viernes, 4 de septiembre de 2009

Segunda semana, jueves, control II

- Habíamos batido ya cuatro casas de huerta y matado a cuatro de esas cosas. El cerco se cerraba en un almacén de frutas abandonado tan aprisa esa mañana que las cintas de transporte aún estaban en marcha. El jefe nos distribuyó en equipos de tres hombres. Según habían contado trabajadores y familiares, cuatro mujeres no habían salido. Mi equipo encontró a la primera en una sala frigorífica. La puerta estaba llena de rastros de sangre, pero dentro todo estaba limpio. La mujer, una sudamericana bastante joven, estaba sentada en un rincón, con la cabeza baja y tiritando. Comenzó a gritar en cuanto aparecimos y eso les atrajo. El jefe nos había dejado muy claro cómo entrar: dos hombres vigilando delante, el otro, la retaguardia. Pero la mujer no dejaba de gritar y corría por la cámara pensando que eramos unos de ellos. Nos despistamos y mordieron a Paco por detrás. Él mismo consiguió soltarse y acabar con ella con una ráfaga. No tuvimos que decirle nada. Paco se alejó por el pasillo y se pegó un tiro en la cabeza, al girar la esquina. Sabía lo que iba a pasar. No nos habían informado bien... la verdad es que todos los políticos son unos cabrones. Pero llevábamos ya dos días cazando zombies y lo habíamos aprendido por nuestra cuenta.

Luis hablaba con una tranquilidad pasmosa, como si me estuviera contando lo que había hecho el fin de semana. El joven agente de Policía tiró la colilla al suelo, la pisó y prosiguió su relato, encendiéndose otro cigarrillo. Estabamos en el recibidor de la primera planta de la Delegación del Gobierno, pero la gravedad de los acontecimientos había ensombrecido normas como la Ley Antitabaco. Al fin y al cabo, estos hombres llevaban casi 48 horas matando a infectados.
- El miércoles por la tarde llegó una circular del ministerio que la Delegación estaba distribuyendo por todas las comisarías. Era un decreto del Consejo de Ministros que autorizaba a los Cuerpos de Seguridad a matar a personas afectadas por el Virus R si éstas representaban un peligro para la ciudadanía. El jefe cogió la hoja y la tiró a la basura. ¿A qué venía eso? Mi grupo se ha cargado ya a veinte bichos de esos, la mayor parte antes del decreto. El jefe dijo que era algo que tenía que hacer el Gobierno para darle fuerza legal... Ahora apretamos el gatillo más seguros.
Luis esbozó una sonrisa. Era un chico que apenas llegaba a la veintena. Se había quitado el chaleco y el casco, que descasaban a los pies del banco donde estábamos sentados. Era rubio, de ojos marrones y tez oscura. Venía de Almería, sólo unos meses en la Policía Nacional y ya estaba pegando tiros a diestro y siniestro.

El subinspector Ignacio Sala lo 'reclutó' el martes por la tarde, junto a otros diez hombres. Se había perdido el rastro de una patrulla a mediodía, tras un accidente en la circunvalación de la ciudad. Dos agentes más, éstos de la Guardia Civil, estaban en paradero desconocido. Todos habían acudido una llamada del 112 por el vuelco de una ambulancia en la Ronda Oeste, camino del Hospital Virgen de la Arrixaca. Según se supo después, era el vehículo que había recogido al portero de mi edificio, Blas. Los sanitarios lo encontraron en un jardín a más de dos kilómetros de casa, con múltiples fracturas (posiblemente por haber saltado desde décimo piso, en la terraza de mi edificio), arrastrándose. Lo recogieron y lo inmovilizaron en una camilla. Eso les salvó por el momento. Pero una vez en la ambulancia, algo debió salir mal. El vehículo se fue contra la mediana de la autovía que rodea el oeste de Murcia y volcó en el carril contrario. Cuando llegó la patrulla de Policía, que casualmente circulaba por el lugar (la Policía Nacional no tenía competencias en la vigilancia del tráfico) informó de dos sujetos que paseaban por los tres carriles de la calzada en una actitud suicida. Tuvieron que parar el tráfico, ayudados por los motoristas de la Guardia Civil, y cuando lograron acercarse a los hombres, resultó que eran los sanitarios, o lo que quedaba de ellos.

Hasta ese momento ni la Benemérita ni la Policía Nacional tenían instrucciones claras sobre cómo actuar contra la infección del Virus R. Habían llegada protocolos para hacer frente a manifestaciones o disturbios similares a los de Estados Unidos, pero nadie esperaba que los zombies aparecieran en medio de una autovía. No está muy claro lo que pasó pero hubo un tiroteo y un gran accidente. Un camión cisterna arrolló a varias personas (no se sabe si sanos o no), chocó y explotó. Una decena de coches se unieron al desastre. Antes de la deflagración uno de los agentes informó de la actitud hostil de los médicos y las mordeduras a su compañero. Pese a lo violento de la explosión, algunos zombies tuvieron que escapar porque a partir de las cinco de la tarde, desde ese punto se inició una ola de llamadas al 112, que se fue extendiendo hacia la ciudad, dirección este, y la huerta, en sentido contrario.

Se estableció un cinturón de seguridad que, se suponía, había logrado contener la infección a la afueras de Murcia, pero la huerta era otra cosa. Allí había estado trabajando sin descanso el equipo del subinspector desde entonces. Hubo cacerías entre los limoneros, numerosas bajas e incluso un tiroteo con un grupo de gitanos en un villorrio de la zona. Joaquín, el joven que llegó a los calabozos, había participado. Lo más extraordinario era que el miércoles por la mañana, cuando las potencias mundiales iniciaron en Madrid la cumbre para elaborar una estrategia contra la pandemia, oficialmente no se había declarado ningún caso de infección por Virus R en Murcia, ni en ningún otro lugar de España. Las tapaderas había sido variadas: operaciones antiterroristas, redadas contra el narcotráfico, ajustes de cuentas entre bandas...
Tras una hora de espera al fin salió uno de los ayudantes del delegado del Gobierno y me invitó a pasar. Tenía tantas ganas de ver a Martínez Andújar como de volver a la comisaría, pero no había otra opción. Me recibió sentado tras su escritorio caoba:
- ¡Hombre Pedro! Me alegra que estés bien. Ya me han contado lo de tu aventura en los calabozos. Parece que los problemas te persiguen.

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