras mecánicas, cuando la primera línea de la improvisada defensa que habían montado los militares lanzó su salva contra el grupo de zombies que subían desde la tercera. Además, el ruido de los proyectiles se multiplicaba en el estrecho hueco de la escalera, al chocar no sólo contra los cuerpos de los muertos sino también contra el metal del suelo y las paredes. Tras dos o tres oleadas seguidas el ataque finalizó, al menos por el momento. Entonces los que estábamos en segunda línea pudimos ver que había pasado. La escalera automática, hasta un poco más de la mitad, estaba saturada de cadáveres, uno sobre otro, estirados o doblados sobre sí mismos, formando un amasijo de carne y ropa quemada.
Uno de los cuerpos pareció cobrar vida de repente, pero no era él sino otro zombie que llegaba por detrás. Me aparté justo a tiempo para que detrás de mí un soldado comenzará a disparar su fusil. De nuevo la escalera se llenó de esas cosas. Pero ahora cada vez disparábamos menos porque comenzaba a escasear la munición. Un par de soldados iban suministrando cartuchos a los fusileros, pero no daban a basto. Delante de mí había un policía que estaba cargando su escopeta y de pronto vi claro que por su ángulo de tiro iba a llegar un enorme zombie, gordo a más no poder, que se tambaleaba en su avance hacia nosotros. Apunté la vara de hierro que me habían dado hacia delante, aparté al agente y se la clavé en plena barriga. El metal atravesó parte de su cuerpo hasta que se frenó. Entonces el muerto, sin dar muestras de notar la vara, siguió subiendo echándome a mí para atrás.
- ¡No puedo pararle!- dije, reclamando ayuda.
El policía me sujetó por la espalda y otro hombre más lo cogió a él. Entre los tres a duras penas conseguíamos mantener al zombie a raya. Afortunadamente, el gordo se convirtió en el blanco predilecto del resto de tiradores, conscientes del peligro, que ya disparaban sólo sobre él. No sé cuantos impactos recibió, pero cuando se desplomó su cabeza era sólo un trozo de carne supurante.
Derribado éste, aparecieron nuevos zombies por detrás, y cada vez teníamos menos balas. Si al inicio de la tromba había una línea de diez fusileros, ahora sólo podían disparar tres o cuatro a la vez, mientras el resto recargaba o simplemente se quedaba sin munición. Otro de nosotros intentó hacer el mismo bloqueo que yo y falló con su hierro. Se fue para abajo tropezando en la escalera y allí mismo, delante de nosotros, lo devoraron.
La situación era desesperada. Pero uno de los trabajadores de El Corte Inglés tuvo una idea. Junto a otros dos hombres levantó un enorme sofá (estábamos junto a la sección de Oportunidades) y lo lanzaron por el hueco de la escalera. Entre la montaña de cuerpos que colapsaban la subida y el propio mueble, apenas quedaba un espacio de medio metro por arriba para pasar. Un muerto asomó la cabeza y fue recibido por los soldados, que ahora ya sabían dónde apuntar. Sin embargo, el militar les dijo que cesaran el fuego, algo que no entendimos al principio. El zombie escaló sobre el sofá y cuando estaba a punto de rebasarlo el oficial ordenó disparar y los acribillaron encima del mueble. Tras él fue otro, pero ya casi no había espacio. Igualmente esperaron a que estuviera a mitad de su camino y lo mataron. Un tercero que debía arrastrarse cual gusano entre los cadáveres fue interceptado de la misma forma. El militar era un genio. Había logrado que los mismos zombies bloquearan la entrada echándose los unos sobre los otros. Ahora contábamos con una barrera de carne putrefacta que nos protegía en la cuarta planta. Uno de los soldados reunió la sorna suficiente, pese al estado en el que nos encontrábamos, para decir:
- Lo lamentamos señores clientes, hoy cerramos.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés 3. Vamos de compras

Iniciamos una carrera de locos hacia arriba, formando un embudo frente a la escalera mecánica. Ya no había ni civiles ni soldados, todos tratábamos de salir de allí como fuera y yo, particularmente, no era el más fuerte de aquellos hombres. Recibí codazos y agarrones pero al fin pude enfilar los escalones. Detrás de mí comenzaron a sonar disparos y gritos, pero no había forma de avanzar más rápido, pues estaba casi empaquetado entre hombros y espaldas; éramos un rebaño de ovejas perseguido por miles de lobos.
Cuando logré llegar arriba me vi en la sección de entrada al Supermercado. La marea humana no sólo se dirigía al primer piso. Como se estaba formando otro embudo al inicio de las escaleras mecánicas había gente que tomaba otras direcciones, diciendo que los ascensores eran más rápidos, que conocía otras escaleras... Yo era capaz de perderme en El Corte Inglés incluso con todo el tiempo de mundo para encontrar la salida, así que seguí al gentío. La subida hacia el primer piso parecía más lenta todavía, hasta tal punto que llegamos a pararnos, avanzando a la ridícula velocidad de la cinta automática. Eso, y los rugidos que llegaban de la planta principal terminaron por volver locos a los hombres que iban tras de mí. Primero noté un agarrón, luego un golpe en la espalda y de repente una persona pasó literalmente por encima mío a gatas, pisando cabezas y todo lo que se encontraba. Otros le imitaron y con la tromba los más débiles se fueron abajo. Llegó un momento en que ya no andaba sino que trepaba entre cuerpos derribados, cuando el atropellado no era yo.
Al alcanzar el primer piso ni siquiera eché la vista atrás. Fui al segundo y de allí al tercero. Cada vez había menos hombros con los que competir en las escaleras y la velocidad mucho mayor. En la tercera planta incluso se improvisó un equipo que indicaba a la turba hacía donde dirigirse para llegar a las escaleras del cuarto piso, situadas algo alejadas de las que proveníamos. Una vez arriba ya no había más lugares a los que huir, y en vez de guías salvadores encontramos un pelotón de soldados que iba entregando armas, tanto rifles como pistolas, palos o cuchillos. Los militares habían tenido la precaución de organizar un puesto en la cuarta planta, imaginando lo peor. Era normal, al fin y al cabo el tristemente famoso Murphy era del gremio.
Un grupo fue hacia el hueco de los ascensores y las escaleras tradicionales, mientras que otro, en el que yo estaba incluido, se quedó en las mecánicas. Había aquí dos zonas que proteger, ya que los zombies no se limitarían a utilizar las escaleras de subida. En el reparto de armas me tocó un barrote blanco y alargado, procedente de una pérgola de la exposición de muebles de jardín. Como infantería ligerísima, puesto al que parecía abocado, me tocaba la segunda línea. Delante soldados, policías y todo aquél que hubiera recibido armas de fuego.
Cada vez llegaba menos gente, hasta que el goteo terminó. En algún lugar debajo de nosotros los hombres que aún quedaban con vida tenían que haber dado la vuelta y luchar hasta el final. Sin embargo ahora no se escuchaba nada, sólo el traqueteo de la escalera mecánica. Un viejo militar se situó delante de todos y golpeó el botón rojo de freno de emergencia. El automatismo paró y entonces se hizo audible un suave lamento, lejano aún, pero que cobraba fuerza poco a poco. El militar, gordo, casi sin pelo y apenas con dos botones abrochados en la camisa, miró al improvisado batallón y dijo algo parecido a un discurso para envalentonarnos. En esencia nos dijo que si habíamos sido capaces de llegar hasta arriba eramos los hombres adecuados para frenar a los muertos, y que de todas formas no había a dónde ir. Al final soltó un ¡Viva España! que repetimos más desconcertados que patriotas, dado el escenario escogido.
El primer zombie asomó la cabeza desde abajo y fue recibido con una salva. El militar ordenó que esperáramos a que estuviera más cerca. Pronto la escalera se llenó de ellos. Era el fin.

lunes, 12 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés. El Parking II

El calor era agobiante en el sótano de El Corte Inglés, y ahora el ambiente olía a pólvora. El guardia de seguridad se incorporó, ya libre de las garras del muerto. Tenía el cuello y la camisa llenas de sangre. Debió interpretar acertadamente las miradas del grupo porque nos aseguró que no le habían llegado a morder, que la sangre procedía del zombie de la caseta. En cualquier caso no hubo tiempo para comprobaciones ya que, con un estridente crujido, la puerta del garaje que teníamos enfrente comenzó a elevarse.
- ¿Quién está abriendo eso?- preguntó el teniente.
Uno de los militares entró en la caseta e informó de que había un panel de control completamente destrozado por las balas, del que salía humo. La puerta metálica continuaba subiendo. Mientras, sobre el suelo del garaje y la rampa ya se podían divisar varias sombras. Algo obstaculizaba los rayos del sol. Parecían las piernas de un grupo de gente corriendo, y pronto sus pasos también fueron audibles.
- ¡Dios! ¡Están bajando!- dijo uno de los policías.
El teniente Canellada activó el walkie-talkie y lanzó el aviso al resto de equipos. El garaje no era seguro, había que volver a la tienda. Los tres militares y los dos policías formaron un círculo frente a la puerta. El teniente ordenó al resto del equipo que volviera al hall del centro comercial y preparara el bloqueo de las puertas de cristal. Sin embargo, no había terminado de darnos indicaciones cuando alguien golpeó contra el metal de la puerta, que en su lento camino hacía arriba se encontraba ya a media altura. Era un hombre inmenso que había bajado corriendo y chocado de cabeza. Se desplomó y pudimos ver un sucio mono vaquero y una camisa de interior blanca chorreada de sangre. Sobre él, que intentaba incorporarse, empezaron a pasar más zombies. Fueron recibidos con una ensalada de balas que acabó al menos con cuatro.
- ¡Vamos imbéciles!- gritó el teniente dándose la vuelta hacia nosotros- ¡Atrás!
Salimos corriendo. A la primera oleada de muertos siguió otra y continuaron las detonaciones pero yo ya no miraba más que hacia delante. Solté la mochila de las herramientas y la linterna y me quedé únicamente con el mástil. Bernardo me seguía y el guardia de seguridad estaba a mi izquierda.
De repente, de lo alto de un coche junto al que pasamos saltó una figura y derribó al guardia. Junto a él venía otra persona que apenas pude vislumbrar de reojo. Giré el mástil en dirección a ella y tropecé al frenarme bruscamente. Caí de costado y di varias vueltas antes de poder parar. Al darme la vuelta el extremo inferior del mástil se acercaba hacia mí arrastrándose por el suelo. Elevé la vista y me di cuenta qué lo movía. Una mujer jóven lo tenía atravesado en el estómago. Era rubia, con el pelo largo, y tenía un top rasgado cayéndole sobre el hierro. Donde debían estar las tetas surgían vísceras destrozadas y lo que creí serían las costillas. Su rostro, sin embargo, estaba intacto. Mostraba los dientes y rugía escupiendo una especie de espuma rojiza a la vez que trataba de avanzar pese al freno del mástil, que rozaba el pavimento. Bernado apareció a mi espalda y bloqueó el hierro con su bota. Después alzó el brazo y dejó caer una estocada brutal con su enorme cuchillo de cocina, sesgando casi media cara de la mujer, que se derrumbó.
Bernardo me ayudó a levantar y continuamos la carrera, dejando al guardia de seguridad atrás, con varios zombies encima, y otro grupo corriendo muy cerca de nosotros. Nos dirigimos a una pequeña rampa que llevaba a la entrada a la tienda. Era una ligera elevación del parking. Sobre nuestras cabezas silvaron los proyectiles. Había tres soldados situados tras una valla al borde de la rampa que disparaban a nuestros perseguidores. Ya podíamos ver la puerta, por la que entraban soldados y policías de los otros equipos. Llegamos hasta ella y pasamos, seguidos de los soldados que nos habían cubierto la retirada.
- ¿Dónde está el resto de los hombres? ¿Y el teniente?- me preguntó uno de los militares.
Yo ni siquiera podía balbucear por la falta de oxígeno después de la huida.
- Hay que cerrar ya, están muy cerca- dijo por mí uno de los soldados que acababan de llegar.
Un policía golpeó con un hacha de bombero una chapa de plástico que había junto a la puerta, que funcionaba automáticamente, abriéndose cuando una persona se acercaba. Había cortado el suministro eléctrico, dijo. Ahora se tenían que cerrar los dos paneles de cristal manualmente. Nada más unirlos una cabeza se estampó contra el ventanal, restregando mandíbula, a la vista por un mordisco. Era un soldado, o lo que quedaba de él, y le siguieron más muertos. Estaban aprisionándose unos a otros contra la puerta, a medida que nosotros nos alejábamos de ella. Desde el segundo sótano llegó el sonido de los cristales rotos.
- ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Van a entrar!

lunes, 5 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés, El aparcamiento

Los aparcamientos han sido concebidos para almacenar coches, al igual que los centros comerciales cobran vida con los clientes. Por eso, cuando lugares así permanecen vacíos, toda la confianza, normalidad o intrascendencia que los caracteriza desaparece. A algunos les parecerán más tranquilos y placenteros; a mí me provocan miedo. Eso fue lo que pensé mientras descendía suavemente por las escaleras mecánicas, vislumbrando al otro lado de la cristalera del hall del primer sótano el perfil desolado y oscuro del parking, apenas salpicado por una decena de vehículos. Demasiado espacio libre.

Uno de los equipos siguió las escaleras al segundo sótano, mientras que los otros dos nos quedamos en el primero. La misión abajo era hacer una batida, ya que no contaba con más entradas que las que llegaban desde la planta superior. Nuestro objetivo, sin embargo, combinaba el repaso general con la comprobación de las puertas de acceso de los automóviles.

Mi equipo estaba formado por tres militares, dos policías, dos guardias de seguridad y dos civiles, que dada la situación representábamos el eslabón más bajo de la cadena. Yo cargaba con una enorme linterna empleada, imaginaba, en exploración submarina o espeleología. También llevaba una mochila con herramientas y como complemento, y sólo gracias a que me lo agencié por mi cuenta, un mástil que hasta entonces había sostenido la bandera de la Comunidad.

Muy pronto quedó claro que las linternas no eran necesarias, pues las luces seguían funcionando ahí abajo y la visibilidad era suficiente. Sin embargo, ni Bernardo, el carnicero del supermercado, que había optado por un gran cuchillo como arma de defensa, ni yo pudimos soltar lastre, en previsión de que fallara la corriente eléctrica. Así, entramos al aparcamiento en una fila en la que yo ocupaba el último puesto y que pronto se extendió en una línea, con los civiles, para mi tranquilidad, en segundo plano. Resultaba evidente la formación de guerra de los militares, pertenecientes a la Brigada Paracaidista de Javalí Nuevo. Con Alcázar en el centro, ocupaban la punta y los dos extremos de una flecha imaginaria. Los policías y guardias jurado, en las alas, mostraban una actitud mucho más tosca, sobre todo los agentes, mientras que los 'securatas' parecían más dispuestos a seguir las órdenes del teniente. La premisa principal era no separarse. La segunda era no disparar a no ser que lo ordenara Alcázar o la situación fuera tan peligrosa que no hubiera otra opción. La tercera: las heridas provocadas por zombies eran equivalentes a la muerte en combate.

Nuestro equipo se dirigió a las dos entradas por coche al parking, compuestas por cuatro rampas, dos de salida y dos de ingreso, emparejadas a unos 50 metros las unas de las otras. Las primeras estaban cerradas con unas compuertas metálicas que afortunadamente evitaban la visión del exterior, y tampoco se escuchaba nada tras ellas. Con el otro par, sin embargo, no sería tan sencillo. Se nos heló la sangre al oír un crujido proveniente de las puertas norte. Era un ruido metálico, acompañado de algo parecido a una queja aguda y otra vez el sonido metálico. Los soldados dirigieron sus armas hacia el lugar de procedencia. Era la entrada norte, la única rampa que quedaba sin revisar, ya que desde donde estábamos se podía ver la bajada norte cerrada. Alcázar se puso en contacto por radio con los otros equipos y confirmó que nadie se encontraba en esa zona del parking. A través de indicaciones mudas, el teniente mandó a sus soldados acercarse detrás de él, manteniendo la flecha aunque sin el resto de hombres. Los policías aguantaron en su sitio unos segundos y decidieron seguir a los militares, tras ellos los guardias y nosotros tampoco quisimos quedarnos solos. Al girar para ver la entrada descubrimos el responsable del ruido. Era una barrera para vehículos que se levantaba y descendía sin cesar, cómo si unos coches invisibles la estuvieran atravesando. Los soldados probaron a sostenerla pero sólo permanecía parada mientras ellos la agarraban, después continuaba su camino. Uno de los militares hizo el gesto de pegarle un tiro al mecanismo pero Alcázar le indicó que había que guardar silencio. El oficial nos pidió las herramientas y ordenó abrir la base de la barrera y desconectarla.

En esas estábamos, mirando de reojo la puerta del garaje, cuando una explosión de cristales me sorprendió a mi espalda. La siguió un grito. Era uno de los guardias de seguridad, que estaba apoyado en una especie de caseta situada enfrente de la barrera con una puerta y una ventana de vidrio. Al darme la vuelta pude ver al hombre echado hacia atrás sobre la ventana y a una figura que le agarraba el cuello. El guardia pedía ayuda pero nadie se atrevía a disparar, precisamente por no herirlo. Escurriéndose, el hombre pudo liberarse y se alejó gateando de la caseta. Entonces Alcázar ordenó abrir fuego contra el zombie que ahora trataba de salir por la ventana. El tiroteo volvió a herir mis maltrechos oídos. Las balas alcanzaron tanto al infectado como al resto de la caseta, que fue poblándose poco a poco de agujeros. Cuando al fin los gritos del teniente lograron poner fin a la balacera, nada se movía dentro del habitáculo.

jueves, 1 de octubre de 2009

Encerrados en El Corte Inglés

Tardé bastante en calmarme, más al menos que el niño. Cuando logré poner fin al sollozo nervioso que me dominaba, me di cuenta que el pequeño llevaba observándome un rato. Tenía cuatro años, según supe después, aunque a mí me parecía mayor. Era moreno y tenía el pelo lacio y negro como el betún, cayéndole por encima de los ojos. Me fijé en que estaba descalzo, aunque llevaba puesto un calcetín. Sus zapatos debían estar allá fuera, en medio del infierno.

- ¿Dónde está mamá?- me preguntó.

La pregunta me dejó descolocado. ¿Qué le podía decir? Opté por levantarme y decirle que me acompañara al interior de la tienda. Decenas de zombies seguían aplastando sus caras contra la verja de El Corte Inglés y gimiendo cansinamente, lo que hacía de la entrada un lugar muy poco agradable. Tomé un pasillo flanqueado por la sección de joyería y la de perfumes. Llevaba al niño de la mano y él se distraía mirando los productos y a la gente que descansaba entre los stand y sobre las cajas registradoras. Yo, en cambio, buscaba a cualquiera con uniforme que me dijera si ése lugar era verdaderamente seguro. Las luces de la galería comercial permanecían encendidas, al igual que las escaleras automática e incluso el hilo musical. Sin embargo no había ni dependientas ni compradores, sólo refugiados echados por todas partes.

Alrededor del centro de la primera planta de la tienda, en la sección de marroquinería, las autoridades (o lo que quedaba de ellas) habían establecido una especie de cuartel general. Soldados y policías discutían sobre una mesa, alrededor de la cual se había liberado espacio apartando o tirando al suelo varias lejas de bolsos. Como yo, otros civiles se había acercado al lugar y escuchaban las deliberaciones. Al parecer, estaban confirmando que todas las entradas al enorme comercio, de cuatro plantas y dos sótanos, estaban bloqueadas. Las puertas de acceso desde la calle, cinco en total (tres para clientes, una para el personal y otra para carga y descarga), estaban cerradas. De hecho, la última en clausurarse fue por la que logré entrar yo, la principal, y sólo gracias a que los técnicos de El Corte Inglés tardaron más de la cuenta en conseguir desbloquear el programa automático y cerrarla antes de tiempo.

Junto a los militares había también varios guardias de seguridad del centro. Uno de ellos les dio una mala noticia. No había forma de saber si las puertas del garaje estaban cerradas si no era bajando al sótano, puesto que las cámaras de seguridad no funcionaban. Algunos propusieron olvidarse del garaje y bloquear las puertas que comunicaban el parking con la tienda, pero se consideró que eran demasiado frágiles para resistir una tromba de zombies. Además, los militares pensaban que era necesario despejar todas las salidas por si una emergencia obligaba a utilizarlas.

La solución era sencilla y evidente, había que bajar. El problema lo representaba el bajo número de efectivos, alrededor de treinta contando policías, soldados y sobre todo guardias jurado. El organizador de todos ellos, un teniente llamado Luis Alcázar, reclamó la ayuda de voluntarios, ya que parte del ‘contingente’ debía dedicarse a vigilar las entradas ya aseguradas, las terrazas exteriores y la seguridad interior del centro, sobre todo el supermercado, donde se encontraba la comida que habría que racionar. Evidentemente, la plana mayor ya había llegado a la conclusión, antes de mi llegada, de que íbamos a pasar una temporada allí encerrados, dada la organización que se estaba programando.

Como temía, fui reclutado para acompañar a una de las patrullas que bajarían al garaje, en funciones de apoyo, es decir, para llevar una linterna y herramientas. Una mujer, dependienta de la tienda, se hizo cargo del niño.

- ¿Cómo se llama?- me preguntó al cogerlo en brazos.

Se extrañó de que ignorara su nombre, ya que había pensado que sería familiar mío. La respuesta del niño resultó aún más curiosa. Se llamaba Pedro. Me despedí de ambos en las escaleras mecánicas, temblando mientras los peldaños descendían hacía el sótano.