miércoles, 16 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes. Ya vienen II

El grito de mi madre me heló la sangre. Fue como despertar de repente de una fantasía estúpida. ¿Qué demonios había prentendido esa mañana? ¿Por qué había ido al periódico cuando lo más sensato era salir de Murcia con mi familia?
Tras colgar el teléfono me quedé unos instantes sentado sobre la mesa, intentando pensar en una salida, pero en realidad con la mente en blanco. Los pocos trabajadores que habían ido ese día a la redacción se marchaban. Sólo se quedaron dos redactores, Pablo y Rosa; dos fotógrafos, Fran y Juan Carlos y los tres máximos responsables de la cabecera en Murcia en ese momento, Pepe, de Deportes, Fernando, el otro redactor jefe, y yo.
- ¿Qué hacemos?- preguntó Pablo- ¿Hay periódico?

El timbre del teléfono atrasó la respuesta. Lo cogió Fernando. Llamaban de la redacción de Cartagena, donde también habían estado viendo las imágenes de la marcha zombie a Murcia por La 7. Allí la situación también era caótica, pero el Ejército, con gran presencia en la ciudad portuaria, había sellado los barrios altos y del puerto, donde en ese momento comenzaban a acudir ciudadanos en busca de refugio. El despliegue militar infundía seguridad entre los cartageneros y ellos estaban dispuestos a publicar la edición del día siguiente.
Y lo peor fue que la determinación de la delegación de Cartagena contagió valor a Murcia. El pequeño grupo que quedaba en la redacción se convencía cada vez más de que era posible. Pablo dijo que la zona centro de la ciudad y, concretamente la Gran Vía, donde se encontraba El Faro, era el lugar más seguro. Las barricadas que había visto preparar camino del periódico cerraban un círculo alrededor de nosotros. Según informaba el 112, dibujaban un rectángulo de seguridad entre la Plaza Circular, Juan XXIII, la antigua calle Correos y la ribera del río Segura. Allí estaban la sede del Gobierno regional, el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno.
- Nosotros estamos dentro y La Opinión y La Verdad fuera- añadió Fernando, en referencia a las sedes de los otros dos periódicos de la ciudad.
- Claro, podemos hacer un periódico histórico- le secundó Fran.
Yo caminé unos pasos por la redacción intentando ordenar mi cabeza y les pedí calma. Estaba claro que no se daban cuenta de lo grave de la situación.
- A ver chicos, no sé cómo habéis trabajado los días que he estado fuera, pero la cosa está ahora mucho peor- comencé a decirles- Pensáis que el centro de la ciudad es seguro pero yo creo que es precisamente lo contrario. Esos muertos que han salido por la tele se dirigen hacia aquí por algo, porque saben que hay gente, Murcia les atrae... nosotros les atraemos.
- ¿Pero no has visto los soldados que hay allá fuera?- saltó Pepe.
- Lo que he visto es a cientos de zombies que vienen hacia aquí y eso no lo paran ni los soldados ni nadie- respondí- Además, ¿de qué nos sirve lo que hagamos hoy si mañana no se puede imprimir en Lorca? ¿y cómo van a distribuir los periódicos? ¡Joder! Y ¿quién mierda los va a comprar con la que hay montada? Mirad, soy el primero que quiere seguir trabajando, tenemos la puta noticia viniendo hacia nosotros y me encantaría sacarla mañana. Pero como esto diga así no hay ni mañana ni pasado, la ciudad entera se va a tomar por culo y nos va allevar por delante.

La redacción de El Faro es una especie gran zulo situado en el entresuelo de uno de los edificios comerciales y de viviendas de la Gran Vía. Es un zulo porque sólo los despachos de los jefes (director, director general, etc) dan a la calle. Pero aún así escuchamos una potente voz que venía del exterior. Nos asomamos por una de las oficinas y vimos un camión militar que transportaba un enorme equipo de sonido. Transmitía un mensaje grabado que se repetía:
- La Comisión Central de Seguridad de Murcia ha designado este sector como zona segura. El Ejército sellará este sector a las doce horas del mediodía. Los vecinos que quieran abandonar la zona tienen hasta las doce horas del mediodía para salir.

Miré mi reloj. Eran las doce menos diez. No lo podía creer. Debían haber estado pasando toda la mañana pero en la redacción no nos habíamos enterado hasta ahora. Salí disparado hacia la calle sin mediar palabra. Mis compañeros me siguieron, no sé si porque también querían marcharse de allí o por pura inercia. Había aparcado detrás de edificio, en un jardín en cuyo extremo sur se situaba el Palacio de San Esteban, la sede del Gobierno regional. Sin embargo, comprobé horrorizado que el vehículo no estaba allí. Había un hueco en el lugar donde lo dejé sólo una hora antes y trozos de cristal. ¿Me lo habían robado? Me devanaba los sesos buscando una explicación cuando escuché rafagas de disparos a lo lejos, en dirección al río.
- Ya vienen- pensé en voz alta.

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