jueves, 10 de septiembre de 2009

Segunda semana, viernes II

Hacia las cuatro de la madrugada dejé el ordenador desesperado con las malas noticias que aparecían por todas partes. Tenía algo de sueño, a pesar de las doce horas de descanso que había acumulado el día anterior, pero estaba demasiado nervioso para seguir durmiendo. Del exterior del dúplex de mis padres sólo llegaban sonidos inquietantes, ya fuera en forma de sirenas, coches pasando a toda velocidad, ladridos e incluso gritos, o eso me parecía escuchar. La verdad es que no hacía falta mucha ayuda externa para desquiciarme. Tres días infernales, primero a punto de morir en la terraza de mi casa y después en los calabozos de la Policía Nacional. Me había convertido en un ser muy susceptible: los sueños me arrastraban a las pesadillas y la realidad, penosamente, no resultaba más tranquilizadora. Estaba seguro de que caminábamos hacia el desastre y que la epidemia que asolaba ya medio mundo sólo se estaba tomando con calma la llegada al último resquicio de vida civilizada, Europa.

La casa de mis padres estaba protegida con rejas en cada ventana, como suele ocurrir en Murcia con las viviendas a pie de calle. Pensados contra el asalto de los ladrones, no tenía modo de saber qué seguridad aportarían los barrotes en caso de un ataque mucho más tenebroso. ¿Resistirían la fuerza de diez de esos monstruos tirando de ellas? Lo dudaba. En cualquier caso, mi familia había tomado ya una decisión acerca del futuro, gestada mientras ya estaba preso. Abuelos paternos, maternos, tíos y primos habían estado preparando una casa que tenían en el campo, en una población cercana. Se trataba de una pequeña finca de limoneros y algunos otros frutales, con piscina y habitaciones para alojar a un regimiento, el refugio veraniego y de fin de semana de la familia de mi madre. De hecho sus padres ya estaban allí, junto a uno de los hermanos, preparando la casa para alojar a toda la tribu a partir del sábado. Las medidas de seguridad eran contundentes, ya que si normalmente en la ciudad había peligro de robo, en el campo la violencia de las bandas de asaltantes procedentes del este de Europa había llevado a mis abuelos a reforzar puertas y ventanas y a contratar un sistema de vigilancia privado. No reinaba un consenso total sobre el refugio campestre, sin embargo. La hermana de mi madre, por ejemplo, consideraba que se estaba exagerando el peligro, y que la epidemia del Virus R se frenaría con los controles que habían puesto en marcha las autoridades. Por lo pronto, se llegó al acuerdo de pasar el fin de semana allí y ver cómo evolucionaba la situación hasta el lunes.

Eso sí, ésa era la intención de mi familia, no la mía. Por mucho miedo que me diera y, realmente, me daba muchísimo, quería volver al periódico, al menos ese fin de semana. Los periodistas seguían trabajando pese a todas las recomendaciones que el Gobierno había hecho a empresas y sindicatos. Si El Faro aún continuaba saliendo a la calle, yo quería estar allí para informar a los lectores. Ésa era mi obligación profesional, o moral, o yo que sabía. Terminé lamentándolo.

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