sábado, 5 de diciembre de 2009

Martes 1 de septiembre. El fin del principio

La primera impresión que tuve al salir a los pasillos del centro comercial fue que se encontraba al comienzo de una rebajas salvajes. Carreras, gritos... tiendas ardiendo. La principal diferencia, a parte de las llamas y el humo, era la oscuridad que reinaba, ya que evidentemente no había luz eléctrica, y la tormenta impedía la llegada de rayos de sol. Estaba en la segunda planta y tenía que llegar a las conducciones por las que había entrado a la Nueva Condomina, ubicadas en el sótano. El problema era que con las escasas fuerzas que me quedaban, tras una semana de brutal racionamiento y el colofón de dos días de palizas, incluso aunque lograra escapar del lugar no podría dar dos pasos sin caer rendido.
Tomé la dirección del hipermercado Eroski que había en la planta baja. Pensé que por mucho que hubieran robado, algo debía quedar para llevarse a la boca. El plan era esperar allí un tiempo hasta que se calmara la cosa y tratar de huir más tarde con provisiones. Ése era el plan, pero fue un error sobrevalorar mi estado físico.
Comencé a recorrer el pasillo este en dirección sur, pues había salido de la terraza por el punto más lejano al supermercado. Al llegar a la galería central que unía los dos pasillos, y en la que se encontraban las escaleras mecánicas para descender a la planta baja, ya estaba reventado. Me temblaban las piernas y a cada paso notaba que me iba a derrumbar. De repente, por detrás de mí apareció un grupo de prisioneros corriendo, y de un empujón me echaron al suelo. Me quedé allí, sobre las baldosas aún frescas de la noche pasada, tratando de recobrar el aliento, mientras los habitantes del centro comercial seguían su alocada carrera de escape y los tiroteos se acercaban cada vez más. Tenía los músculos agarrotados y un afilado clavo se incrustaba entre ellos cuando trataba de tensarlos para ponerme en pie. Había llegado, sin duda, al límite de mis fuerzas por ese día, y no me recuperaría a menos que descansara y, a poder ser, comiera algo. En cambio, me encontraba recostado sobre el escaparate de un Zara destrozado, a unos 500 metros de la fuente de comida y sin energías para recorrer esa distancia.
-¿Pedro?- oí a mis espalda.
Giré la cabeza y sólo vi dos maniquís desnudos, tirados sobre el mostrador del escaparate.
- ¡Pedro!- otra vez, en dirección a la puerta de la tienda, por la que apareció en ese momento Marta- ¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Se lanzó sobre mí abrazándome y besándome por toda la cara. Nuestros labios se juntaron al final, aunque apenas podía ya incorporarme para abrazarla yo también.
Entramos dentro de la tienda de ropa, donde Marta se había escondido al abandonar la azotea. Estaba muerta de miedo, a tenor de las miradas que lanzaba al exterior cada vez que se escuchaba un ruido. Todavía no me había contado qué le ocurrió durante los dos días que estuvimos encerrados, tras nuestro fallido intento de fuga; y dado su comportamiento, me temía lo peor. Al menos no tenía marcas de golpes visibles.
Le conté que estaba destrozado y que me moría de hambre. Por fortuna ella tenía agua y comida que había encontrado en la mochila de un guardia muerto. Nos refugiamos en el interior del Zara y nos dimos un tremendo festín, a base de albóndigas en conserva, maíz y una botella de cerveza Estrella de Levante que me supo a gloria pese a estar caliente.
- Tenemos que intentar llegar al colector por el que nos trajeron- le dije cuando terminamos. Fuera ya casi no se oía nada y el olor a quemado aumentaba poco a poco, lo que indicaba que el fuego debía estar avanzando. Esperarlo en medio de toneladas de ropa no era una buena idea.
- Ya he estado allí antes- me respondió- Hay que buscar otra salida. El tubo no se puede usar, está inundado por la lluvia.

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