lunes, 28 de septiembre de 2009

Ya están aquí

La pobre empleada de Zara se había clavado al menos tres cables de forja a lo largo del cuerpo, quizás más. Al asomarme al agujero de las obras del parking, que empezada junto a la puerta principal de El Corte Inglés y se extendía hasta la plaza Díez de Revenga, a unos 200 metros, pude ver, como el resto de la multitud que se arremolinó a la orilla del boquete, la mirada perdida de la joven. El gentío hace sólo unos minutos alocado por los gritos permanecía ahora en silencio.

A mi derecha una mujer rompió a vomitar y pronto le siguieron varias personas más. Pero eso no era nada comparado con lo que nos esperaba. De repente la pierna derecha de la fallecida, que colgaba atravesada por uno de los filamentos a la altura del muslo, se movió bruscamente. Le siguió otro movimiento y después un temblequeo, similar a un tic, que pronto se extendió por todo el cuerpo. La chica comenzó a mover lo ojos, pues en realidad nunca los había cerrado, y los brazos, alargándolos hacia los que la observábamos, dos metros arriba.

- ¡Está viva!- dijo un niño, situado entre las piernas de su padre.

No está viva, pensé yo. El agente permanecía a mi lado, con la pistola aún desenfundada. La gente empezó entonces a pedirle que le disparara en la cabeza, pero el policía, que no tendría más de 25 años, seguía quieto, paralizado.

Todo eso era demasiado para mí. Me di la vuelta y casi me estrello con Pablo. Regresaba de Díez de Revenga, por donde había intentado salir del cuadrante de seguridad fortificado por el Ejército. No había nada que hacer, ya había sido bloqueado. No se podía salir ni entrar al centro de la ciudad. El anuncio de la llegada de los zombies por el sur, en la entrada de la autovía de Cartagena al El Malecón, había activado la alerta de todos los puestos militares. Era la señal para cerrar el anillo de seguridad en torno al corazón de Murcia. ¡Estábamos atrapados!

Para ese momento ya sólo Fran, el fotógrafo, y Pablo estaban junto a mí. Pablo propuso intentar escapar por alguna callejuela entre la plaza Circular y Juan XXIII, dos puntos unidos por la ronda de Levante, el límite nordeste del ‘muro’ de contención. Para mí era la mejor opción, porque era la dirección en la que se encontraba la casa de mis padres y la salida de la autovía de Madrid, que debía tomar para ir a la finca da mis abuelos, donde mi familia se iba a refugiar.

Subimos por la Gran Vía en dirección al río. Teníamos pensado girar hacia el norte una vez pasado el nuevo centro de El Corte Inglés, situado sólo a una manzana del viejo en la acera contraria. Los cuatro carriles de la avenida estaban ocupados por los coches, que circulaban en dirección opuesta a lo habitual. En principio el carril de bus y taxi debía ser utilizado sólo por vehículos de emergencias y militares pero allí donde no había soldados estaba invadido por coches civiles. Y lo peor era que ya no parecían moverse. Al fin y al cabo las salidas estaban cerradas, aunque todavía no se hubieran dado cuenta. A mitad del centro comercial Fran se fijó en algo. La gente ya no andaba sólo por las aceras, también lo hacía entre los coches, y venían corriendo. Poco a poco, como si fuera un mensaje que se transmitía entre turismos, padres, madres e hijos salían de los automóviles y emprendían la carrera a pie dejando atrás bolsas y maletas. A pesar de los gritos y las bocinas, ya era fácil escuchar el sonido de los disparos, cada vez más cerca. Los conductores abandonaban sus vehículos por orden de los militares, que se replegaban poco a poco y a los que ya se podía ver en la parte más alta de la Gran Vía, justo antes de llegar al río.

Una figura conocida surgió de entre la muchedumbre. Era Juan Carlos, el otro fotógrafo, que volvía del 'frente'.

- ¡Ya están aquí!- nos dijo tremendamente excitado, con un tono de voz que no dejaba muy claro si estaba asustado o contento. Dio unas bocanadas y siguió- Han pasado las barricadas, son muchos, un montón, miles... Les han soltado de todo y no se han parado.

Justo en ese instante se escuchó una gran explosión procedente del río.

- Veis- señaló- Había dos tanques ahí arriba y han pasado sobre ellos. Tenéis que ver las fotos.

Hizo ademán de enseñarnos las imágenes con el visor de su cámara, pero su compañero de profesión por poco se la tira al suelo de un golpe.

- ¡Déjate de fotos imbécil! ¿Dices que ya vienen?- le inquirió Fran agarrándole de la camisa hawaiana.

No hizo falta que respondiera. Un policía nacional llegó hasta nosotros y nos ordenó retroceder. Varios agentes más intentaban coordinarse para que los civiles abandonaran la Gran Vía. Apenas a cien metros de nosotros se observaba a un soldado subido al techo de un Hummer disparando hacia el suelo. Nos quedamos mirando y el propio policía también se giró. Junto al tirador había otro militar disparando con la metralleta del vehículo. De repente dieron un acelerón hacia atrás como huyendo de algo y las ruedas de la derecha subieron sobre un turismo hasta hacer volcar el jeep. Los policías volvieron a pedir que regresáramos hacia El Corte Inglés, pero Juan Carlos hizo caso omiso y salió disparado hacia el Hummer.

- ¡Eh tú! ¿A dónde coño vas?- le gritó el agente sin poder hacer otra cosa que seguir avanzando.

La gente nos cerraba el paso y ya no podíamos coger la calle que habíamos previsto. Además, los militares debían estar ya a menos de 50 metros, y entre la maraña de refugiados y coches me pareció ver una marabunta que llegaba corriendo a la parte alta de la Gran Vía y comenzaba a avanzar como si de hormigas se tratara, entre los coches y sobre ellos si era preciso.

- ¡Atrás, atrás!- exclamó un militar.

Me fijé en él, posiblemente fuera un oficial, aunque no lo tenía claro. Fue hasta un soldado que disparaba y le agarró del cuello.

- ¡He dicho que atrás mamón!- repitió.

El soldado se replegó junto a otros diez que formaban una línea a lo ancho de la avenida. El mando, sin embargo, se mantuvo en su puesto e incluso avanzó para subirse sobre un coche. Sacó una pistola del cinturón y comenzó a disparar. Junto a él apareció Juan Carlos, con el mismo objetivo que el oficial, pero utilizando la cámara de fotos. No tardaron en ser rodeados por un gran grupo de zombies, ahora ya los podía ver claramente. Puede que lo único que impedía que se lanzaran a por nosotros (que apenas podíamos retroceder paso a paso debido a la acumulación de personas) fuera los improperios que el militar soltaba desde el techo del vehículo acompañados del plomo de su revólver. Juan Carlos también subió al coche pero ya estaban completamente acorralados. Me di la vuelta y traté de abrirme paso entre los más lentos. Había gente por el suelo, que caía a empujones y no podía levantarse. Las detonaciones sonaban cada vez más cerca a mi espalda. Llegué hasta la escalinata del edificio de Cajamurcia y volví mi vista a atrás. Ya no había rastro de Juan Carlos o del militar. Se los habían comido.

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