miércoles, 30 de septiembre de 2009

Ya están aquí II

Juan Carlos había desaparecido. Ni siquiera pude ver cómo acabaron con él. En el lugar donde antes estaba el coche en el que se refugió el fotógrafo y el militar había ahora decenas de zombies, unos encima de otros, como peleando en una enorme melee de rugby. La escuadra de soldados que se encontraba a unos diez metros de ellos inició un tiroteo brutal contra la montaña de carne muerta que debía estar sepultando a su superior. Las armas, diez a la vez, produjeron un sonido atronador, como nunca había imaginado. Al igual que en la comisaría, me llevé las manos a la cara para protegerme, un acto reflejo sin ninguna lógica pues no me disparaban a mí. Arrinconado en el extremo superior derecho de la escalinata, cubriéndome la cara, sólo pude escuchar el silbido y no ver, sin embargo, la ráfaga que generó el cohete lanzado por un bazooka muy por detrás de la línea de defensa. No se bien dónde explosionó, pero tuvo que se muy cerca de mí porque me lanzó por encima de la barandilla y caí de bruces al suelo. El golpe fue seco y muy doloroso, me dejó balbuceando sobre la acera, con un pitido punzante en los oídos que anulaba mi contacto con el mundo exterior.
Por fortuna se volvió a dibujar sobre mí el contorno protector de Fran, que me obligó a levantarme y me ayudó a seguir retrocediendo por la Gran Vía, colgado a su hombro. Alrededor de la puerta de El Corte Inglés se amontonaba la gente, también había personal de emergencias, soldados, policía y médicos, haciendo gestos para que nos acercáramos. Yo apenas podía andar ni mantenerme erguido, dejaba toda esa responsabilidad a Fran mientras a duras penas apoyaba un pie tras otro. Pero comenzaron a pasar hombres y mujeres corriendo junto a nosotros. Las primeras palabras que pude escuchar cuando se disipó el pitido fue un contundente "¡Corred!" de un joven que nos adelantó. La mirada de Fran terminó de darme el impulso para tratar de moverme por mí mismo lo más rápido posible. Llegamos a los soportales de la galería comercial y sólo entonces nos atrevimos a mirar atrás, mientras seguíamos el camino que nos llevaba al interior de la tienda.
La plaza Fuensanta estaba repleta de esas cosas. Corrían como en manadas, lanzándose sobre toda persona que se encontraban a su paso. No distaban mucho de la gente normal, aunque la mayor parte de ellos tenía la ropa desgajada y restos de sangre por todo el cuerpo. Una madre cargada de su niño en brazos logró zafarse de uno de ellos y se dirigió hacia nosotros, aún en la puerta de El Corte Inglés. De inmedianto un zombie siguió sus pasos emitiendo un grito salvaje, que alertó a varios más. A mi lado un policía disparó sobre los perseguidores. Uno de los muertos tropezó, puede que alcanzado en las piernas por los disparos, y otro cayó fulminado. A pesar de la gran puntería del agente, un tercero alcanzó a la mujer y la tiró al suelo. Parecía un bombero, al menos por el uniforme, pero tenía el cráneo literalmente abierto. El niño rodó hasta mí.
- ¡Métalo dentro!- me dijo el policía al tiempo que se acercaba al zombie y a la madre derribada descargando su cargador.

Cogí al pequeño de la cintura y lo arrastré tras el portal. Una verja de seguridad estaba ya descendiendo y por poco me da en la cabeza. Estaban cerrando las galerías, con cientos de personas aún fuera. La puerta crujió al tocar el suelo. Pero al otro lado quedaban civiles y soldados reclamando que se abriera. Los zombies se lanzaron sobre ellos y los que no murieron aún enganchado a los barrotes de la verja salieron corriendo de allí. Fue una escena dantesca que contemplé tan anonadado que ni siquiera me acordé de tapar los ojos del niño. Tras el festín, los infectados se dieron cuenta de que al otro lado de la puerta había decenas de personas refugiadas, como yo y el pequeño, y comenzaron a golpear y arañar la verja, tratando inutilmente de alcanzarnos, mirándonos anhelantes. Entre ellos había varios chicos con el uniforme de colegio, aunque su rostro blanquecino y sus ojos igualmente muertos les conferían un aspecto tétrico.
Apoyados sobre un puesto de perfumería, sentados en el suelo, el niño y yo agachamos la cabeza. Heridos, aterrados, sin una gota de energía en el cuerpo, ambos nos pusimos a llorar.

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