martes, 1 de septiembre de 2009

Segunda semana, noche del miércoles III

La sangre, la persecución, los gritos... todo lo que ocurría en los pasillos del calabozo me hizo olvidar a los traficantes argelinos de al lado. De repente, una enorme mano me agarró el brazo y lo arrastró hacia la serie de barrotes que hacían de pared entre las dos celdas. De nada sirvió el salto instintivo que traté de dar al verme apresado. Al girarme en dirección a mi atacante vi la cara de uno de los inmigrantes, en la que el miedo y el dolor habían dibujado una extraña mueca. El hombre caía al suelo y me soltaba gradualmente. Entonces pude ver como Tarem, el magrebí que había muerto minutos antes desangrado al perder el brazo, le mordía la espalda con furia. Detrás, apoyado en el camastro, estaba el otro argelino, con la barriga abierta y sus entrañas esparciéndose por el suelo.

Tarem levantó la vista de su presa, que ya no respiraba, y me miró curioso. Quizás le sorprendía que a diferencia de sus dos antiguos compañeros de celda, yo no tratara de huir. Dejó caer al infeliz inmigrante y cambió el gesto por un terrible rugido, un sonido al que no lograba acostumbrarme. Tenía la boca llena de sangre y trozos de carne colgados de los labios. En cambio, su cara ofrecía un color más pálido, lo que unido al anterior color moreno de su piel le daba el aspecto de un hombre enfermo. Sus ojos también habían perdido tonalidades, no parecía haber diferencia ya entre la parte blanca y el iris, y sólo la pupila permanecía oscura, más si cabe ahora por el contraste con el resto, completando un cuadro tenebroso en su rostro.
De repente, obviando la existencia de los barrotes, se lanzó hacia mí golpeándose brutalmente con los hierros y cayendo después hacia atrás. Se incorporó apoyándose en su único brazo y volvió a por los cadáveres de los dos inmigrantes. Yo observaba la situación atónito. El Virus R despertaba en los muertos una furia incontenible, que les hacía atacar a todo ser viviente y no parar hasta matar a cuantos estuvieran a su alcance, incluso con más fuerzas que en su etapa anterior. El endeble gitano había arrancado el brazo al argelino, y éste ahora, sirviéndose de una única extremidad, había matado a otros dos hombres. Pronto ellos también se levantarían e intentarían ir a por los demás. Estábamos protegidos por nuestras particulares habitaciones en el motel Comisaría de Policía Nacional, pero ¿serían capaces de echar los barrotes abajo? ¿o de pulsar los botones que abrían las puertas?

No tuve tiempo de comprobarlo porque un desdichado médico eligió ese momento para abrir la puerta que daba acceso a los calabozos. Le seguía un policía joven, el primero que había llegado junto al inspector Marín y al agente. Sus antiguos compañeros, ahora muertos y resucitados, les dieron una bienvenida sangrienta. Agarraron al médico, que intentaba retroceder, y tiraron de él hasta que los tres inmigrantes de mi celda contigua lo apresaron también. Todos ellos a la vez se pusieron a morderle con lo cual al menos tuvo una muerte rápida. El policía, que todavía se encontraba en la puerta, sacó su pistola y vació el cargador sobre el enjambre de zombies, de una forma tan alocada e imprecisa que incluso yo tuve que apartarme para evitar las balas. El silencio se adueñaba poco a poco del sótano de la comisaría y en ese momento las explosiones que provocaba el arma para lanzar los proyectiles retumbaron en la sala formidablemente. Pero todo era un espectáculo circense, el agente no acertó si un sólo tiro en la cabeza de los muertos y los dos que no estaban encerrados se lanzaron a por él escaleras arriba.
Entonces los gritos y los disparos se trasladaron a la planta principal, siguiendo la espiral que al parecer sin remedio llevaba a esa salvaje infección a extenderse poco a poco. Abajo quedábamos una decena de presos en cuatro celdas, así como tres zombies, por fortuna apresados, pero que sacudían las rejas sin cesar. Ya lo daba todo por perdido, fallecer a manos de mis vecinos muertos por un despiste o morir de inanición mientras el mundo entero se iba al carajo. Sin embargo, el estruendo de un tiroteo continuo me sacó de mis oscuras cavilaciones. Parecían ráfagas de ametralladoras y disparos de escopetas, aparentemente dirigidos o siguiendo un ritmo repetitivo. Primero silencio, después un grito potente e inmediatamente una algarabía de tiros. De nuevo el silencio y vuelta a empezar.

Las detonaciones finalizaron y escuchamos pasos en las escaleras. Lo primero en entrar no fue un hombre sino la punta metálica del mástil de una bandera. Lo llevaba un agente corpulento, provisto de casco, chaleco antibalas y un escudo antidisturbios. Tras él iban cuatro policías más, armados hasta los dientes. El más bajo de ellos, equipado con un subfusil, echó una ojeada a la sala y dijo:
- El que no quiera morir aquí abajo que me diga ahora mismo su nombre.
Respondimos todos a la vez. Bueno, no todos. Los tres argelinos rugieron y continuaron su lucha contra los barrotes ahora con más ahínco. El agente se acercó a ellos, los observó un rato y se dio la vuelta. Con un gesto indicó a sus compañeros que iniciaran la fiesta del plomo. Cuando sus cuerpos dejaron de balancearse por las balas y se desplomaron echando humo, el médico, que permanecía sentado alrededor de un charco de sangre junto a su celda, levantó la cabeza y mostró sus ojos blacos. El agente del mástil se adelantó y se lo clavó en el pecho, inmovilizándolo. Mientras, el líder del grupo se acercó y le colocó el fusil en la cabeza. El médico le echó una mirada salvaje y soltó un gruñido.
- Respuesta equivocada- dijo reventándole el cráneo con una bala.

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