jueves, 10 de diciembre de 2009

Jueves 3 de septiembre. El Fin

Un mes después de la irrupción del Virus R en nuestro aburrido y violento planeta, la infección había sesgado de un plumazo casi todo rastro de vida humana (al menos el concepto de vida que considerábamos hasta entonces) y amenazaba con acabar con ella completamente. Marta y yo, por ejemplo, no representábamos una esperanza muy fiable para la supervivencia de nuestra especie. Descalzos, medio desnudos y con una simple pistola para protegernos, nos encontrábamos en ese preciso instante corriendo por los pasillos de la segunda planta del centro comercial Nueva Condomina de Murcia, acorralados por miles de zombies. Durante las próximas horas, las últimas, me quedaré solo y el devastador virus llegará a mi sangre. Sin embargo, eso es adelantar acontecimientos. Vayamos paso por paso.

Habíamos logrado esquivar las dentelladas de los muertos durante un día. Toda una proeza teniendo en cuenta que se debían contar por cientos de miles los que rodeaban el centro comercial y lograron al fin entrar gracias a la inundación provocada por la tormenta que asolaba Murcia desde el lunes. Afortunadamente los zombies no parecían buenos nadadores, y con la planta baja rebasada por el agua, eran pocos los que había logrado llegar hasta nuestro territorio. Que nosotros supiéramos, éramos los únicos vivos que quedaban en el lugar. Y lo cierto es que habíamos hecho un buen rastreo de todos los comercios y oficinas de esa planta de Nueva Condomina, mientras huíamos, nos parapetábamos y volvíamos a escapar de los hambrientos infectados.
En ese momento debía ser alguna hora de la tarde, ya que hacía bastante tiempo que había amanecido, aunque los nubarrones, que apenas dejaban pasar la luz por los ventanales del edificio, nos impedían ver si el sol estaba subiendo o bajando. En cualquier caso poco importaba el horario porque llevábamos más de 24 horas sin dormir y sólo se me antojaba una forma de permanecer parado más de veinte minutos en el mismo sitio: pasaba por dedicar una de las pocas balas que nos quedaban a pegarnos un tiro y acabar de una vez con ese suplicio.
- ¿Se cansarán algún día? ¿Morirán de hambre cuando todos hayamos caído?- me preguntó Marta.
Estábamos en un almacén de la parte central del centro comercial. Habíamos conseguido despistar a un grupo de muertos que nos persiguió durante horas por la azotea. La habitación resultó ser la parte de atrás de una tienda de golosinas en la que aún quedaban cajas repletas de dulces, un poco duros pero comestibles.
- No creo que haya otra forma de acabar con esas cosas que disparándoles en la cabeza- le respondí- Pero no digas que vamos a morir. Saldremos de ésta.
Marta bajó de la mesa en la que había subido y tiró al suelo el paquete de piruletas que tenía en la mano.
- ¡Cómo que no hable de morir! ¡Crees acaso que vamos a escapar de aquí! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos muertos, ya estamos muertos!
Salté sobre ella, abrazándola para que dejara de gritar. Comenzó a llorar una vez se vio en mis brazos, pero ya era demasiado tarde. Escuchamos unos golpes en la puerta. Descubiertos. Recogimos las armas y tomamos la salida trasera. Si nos habíamos refugiado en esa sala era, evidentemente, porque teníamos una vía de escape.
Llegamos a un pasillo de servicio que permanecía oscuro, aunque un poco más adelante se podía adivinar el perfil de una puerta al contraluz. Como zona abierta era muy posible que también estuviera llena de zombies, pero no había otra opción. Bajé el pomo lentamente y eché un un vistazo al otro lado. Estábamos en el gran pasillo central que conectaba los dos laterales. Podía ver claramente un grupo de muertos en la zona izquierda, parados, atontados y mirando alrededor con la boca abierta, como si fueran clientes de pueblo perdidos en el centro comercial. Entraban en esa especie de estado latente cuando no tenían un objetivo a la vista.
Dado que no había vuelta atrás (los zombies estaban dentro del almacén y golpeaban ahora la puerta de nuestro pasillo), teníamos que salir por allí. El problema era que no podía ver si también había infectados a mi derecha. Se lo planteé a Marta y como habíamos hecho ya muchas veces ese día, decidimos salir corriendo en dirección contraria a los zombies. Comprobamos las armas y nos lanzamos sin pensarlo dos vez. La vista completa del cuadro completo resultó aterradora. Los muertos se apelotonaban con mayor densidad si cabe en la parte derecha. De repente nos vimos rodeados por unos y otros, y no nos quedaban balas siquiera para que un pistolero con experiencia acabara con su primera línea. Marta me miró apesadumbrada. Sabía que era el fin. Los infectados cerraron el círculo en torno a sus próximas víctimas. No sé si albergaban algún resquicio de inteligencia pero daba la impresión de que percibían que no teníamos escapatoria porque avanzaban lentamente, relamiéndose, rugiendo de placer.
Como habíamos acordado horas antes, nos llevamos la pistola a la cabeza, cada uno a la suya, para evitar que un disparo prematuro dejara a uno de los dos vivo.
- Adiós- me dijo.
- Adi...- comencé a decir en respuesta, cuando un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra lamentable despedida.
Era un intenso gemido metálico, que saturó de repente todo el espectro de sonido, haciendo que nos lleváramos las manos a las orejas. Sin embargo, tan pronto como vino desapareció. Fue un segundo de silencio, quizás menos, y entonces el techo se vino abajo sobre nosotros. Toneladas de yeso, vigas y el plástico traslúcido del techo solar se deshicieron en añicos para precipitarse. Cogí a Marta y agarrados notamos como el suelo también se inclinaba poco a poco. Saltamos cerca de una columna y nos refugiamos en su base mientras el polvo invadía cada centímetro cuadrados de la enorme nave que se había desmoronado. La explosión de materiales reventados contra el suelo fue tan fuerte que la segunda planta se derrumbó sobre las aguas que llenaban la primera. Marta se quedó en el aire, aunque estaba tan fuertemente agarrada a mí que logré echarme hacia atrás y ponernos a salvo sobre una zona que se mantenía en pie, tras la columna.

Al disolverse la capa de yeso que bañaba el ambiente vimos que casi todo el pasillo central se había venido abajo. Cascotes y cuerpos de decenas de zombies (algunos en movimiento, otros paralizados) poblaban ahora la superficie de las aguas en el nivel inferior. Marta me señaló el techo. Una figura roja y curvada, como una enorme U, asomaba por el hueco abierto. Al alzar la vista el agua salpicó nuestras caras. Fuera seguía lloviendo a mares.
La gigantesca U se hundió un poco más en el techo y abriendo una grieta en lo que quedaba de pared, cayó libre dentro del centro comercial. De nuevo tuvimos que apartarnos tras la columna al tiempo que el cielo, como temieron siempre los galos, se derrumbaba sobre nuestras cabezas. El peso muerto del objeto que había destruido la techumbre golpeó contra el agua y nos caló completamente.
Una vez finalizada la tormenta de cascotes, reunimos el valor para quitarnos las manos de la cabeza y ver lo ocurrido. La escena nos dejó pasmados. La U gigante que había surgido de las alturas no era una U sino una C, acompañada de otra enorme N, las siglas de Nueva Condomina. Eran el colofón de la torre del centro comercial, que anunciaba desde kilómetros la llegada al paraíso de las compras. El poste se había quebrado, puede que socavado por las avenidas, y cayó sobre nosotros. La N y la C estaban boca abajo, y el pivote, cada vez más ancho, ascendía diagonalmente hasta perderse sobre el alto techo de la tienda que aún quedaba en pie.
Marta y yo permanecíamos en una especie de istmo conectado al centro comercial únicamente por la zona de almacenes, con la puerta de la que salimos a nuestra espalda. La catástrofe nos había salvado de los zombies por el momento, ya que el vacío se interponía entre ellos y su comida.
- ¿Oyes eso?- dijo Marta levantándose, aún apoyada sobre la columna.
Yo no escuchaba nada, pero ella me mandó callar, mientras se elevaba de puntillas mirando el oscuro cielo que asomaba sobre nosotros.
- Es como una sirena de ambulancia, ¿no?- añadió.
Mis oídos, menos sensibles que los suyos, lograron captar una leve vibración, efectivamente, como decía Marta, similar a la sirena de una ambulancia, procedente del exterior. Poco a poco el sonido se hizo más fuerte, acompañado después, y eso casi nos provoca un ataque cardíaco simultáneo, por la voz de un hombre a través de un megáfono.
- ¡Dios! Hay gente ahí fuera.
De hecho la voz, ya audible, preguntaba por la existencia de supervivientes en el centro comercial. Marta y yo nos abrazamos como si ya estuviéramos salvados, una situación que distaba mucho de ser real. Estábamos atrapados, con todas las salidas destrozadas o plagadas de infectados. Sin embargo sí quedaba una posibilidad: llegar a la torre derribada y ascender por ella hasta la azotea. La distancia desde nuestro refugio hasta las gigantescas N y C no debía ser de más de dos metros, aunque estaban a menor altura, y añadido al riesgo de un golpe en el salto, cabía la desgracia de resbalarse y hundirse entre la marea de muertos. Una vez más los acontecimientos decidieron por nosotros. La puerta del almacén comenzó a ser aporreada desde dentro. Los zombies llegaban por detrás. No la habíamos cerrado, pero al parecer el derrumbe la había atascado, no sabíamos por cuánto tiempo. Había que salir de allí ya.
Marta fue la primera en saltar. Ella era más ágil y supo caer con gran precisión sobre el brazo superior de la C. En cualquier caso me dolió sólo con ver cómo chocaba contra la torre. Milagrosamente indemne, se dio la vuelta y me pidió que la siguiera. Yo tomé carrerilla, calculé el aterrizaje en el mismo punto y salí disparado, sólo para frenarme a unos centímetros del bordillo.
- ¡No puedo!- exclamé acobardado.
- Pedro, ¡detrás de ti!- me advirtió Marta.
La puerta del almacén cedió justo en ese instante bajo el empuje de los zombies, y al verlos corriendo hacia mí, salté sin apenas coger impulso hacia las enormes letras. El miedo me dio fuerzas, pero no las suficientes, y tras agarrar con una sola manos el extremo de la C me escurrí hacia las aguas. El impacto fue algo así como ser atropellado por un camión. A punto de desmayarme, conseguí frenar con los pies descalzos lo necesario para que Marta pudiera asirme y entre los dos iniciar la ascensión. Pero cuando estaba a punto de llegar hasta ella un infectado salió de las profundidades y me agarró la pierna con una fuerza descomunal. Tratando de zafarme miré hacia abajo y contemplé horrorizado como una mujer con la cabeza abierta y totalmente desnuda me había alcanzado. Y no me estaba cogiendo con las manos, lo que notaba casi a la altura del tobillo eran sus dientes, desgarrándome. Marta abrió fuego contra ella y al tercer disparo convirtió el cerebro, parcialmente visible, en batido de fresa.
Temerosos de otra escalada zombie subimos rápidamente por la torre y llegamos al techo, dejando un reguero de sangre a mi paso. Una vez allí me examiné el tobillo derecho confirmando lo evidente, me habían mordido. Quizás no con mucha profundidad, pero Marta y yo habíamos visto ya lo suficiente como para saber que estaba infectado y que tarde o temprano sería uno de ellos. El sonido de la sirena interrumpió mis lamentos.
- ¿Quedan supervivientes ahí dentro?- preguntaba la voz del megáfono.

Nos asomamos desde la terraza en busca de nuestros salvadores. Allí abajo, en los aparcamientos aéreos de la Nueva Condomina no había nada más que agua. La inundación era mas grande de lo que habíamos imaginado. Hasta donde acertábamos a ver (que no era mucho dado que seguía lloviendo con fuerza) sólo se extendía un mar inmenso y embravecido por el viento de la tormenta, con los distintos edificios del megacomplejo comercial asomando como islas en medio de un huracán. Y surgiendo de ese caos con tintes bíblicos apareció una lancha tipo Zodiac equipada con un potente foco, navegando por el mismo lugar en el que hasta hace poco se apilaban coches y más coches de clientes. Hicimos gestos y nos desgañitamos gritando para que nos vieran, hasta que la luz del foco se centró en nosotros. Cegados por la linterna y la alegría nos abrazamos. La lancha se acercó al edificio principal y 'atracó' atando un cabo en una farola que sobresalía del fondo. Vimos que estaba ocupada por tres hombres, vestidos con trajes militares, si bien no tenían un aspecto demasiado marcial.
Uno de ellos nos lanzó una cuerda de nudos y ágilmente ascendió por ella. Era joven y estaba bastante, flaco aunque de complexión fuerte. Llevaba barba de varios días y el aspecto que todos nosotros podíamos tener tras más de un mes de penurias y sufrimientos.
- Me llamo Rodrigo. ¡Qué alegría encontrar supervivientes!- dijo al saludarnos, con un marcado acento andaluz- ¿Hay mas?
- No, sólo nosotros. Él es Pedro y yo Marta- respondió Marta- ¿De dónde vienen?
- ¿No han escuchado nuestros mensajes de radio?- preguntó sorprendido- Supongo que no. Venimos de Cádiz, el último bastión. El Gobierno, el Ejército y todos los que pudieron se refugiaron allí cuando la epidemia se hizo general. Perdimos a muchos. La mayor parte de los políticos cayó en Madrid, y la Familia Real... todos han desaparecido. Ahora la presidenta es Carme Chacón, y ha creado un gobierno de unidad nacional. La lucha fue muy dura pero al final conseguimos detener a los zombies y contraatacar. Tomamos y limpiamos Gibraltar y, gracias a su aeropuerto ya contamos con un punto seguro para viajar en avión. Hace dos días aterrizamos en Alcantarilla, pero ustedes son los primeros vivos que encontramos. Nuestra misión es rescatar a todos los supervivientes que encontremos y buscar otros focos de resistencia, si aún queda alguno. Toda ayuda es poca para la reconstrucción.
- Bueno- respondió Marta- Estás viendo lo que queda de este foco de resistencia. Y como no salgamos cuanto antes de aquí, ni eso- añadió mirando los restos del centro comercial, entre los cuales aún se movían cientos de infectados.
- Pues no se hable más. ¡Bajan dos, haced sitio!- gritó hacia la lancha.
- Baja uno- intervine yo, y di paso al frente para mostrar mi pierna sanguinolenta.
Rodrigo sacó, con un rápido movimiento, un fusil Kalasnikov que llevaba a la espalda y me apuntó a la cabeza.
- ¿Te han mordido?- preguntó- ¿Hace cuánto?
Marta se interpuso entre el arma y mi cabeza y elevó su revólver hacia Rodrigo:
- Ni se te ocurra- le advirtió.
- ¿Estás loca?- protestó el recién llegado- Está infectado, es uno de ellos.
Marta y Rodrigo amartillaron sus armas casi a la vez y éste último cambió su objetivo por la cabeza de ella. Los dos estaban dispuestos a apretar el gatillo sin dudarlo. Era lo que había conseguido varias semanas de "dispara al zombie y corre".
- Tiene razón, Marta- dije- Me voy a convertir en cualquier momento. No puedo ir con vosotros.
- No digas eso- terció ella, sin apartar el arma- No lo sabes, puede que en Cádiz puedan hacer algo por ti. Tendrán ya un medicamento. Una vacuna o algo así, ¿no?
- La única vacuna que hay es la que tengo en la recámara, y te aseguro que se la voy a administrar- respondió Rodrigo.
- ¡Por encima de mi cadáver, cabrón!- les espetó ella.
- ¡No me pruebes niñita, que te enteras!
La situación era insostenible, así que cogí mi propia pistola y coloqué el cañón en mi sien y lancé una advertencia a los dos:
- ¡Ya está bien! Ni me vas a pegar un tiro ni me marcho en la lancha, me quedo aquí con mi pistola y ya veré lo que hago.
Marta y Rodrigo bajaron las armas sorprendidos por mi intervención.
- Marta- dije sin apartar el revólver- Sabes que estoy muerto, es el fin. Pero tú te puedes salvar, así que quiero que montes en esa lancha y te marches de aquí cuanto antes. Puede que haya otras personas por ahí fuera que necesiten ayuda. Dejad de perder el tiempo conmigo.
Ella bajó al fin el arma y se lanzó a mis brazos. Me buscó con los labios, y a pesar del miedo que tenía de poder contagiarle, no pude resistirme a ese último beso. Después comenzó a llorar apoyada en mi pecho.
- No puedo irme, no puedo irme- repetía entre sollozos.
Yo también me desmoroné. Me decía que no era justo terminar así, cuando había encontrado a una chica como Marta, cuando tras más de un mes de sufrimientos, había descubierto una razón para seguir viviendo. El dolor me estaba consumiendo por dentro, así que la empujé poco a poco hacia el muro donde se encontraba Rodrigo, y con su ayuda la convencimos para que comenzara a bajar. Me dio otro beso antes de descolgarse hasta la lancha.
Rodrigo me dijo que la cuidaría, lo cual tampoco me ayudó mucho.
- Yo de ti usaría esa pistola antes de que fuera tarde- fue lo último que me dijo.

Y así he terminado aquí, sentado bajo la lluvia en lo poco que queda de la azotea del centro comercial Nueva Condomina en Murcia, contemplando la devastación que ha provocado el agua en esta tierra tan poco acostumbrada a su abundancia.
La zodiac de Marta hace ya dos horas que se ha marchado en dirección norte. Me duele la cabeza y los temblores que sufro no responden precisamente a las bajas temperaturas. Al menos me ha dejado de sangrar el tobillo, si bien la causa de esta repentina mejoría se me antoja un poco tétrica.
Me pregunto qué habrá sido de mi familia. Y de mi hermana en Argentina. Recuerdo un vídeo que me enseñó ella hace unos años. Era el tráiler de coña de una película falsa, de esos que circula por Internet. Se llamaba Jesucristo Zombie o algo así, y jugaba con la idea de la vuelta a la vida de Lázaro y la propia muerte y resurrección de Jesús. El tráiler mostraba un grupo de jóvenes encerrados en una iglesia, asolada a su vez por una horda de zombies con el Mesías a la cabeza, mientras el narrador citaba la frase gancho de la película: "Hace 2.000 años Jesucristo nos prometió la inmortalidad... el problema es que no miramos la letra pequeña".
Imagino que quien me vea ahora, riéndome en mi situación, pensará que me he vuelto loco, y puede que no se equivoque. La pistola que sostengo entre mis manos contiene tres balas, así que incluso podría defenderme en caso de que uno de los zombies que sigue ahí abajo llegue hasta mí. Sé que no debería esperar más, pero me enfrento a uno de los instintos más poderosos del hombre, el de la supervivencia, y puedo asegurar ya por experiencia que en mí está bastante arraigado.
Empiezo a tener fiebre y, tras un molesto cosquilleo, ahora estoy perdiendo la sensibilidad en la pierna herida. Creo que llega el momento de tomar una decisión. Seguramente me abra la cabeza, pero... El caso es que también tengo cierta curiosidad por conocer las sensaciones que debe tener una máquina de comer carne humana. Supongo que cuando se es un zombie las cosas son mucho más sencillas. Comer, correr, comer. Por si acaso, me gustaría haceros una advertencia. Si os encontráis dentro de unos días a un infectado joven, delgado, moreno, herido en la pierna y vestido tan sólo con unos calzoncillos, os recomiendo que salgáis corriendo con todas vuestras ganas. Entendedme, solía ser un tipo tranquilo, pero imagino que estaré un poco cabreado.

FIN

Fin de la Primera Temporada, próximamente

Saludos a todos. El último capítulo de la desesperada aventura de Pedro está en marcha y muy pronto lo publicaré. Sin embargo, precisamente por ser el final de 'Levántate y anda' quiero perfilarlo bien; mis queridos zombies se lo merecen, jeje.
Gracias a todos los que habéis seguido el blog y a quien además lo ha promocionado. Agradecimientos también a vuestros consejos sobre la historia y sobre el propio diseño del blog, me habéis sido de mucha ayuda.
Un abrazo y nos 'vemos' en el último capítulo.

P.D.: Como entretenimiento antes de terminar, aquí va una noticia real sobre la llegada de los zombies a Alicante:

http://www.theleader.info/article/20477/zombies-march-through-alicante/

lunes, 7 de diciembre de 2009

Miercoles 2 de septiembre. El principio del fin

Al amanecer, la lluvia seguía golpeando el techo solar del centro comercial. Desperté junto a Marta, que yacía acurrucada sobre mí, desnuda bajo una fina sábana blanca. Fue la primera mañana en un mes que no me levantaba sudoroso, gritando y con el persistente recuerdo de la muerte acechándome. Ella apartó durante la noche esos temores, pero no pude seguir ignorándolos cuando me despejé.
No había parado de llover en todo el día anterior, por lo que el colector debía seguir inundado. Esa enorme tubería, que atravesaba los sótanos y llevaba hasta el otro lado de la autovía, era la única vía de escape de Nueva Condomina, ya que el complejo estaba rodeado de miles de zombies atraídos por los sacrificios que el ya desaparecido Ricardo y su legión de asesinos les había proporcionado. Ahora, bajo una de las tormentas de verano más fuertes que recordaba, y sin tener claro cuánta gente seguía viva bajo nuestro techo, no teníamos más opción que esperar a que dejara de llover.
Habíamos pasado 24 horas seguidas en la tienda de Zara, ocultos, aunque no sabíamos si quedaban hombres armados en el centro comercial ni las intenciones que tenían una vez muerto su líder. Estábamos en el lugar más alejado de la entrada a la tienda, cerca de los probadores. Acumulando ropa bajo nosotros fabricamos una cama que, en comparación con los camastros que habíamos sufrido hasta ahora, nos pareció un lecho de dioses. Nos sentíamos seguros, pero permanecer mucho más tiempo en nuestro refugio no tenía sentido. Si quedaban guardias ahí dentro, tarde o temprano nos descubrirían. Y si todos se habían marchado antes de que se inundara el colector o matado entre ellos, no había razón para seguir escondidos.
De repente un ruido metálico nos puso en guardia. Algo había caído al suelo rebotando varias veces y su sonido pareció ampliarse a través de las silenciosas paredes de la tienda. Miré a Marta, que a pesar de seguir acostada, ya tenía el revólver entre las manos. Yo cogí el mío y me puse de puntillas entre los percheros, aguzando el oído. Se produjo otro ruido estridente, de nuevo hierro golpeando el suelo, pero ahora más cerca. Marta se levantó y fue hasta mí.
- ¿De dónde viene?- preguntó.
- Creo que de la planta de abajo- susurré.
Estábamos en la segunda planta del Zara, la parte de ropa masculina, mientras que la primera estaba destinada a la mujer. Unas escaleras mecánicas conectaban ambos niveles. Nos dirigimos hacia allí. Ambos íbamos descalzos, sólo porque el sobresalto que nos había alarmado nos pilló así (de hecho yo llevaba puestos únicamente unos calzoncillos y Marta una camiseta larga), pero resultaba lo mejor para reducir el sonido. La boca de las escaleras permanecía despejada, pero estaba claro que ahí abajo había algo, pues se escuchaban pisadas. Bajamos lentamente, con las pistolas mirando al frente, y yo al menos, muerto de miedo. Una vez abajo se podía escuchar claramente una gotera, quizás varias, que debían atravesar el techo del centro comercial y caer hasta la planta principal, ya fuera de la tienda. Por un momento pensamos que ése era el ruido que nos había sorprendido, pero un paso no muy lejos de nosotros activó de nuevo las alarmas. Después otro. No lo veíamos, pero alguien estaba andando y fuera cual fuera el calzado que llevaba, hacía mucho ruido. Además, a cada paso le seguía otro sonido más largo y suave, como el arrastre de un bulto a empujones. En la planta de abajo había muy poca luz, y sólo acertábamos a divisar los percheros atestados de ropa desordenada, allí donde mirábamos. El sonido continuaba, cada vez más cercano, pero muy lento.
- Hay alguien ahí- dije, recibiendo rápidamente una mirada de desaprobación de Marta.
Sin embargo el ruido cesó. Durante unos instantes, que se me hicieron eternos, no se escuchó nada. Hasta que los pasos volvieron, más fuertes, más cerca, hacia nosotros. Un perchero se derrumbó prácticamente frente a mí, a unos dos metros de distancia. Entonces lo vi. Era un hombre alto, vestido de ejecutivo pero con la ropa sucia, rasgada y completamente calada. Su rostro era grisáceo, casi azulado. Me lanzó una mirada furibunda, con esos ojos blanquecinos clavados en mí. El zombie emitió un gruñido e inició una torpe carrera hacia nosotros. Torpe porque sólo podía andar con un pie, mientras que arrastraba el otro apoyando directamente el tobillo, con el pie torcido tras él. Un movimiento que helaba la sangre sólo de verlo. Ahora comprendía, también, el ruido que hacían sus zapatos. Estaban mojados y la suela de plástico crujía por el paso del agua. El muerto aceleró su carrera en mi dirección. Levanté el arma apuntando a su cabeza y pulsé el gatillo. La respuesta fue un solitario e inquietante click. El revólver no disparaba.
El infectado saltó sobre mí, comiéndose prácticamente mi revólver. Caímos los dos, él encima mío, y tuve que soltar la pistola para tratar de alejar su boca de mi cuello. Le sostenía los hombros pero pesaba mucho y apenas podía evitar sus dentelladas, que dirigía por igual a cabeza o brazos según lo que tuviera más cerca. Su gesto, fiero, parecía esconder una mueca, como si estuviera riéndose de placer al tener al fin carne fresca cerca al alcance.
Marta apareció a mi rescate por detrás de él. Le golpeó con un hierro el la cabeza y el zombie se desplomó a mi lado, temblando tal y como haría la víctima de un ataque epiléptico. Marta elevó el hierro y se lo clavó a través del ojo. El muerto dejó de moverse.
Tardé unos segundos en recuperar el aliento, pero estaba claro que había que darse prisa. De alguna forma los zombies estaban entrando al centro comercial. Si lo había conseguido uno, cientos irían detrás de él. Salimos al pasillo de la planta baja. Las goteras que habíamos escuchado momentos antes caían por todas partes, y el agua había formado ya un enorme charco. Iniciamos la carrera en dirección al Eroski. El hipermercado contaba con zonas de carga que existía la posibilidad de utilizar como salida. Sin embargo, según avanzábamos entre las tiendas, el nivel del agua parecía elevarse, hasta un volumen que no podía proceder de las goteras. Al llegar a la galería que daba entrada al Eroski, frente a la inmensa hilera de cajas registradoras, encontramos a un grupo de guardias. Ellos parecieron tan sorprendidos como nosotros de vernos, pero por muy peligrosos que pudieran resultar, en ese momento tenían cuestiones más importantes que atender. La puerta acristalada del parking, reforzada con vigas y tablas, estaba resquebrajándose. De ella surgían chorros de agua, como si fuera una fuente. No tenía explicación, pero detrás de esa entrada el nivel acumulado por la lluvia superaba el metro de altura, mostrando además a través de los cristales las siluetas de varios muertos medio sumergidos
Los hombres estaban colocando alfombras y telas alrededor de las grietas, pero el líquido entraba cada vez con más fuerza. Ya estábamos dándonos la vuelta para alejarnos de allí cuando desde el pasillo que los guardias tenía a su izquierda surgió un infectado, seguido de otros dos y muchos más detrás. Uno de los pistoleros ni siquiera los vio venir y se lanzaron encima de él. El resto comenzó a disparar, y no sé si fue alguno de los proyectiles o el simple poder del agua, pero la puerta, justo en ese momento, reventó disparando una cascada hacia interior de Nueva Condomina.
El torrente se llevó por delante a guardias, zombies y todo lo que encontró a su paso. Marta y yo, por fortuna a cierta distancia, pudimos buscar la escalera más cercana y con el agua pisándonos los talones logramos llegar a la segunda planta. A nuestras espaldas, la planta baja se inundó completamente, y lo peor no era eso, sino que arrastrados por la corriente pudimos ver a decenas de infectados, nadando, hundiéndose, agarrándose a postes o simplemente dejándose llevar. Ya no había ninguna barrera entre ellos y nosotros.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. El fin del principio

La primera impresión que tuve al salir a los pasillos del centro comercial fue que se encontraba al comienzo de una rebajas salvajes. Carreras, gritos... tiendas ardiendo. La principal diferencia, a parte de las llamas y el humo, era la oscuridad que reinaba, ya que evidentemente no había luz eléctrica, y la tormenta impedía la llegada de rayos de sol. Estaba en la segunda planta y tenía que llegar a las conducciones por las que había entrado a la Nueva Condomina, ubicadas en el sótano. El problema era que con las escasas fuerzas que me quedaban, tras una semana de brutal racionamiento y el colofón de dos días de palizas, incluso aunque lograra escapar del lugar no podría dar dos pasos sin caer rendido.
Tomé la dirección del hipermercado Eroski que había en la planta baja. Pensé que por mucho que hubieran robado, algo debía quedar para llevarse a la boca. El plan era esperar allí un tiempo hasta que se calmara la cosa y tratar de huir más tarde con provisiones. Ése era el plan, pero fue un error sobrevalorar mi estado físico.
Comencé a recorrer el pasillo este en dirección sur, pues había salido de la terraza por el punto más lejano al supermercado. Al llegar a la galería central que unía los dos pasillos, y en la que se encontraban las escaleras mecánicas para descender a la planta baja, ya estaba reventado. Me temblaban las piernas y a cada paso notaba que me iba a derrumbar. De repente, por detrás de mí apareció un grupo de prisioneros corriendo, y de un empujón me echaron al suelo. Me quedé allí, sobre las baldosas aún frescas de la noche pasada, tratando de recobrar el aliento, mientras los habitantes del centro comercial seguían su alocada carrera de escape y los tiroteos se acercaban cada vez más. Tenía los músculos agarrotados y un afilado clavo se incrustaba entre ellos cuando trataba de tensarlos para ponerme en pie. Había llegado, sin duda, al límite de mis fuerzas por ese día, y no me recuperaría a menos que descansara y, a poder ser, comiera algo. En cambio, me encontraba recostado sobre el escaparate de un Zara destrozado, a unos 500 metros de la fuente de comida y sin energías para recorrer esa distancia.
-¿Pedro?- oí a mis espalda.
Giré la cabeza y sólo vi dos maniquís desnudos, tirados sobre el mostrador del escaparate.
- ¡Pedro!- otra vez, en dirección a la puerta de la tienda, por la que apareció en ese momento Marta- ¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Se lanzó sobre mí abrazándome y besándome por toda la cara. Nuestros labios se juntaron al final, aunque apenas podía ya incorporarme para abrazarla yo también.
Entramos dentro de la tienda de ropa, donde Marta se había escondido al abandonar la azotea. Estaba muerta de miedo, a tenor de las miradas que lanzaba al exterior cada vez que se escuchaba un ruido. Todavía no me había contado qué le ocurrió durante los dos días que estuvimos encerrados, tras nuestro fallido intento de fuga; y dado su comportamiento, me temía lo peor. Al menos no tenía marcas de golpes visibles.
Le conté que estaba destrozado y que me moría de hambre. Por fortuna ella tenía agua y comida que había encontrado en la mochila de un guardia muerto. Nos refugiamos en el interior del Zara y nos dimos un tremendo festín, a base de albóndigas en conserva, maíz y una botella de cerveza Estrella de Levante que me supo a gloria pese a estar caliente.
- Tenemos que intentar llegar al colector por el que nos trajeron- le dije cuando terminamos. Fuera ya casi no se oía nada y el olor a quemado aumentaba poco a poco, lo que indicaba que el fuego debía estar avanzando. Esperarlo en medio de toneladas de ropa no era una buena idea.
- Ya he estado allí antes- me respondió- Hay que buscar otra salida. El tubo no se puede usar, está inundado por la lluvia.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Tormenta

Ricardo no fue el último en caer esa mañana por al parking infectado de zombies. El tiroteo que se inició en la azotea provocó una ola de pánico entre los prisioneros, que sintiéndose ya libres, salieron corriendo en todas direcciones, buscando la entrada al centro comercial y evitando al mismo tiempo las balas. Otros se lanzaron a luchar contra los guardias. Desde el extremo del saliente que se levantaba sobre el aparcamiento veía a los hombres armados, aparentemente divididos en dos grupos, disparándose entre ellos. La trifulca se me antojaba como las guerras entre niños soldado en África, pues usaban las armas con poca precisión, descargando los cargadores apenas a unos metros los unos de los otros, cuando no descerrajaban el tiro a quemarropa.
Un grupo de hombres desarmados se lanzaron sobre dos guardias que había quedado aislados del resto, los redujeron a patadas. Otros guardias fueron arrojados directamente a los 'leones' a empujones, arrastrados por la muchedumbre. Era una explosión de violencia salvaje, tras semanas de cautiverio en Nueva Condomina, y los que hasta el momento habían sido las víctimas habían adoptado rápidamente el papel de verdugos.
Mientras, la lluvia arreciaba y se transformaba en una auténtica tormenta de verano, encharcando la azotea y haciendo un poco más difícil desplazarse por el resbaladizo suelo. Yo me encontraba en una posición difícil. Estaba alejado de la trifulca principal, al inicio de la plataforma de castigo, pero debía llegar hasta allí si quería abandonar la terraza. Al fin y al cabo, también podía alcanzarme una bala perdida si me quedaba parado.
Comencé a avanzar todo lo agachado que podía, cubriéndome la cabeza cada vez que escuchaba una detonación, como si eso fuera a resultar suficiente para protegerme de los proyectiles. Pasé sobre el cadáver de un guardia, que aún sostenía con la mano un revólver. Lo cogí y me lo guardé en la cintura, pues no tenía ninguna intención de malgastar las balas allí arriba. Cuando me levanté algo me golpeó la cabeza. Fue como si me hubieran tirado una pequeña piedra. El proyectil cayó después a mis pies. Era blanco, muy pequeño, y frío. ¡Granizo! De repente el horizonte visible se acortó de forma radical. El granizo comenzó a caer de forma generalizada y aunque las piedras de hielo apenas molestaban al impacto, la tormenta ya no hacía posible ver a más de cinco metros de distancia. Había que abandonar la terraza como fuera. Logré llegar al principio de la plataforma donde se lanzaba a los prisioneros, desde donde se accedía al edificio principal del centro comercial. Me seguía una mujer que se había quedado desperdigada como yo. La ayudé a subir un muro de casi dos metros que había que superar para dejar el saliente y cuando ella se disponía a tenderme el brazo la cosieron a balazos, cayendo sobre mí. Ése no era un buen lugar para escapar. Me desplacé unos diez metros hacia la derecha y asomé la cabeza de un salto. Allí no parecía haber nadie. Apoyándome en unas cajas cercanas conseguí elevarme sobre el muro y llegar a la azotea principal. Una vez arriba salí corriendo para evitar el pelotón de fusilamiento que debía estar colocado no muy lejos de mí, pues escuchaba perfectamente las ráfagas dirigidas a la gente que sobrepasaba el muro.
El camino para entrar otra vez al centro comercial era una zona de aires acondicionados situada un nivel por debajo de la terraza. En realidad había dos zonas, colocadas en el centro del anillo que formaba Nueva Condomina. No tenía muy claro por cuál de las dos me habían sacado esa mañana así que salté en cuanto vi un desnivel. Caí sobre un charco enorme, pues el agua se acumulaba abundantemente en esa parte, alanzando ya un pie de altura. Me dirigí a la puerta a las galerías comerciales y pasé al interior de una sala de máquinas, de allí a una oficina y al fin a las tiendas. Los tiroteos continuaban dentro del centro comercial, al igual que las carreras de un lado para otro. Además, llegaba un intenso olor a quemado y humo, que procedía de una tienda de ropa situada junto enfrente de la puerta, situada en la segunda planta, con los escaparates rotos y ardiendo. Si el fuego pasaba a los comercios adyacentes eso se podía convertir en un polvorín. Sin embargo no tenía tiempo de preocuparme por un incendio. A mi espalda sonaron disparos. Emprendí la huida por los pasillos.

martes, 1 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. Fin de la sequía

Eran las nueve de la mañana cuando fui arrastrado a la terraza principal de Nueva Condomina, un enorme óvalo construido sobre los pasillos del centro comercial, con ventanales que proporcionaban luz solar a las tiendas y un remate en forma de pico que miraba a la cara oeste del complejo. Elevado sobre uno de los aparcamientos aéreos de la zona, el saliente se asemejaba a una gigantesca pasarela situada sobre un barco de vela del siglo XVIII preparado para lanzar piratas al mar. Los piratas, en ese caso, éramos Pablo, Marta y yo, y el fiero océano lo representaban miles de zombies sedientos de carne fresca bajo nuestras cabezas.
Permanecí encerrado en una oficina durante todo el día posterior a nuestro fallido intento de escapada. A la ya familiar falta de alimentos y agua se unieron un par de palizas, una de ellas especialmente propinada por Ricardo, que me dejaron deshecho. Al ser sacado a rastras de la estancia un día después, no hizo falta que me explicaran mi destino, estaba claro que iba a ser expulsado del 'paraíso'. Me extrañó la falta de luz en los pasillos del centro comercial, a pesar de haber amanecido. Cuando salí a la terraza descubrí que el cielo estaba encapotado y que el calor reinante en jornadas pasadas se había combinado ahora con una agobiante sensación de bochorno. Las nubes cubrían todo el cielo hasta donde se podía divisar, de un color negruzco que les aportaba un aspecto aterrador, pero qué no lo tenía esos días.
Sobre las galerías de Nueva Condomina, a lo largo del saliente de la cara oeste, se había reunido una gran comitiva, al parecer todos los habitantes vivos de la zona. Había unos 30 hombres armados y un centenar de personas más, separadas de ellos, cerca del extremo del saliente. Me acercaron al grupo principal, hombres y mujeres desarrapados y muertos de miedo como yo. Entonces comprendí que esa mañana no se iba a producir un sacrificio, sino una matanza generalizada, la macabra solución final de esa gentuza a la falta de víveres en el centro comercial. Marta apareció entre la muchedumbre y me preguntó qué tal estaba. Por lo menos ella seguía viva. Mientras, mas abajo, como si lo presintieran, comenzaron a sonar más fuerte que nunca los gritos de rabia de los infectados.
El padre Nicolás se abrió paso entre los guardias vestido con su hábito y portando una enorme cruz de madera.
- El cielo está mucho más cerca de lo que pensáis- comenzó a decir, dirigiéndose a nosotros.
Se trataba, según contaron los veteranos, del mismo discurso que soltaba cada vez que iban a lanzar a alguien a los muertos. La reacción de la gente fue retroceder todo lo posible, evitando mantenerse en los extremos del grupo para no ser el elegido. Sin embargo, ninguno de ellos fue el primero en caer, sino mi amigo Pablo. Lo trajeron unos guardias atado de manos. Estaba cosido a moratones y apenas podía andar. Con el discurso del monje de fondo, Pablo fue conducido frente a nosotros hasta el límite del pico. No levantó la cabeza para verme pero creo que ni siquiera podía ver, dado como andaba a tientas. Cuando estuvo al borde del abismo el padre Nicolás se acercó, lo bendijo y con una patada, el mismo Ricardo lo hizo caer, despertando una orgía de sangre bajo nosotros.
De nuevo la mirada del religioso se volvió hacia el grupo y todos retrocedimos. Dos guardias se dirigieron hacia mí. La suerte estaba echada, yo era el siguiente. Aparté a Marta de un empujón y esperé a que me prendieran. Ella se alejó arrastrada por otras mujeres. Los hombres me agarraron, arrastrándome al lugar donde había sido lanzado mi amigo. Una vez allí miré abajo. Debía de haber unos veinte metros, suficiente para estamparse y morir al instante. El problema era que seguramente no llegara a tocar el suelo. Cientos de manos ensangrentadas se elevaban hacia mí. Los zombies sabían que ése era el sitio por el que llegaba la comida y se afanaban por hacerse un hueco para el festín.
El monje repitió el paripé. Se me acercó, dibujó una cruz sobre mi frente y me dijo que ya estaba salvado, que no tuviera miedo. Miedo. Era un término muy suave para describir cómo me sentía. Estaba aterrado, temía el salto, temía el dolor, temía ser despedazado y supongo que temía aún más despertar como una de esas cosas, sino era devorado por completo antes. Pero al mismo tiempo una sensación de descanso me invadía. Se trataba del fin y realmente no tenía mucho sentido seguir viviendo en un mundo así, seguir huyendo cada día, pasando hambre y conociendo lo peor que podía deparar nuestra raza, ya fuera entre el género vivo o el muerto.
Fui llevado hasta el extremo del 'trampolín', donde se encontraba Ricardo, sonriendo otra vez, con ese gesto brutal que sólo podía tener un desquiciado.
- Saludos a los clientes- me soltó.
Un relámpago se dibujó a lo lejos, acompañado poco después por un trueno ensordecedor. Lo siguió una gota de agua que chocó contra mi frente, y otra más en la mejilla. El padre Nicolás también recibió una y se limpió la cara mirando al cielo, sorprendido. Las gotas se transformaron en lluvia, al principio débil y poco a poco más fuerte, como si todo el agua que no había caído en casi tres meses de verano estuviera acumulándose allí arriba.
- ¡Es una señal! ¡Es una señal!- gritó el monje- ¡El fin del calvario!
Ricardo lo miró con desprecio y me agarró.
- ¡No!- le espetó Nicolás tratando de pararlo- ¡Dios ha hablado!
- ¡Apártate viejo loco!- dijo mi verdugo, y lo echó a un lado.
Sin embargo, el religioso se revolvió y le golpeó con la cruz en la espalda. El agua caía ya abundantemente, acompañada de relámpagos cada vez más cercanos. Cuando Ricardo se dio la vuelta y encaró al monje, estaba totalmente calado. Levantó su fusil y le pegó un tiro en la cabeza. Por un momento pareció que la lluvia descendía a cámara lenta, mientras Nicolás se desmoronaba. Ricardo echó una mirada desafiante a todos los que ocupaban la azotea, recordando una vez más quien mandaba. Sin embargo, no debía contar con plena fidelidad entre sus guardias porque uno de ellos abrió fuego contra el salvaje líder, alcanzándole en el pecho. El tiro abrió la caja de Pandora, provocando un tiroteo indiscriminado entre los hombres armados y de éstos hacia la muchedumbre.
Mientras, Ricardo cayó al suelo de rodillas, justo a mis pies. Su sangre se disolvía entre los charcos. Levantó la cabeza y le solté una patada en toda la boca, tan fuerte que yo también me fui al suelo. El asesino resbaló sobre el borde de la terraza y se fue abajo. Los zombies lo desgarraron y partieron en varios trozos, demostrando que no despreciaban la carne de aquél que les había dado de comer en tantas ocasiones.