lunes, 14 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes III

Recibí los primeros rayos del sol pegado al ordenador. No había podido conciliar el sueño tras dormir durante todo el día anterior. Las sirenas de emergencias, que sonaban una tras otra, tampoco ayudaron. Fue difícil convencer a mis padres de que me quedaba en la ciudad. Insistieron en que no le debía nada al periódico y la verdad es que tenían razón, pero me mantuve firme. Les expliqué que la situación en Murcia todavía estaba controlada y que ya tendría tiempo de refugiarme en el campo a lo largo del fin de semana si empeoraba. Personalmente era consciente de lo arriesgado de mi actitud y algo me decía que hacía mal. Sin embargo, me marché a la redacción. Cogí el coche de mi hermana, un Seat Ibiza diesel que había dejado en casa de mis padres antes de partir hacia Argentina. Llené el depósito con la garrafa de gasóleo que habían comprado el día anterior y mi madre insistió en cargar el maletero con alimentos. Pensaba volver a casa de mis padres esa noche pero nunca se sabía qué podía ocurrir.

Esa mañana sí, la ciudad tenía todo el aspecto de estar abandonada. Cogí la avenida Juan de Borbón, una vía de tres carriles por sentido que se adentraba en la urbe por el norte y apenas había tráfico. Por dos veces me crucé con ambulancias precedidas de coches de la Policía. Los sindicatos sanitarios habían dejado muy claro que no dejarían los centros de salud y los hospitales si no era con guardaespaldas. Al llegar a la plaza Juan XXIII giré hacia la Circular, siempre siguiendo grandes avenidas igualmente solitarias. En la Cadena Ser especulaban sobre la posibilidad de un ataque nuclear controlado en Rusia, en la zona de los Urales. La inteligencia británica y francesa sospechaba que el Kremlin había desechado ya la opción de salvar Moscú y había ordenado un traslado general al este. La cadena de explosiones debía ser una forma drástica de frenar las oleadas de zombies que campaban por la capital. Me parecía una salvajada, ya que nadie podía asegurar que no quedaba gente escondida en las zonas bombardeadas. Ésa era una opción que, afortunadamente, no tenía el Gobierno español. Me pregunté si Estados Unidos había optado por hacer lo mismo. Al fin y al cabo ninguna potencia extranjera podía sabes desde hace días lo que ocurría allí.

En la plaza Circular me encontré con una especie de cuartel general del Ejército en la zona central. Había tiendas de campaña y toda clase de vehículos militares y de emergencias aparcados en los carriles interiores, cerrados al tráfico. También vi enormes camiones y grúas cargando unos sacos que parecían de cemento. Sólo se podía circular por el carril más externo, y observado atentamente por soldados situados en las torretas de blindados ligeros.
Desde allí tomé la avenida de la Constitución y entré en el centro de Murcia. A media altura de esta última calle había una decena de palés con sacos de arena en ambas aceras. Entonces comprendí que las grúas que había visto antes estaban distribuyendo ese material probablemente para formar barricadas en los puntos neurálgicos de la ciudad.

No tuve problemas de aparcamiento en el centro; no había ni gente ni coches. La puerta del edificio donde estaba la redacción de El Faro estaba cerrada, contrariamente a lo habitual. Llamé al telefonillo del periódico y me respondió la administrativa, que se alegró de escucharme, y abrió. Una vez allí fui recibido como héroe. Durante mi estancia en la comisaría me habían perdido la pista e imaginaron lo peor. Sin embargo el jueves se enteraron por el fotógrafo que había sido puesto en libertad y de hecho habían incluido una imagen mía en la edición de hoy. Me enteré además de que ese día habían acudido a trabajar más por inercia que por otra cosa. Para empezar no había noticias del director desde el día anterior. Vivía en un pueblo de Cartagena pero no respondía ni al teléfono móvil ni al fijo de su casa. No era la única ‘baja’. La plantilla, que de por sí no era muy amplia, se había reducido a la mitad por trabajadores que o bien anunciaron durante la semana que no irían a trabajar o simplemente dejaron de acudir. De esa forma, Fernando y yo habíamos ascendido sin verlas venir a máximos responsables del rotativo y la primera decisión del día no era baladí: ¿sacábamos el periódico?

No hay comentarios: