lunes, 7 de septiembre de 2009

Segunda semana, jueves, control IV

Dormí alrededor de doce horas, pues cuando puse el pie en el suelo de mi habitación ya había anochecido. Eso sí, el sueño fue de todo menos tranquilo. Me desperté decenas de veces y tuve multitud de pesadillas, cada una una variación de la anterior pero lastradas por igual por los terribles sucesos que había vivido desde el ataque en la terraza. A veces toda mi familia había muerto y resucitado, en otras ocasiones mis amigos huían de mí o me encontraba en lo alto de un enorme rascacielos con otra persona que no hablaba ni se movía.
Al final, logré encadenar unas horas de sueño y al despertar estaba bastante repuesto. La oscuridad absoluta reinaba en mi cuarto. A lo lejos se oían sirenas y ladridos de perros, pero nada más. Ni gente en la calle, ni coches. Recordé entonces que el sonido de las ambulancias o los coches de Policía me había acompañado durante toda la jornada.

La lampara de mi habitación no funcionaba y al bajar me imaginé que algo no iba bien, ya que la única luz que había en el comedor era la de las velas que había encendido mi madre.
- Se ha ido la luz hace dos horas- me dijo- lleva toda la tarde fallando.
Mi padres habían salido a comprar comida. Les dije que era necesario aprovisionarse por lo que pudiera pasar y que esperan a que me levantara para acompañarles, pero no quisieron despertarme. Fueron a un Carrefour cercano donde al parecer se había reunido todos los murcianos que no estaban por la calle. Estantes vacíos, empujones, colas interminables en las cajas, fallos con el suministro eléctrico y una curiosidad: Como el pago con tarjeta se interrumpía de vez en cuando por cortes de la línea telefónica, aparecieron carteles recién imprimidos que señalaban cajas donde sólo se podía comprar con dinero en efectivo.
Llenaron la despensa de productos básicos, así como de material que sólo llevarías a una acampada pero que ahora parecía vital, como linternas, camping-gas, carbón. También se pasaron por una tienda especializada en bricolaje, donde precisamente trabajaba mi amigo Pablo, y se hicieron con un generador eléctrico de combustible. La situación en las gasolineras era similar, pero tras pasar por tres estaciones lograron llenar el depósito de su coche y dos garrafas extra.

En la cena me di cuenta que por muy contenta que estuviera mi madre por mi regreso, la situación de mi hermana estaba acabando con ella. Argentina estaba totalmente colapsada, así lo había dicho ella la última vez que lograron contactar y así lo confirmaban los informativos españoles, que situaban el país entre las naciones infectadas. El sur era el último remanso de paz, lo que había llevado a la Patagonia a millones de emigrantes. Le había mandado mensajes de móvil y electrónicos, pero el jueves no respondió.

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