martes, 4 de agosto de 2009

Tercer día




El día siguiente debía ser de relax. Libraba, así que me olvidaría del periódico por unas horas, aunque los acontecimientos de las jornadas anteriores me habían dejado con ganas de volver a la redacción. Sin embargo, yo tenía mis propios problemas, aunque mucho más mundanos.
Pese a ser un día de descanso no pude aguantar en la cama más tarde de las ocho de la mañana a causa del calor. Tenía todo un día libre por delante y opté por hacer algo que debía haber afrontado mucho antes ese verano, mudarme a casa de mis abuelos. Terminó de convencerme Sergio, el técnico del aire acondicionado, que volvió a retrasar su visita a casa por asuntos personales "urgentísimos". Le dije todo lo que quise y más por teléfono, pero sabía que no serviría de nada. Finalmente quedó en venir el viernes siguiente, es decir, y como ya me había acostumbrado a escuchar: "Pasado mañana sin falta".
Mis abuelos tenían un pequeño chalé en el monte, en una pequeña cordillera al sur de Murcia que contaba con unas vistas privilegiadas de la ciudad. Era una antigua villa señorial que mis abuelos habían comprado a un 'señorito' venido a menos, y estaba tan deteriorada que ni cinco años de trabajos de reforma y acondicionamiento habían terminado de arreglar. Sin duda la estructura estaba enferma, y eso era algo que durante las noches de viento o lluvia la vieja mansión insistía en demostrar, con crujidos en incluso un derrumbe parcial dos años atrás. Como consecuencia, entre las habitaciones apuntaladas y aquellas que había quedado totalmente impracticables, apenas quedaba el salón, una enorme cocina que décadas atrás había servido de casa del servicio y tres dormitorios en la planta de arriba. También había una atalaya otro piso por encima, que consistía en una zona descubierta de unos diez metros cuadrados, como era costumbre en las casas construidas a mediados del siglo pasado en esa zona de Murcia. El ático y la agrietada terraza de la entrada, resguardada por varios plátanos, eran los mayores atractivos de la villa. Por contra, su difícil acceso, a unos veinte minutos de Murcia, y los años, eran las razones por las que mis abuelos apenas la utilizaban y menos ahora, en pleno verano. Por mi parte, con las largas jornadas de trabajo en el periódico igual me valía mi apartamento en el centro que la decrépita mansión, pero la fresca brisa del monte terminó de decidirme. Llamé a mi amigo Enrique, que estaba de vacaciones y contaba con un estupendo monovolumen, y metí todo lo que pude para pasar al menos un mes en el monte, mientras remitía el calor.
Aproveché también para llamar a mi hermana y preguntarle cómo le iba el viaje. Por alguna razón me preocupaba que estuviera en Argentina, pese a que los sucesos se estaban produciendo a miles de kilómetros al norte. A excepción de algún periódico que habían podido leer, no tenían mucha idea de lo que pasaba en Los Ángeles. Normal cuando llevas dos semanas recorriendo la Patagonia.
Pasé el resto del día acomodando las cosas, limpiando y jugando a la consola con Enrique en la fresca terraza de la villa. Fernando me llamó al anochecer, pero antes de que me pudiera contar las "novedades" que se habían producido ese día tuvo que colgar ante los gritos el director. Por eso, una vez se hubo marchado mi amigo, me acerqué a cenar a un pequeño bar del lugar y casi ni probé bocado mirando las noticias de la noche en la televisión. El Gobierno americano había perdido el contacto con el interior de la ciudad, ya no funcionaban los aeropuertos (y eso que había uno de los Marines en pleno centro) y se había declarado el estado de sitio en todo el sur de California. Enormes columnas de coches trataban de huir de la zona por las colapsadas autopistas, mientras el Ejército, literalmente dijo el presentador, "no podía contener los ataques de las bandas de agitadores". Las imágenes que emitía el informativo de TVE1, que dedicó casi la mitad de sus 45 minutos al tema, eran aterradoras. La ciudad ardía y los helicópteros de las cadenas de noticias captaban ataques en masa a comisarías, hospitales o el mismo Rose Bowl, un estadio de casi 100.000 plazas donde parecían haber instalado un enorme hospital de campaña. California necesitaba refuerzos y si la televisión no engañaba, medio Ejército estadounidese se dirigía a la zona, incluidos tanques y helicópteros.

Si los vídeos eran impactantes, más increíbles eran los testimonios de los supervivientes que había logrado dejar la ciudad. Algunos hablaban de ataques de grupos salvajes, como si de una guerra civil africana se tratara, golpeando e incluso mordiendo a las víctimas. Exagerados o no, los refugiados que contaban estas historias tenían pruebas en forma de heridas, algunas bastante graves, que daban valor a sus testimonios.
Me marché a casa sin saber qué pensar. Mientras preparaba mi habitación recibí una llamada de Fernando.
- Oye, ¿no has visto el mensaje que te he enviado? ¿Has entrado al correo?
Le dije que estaba totalmente desconectado en plena sierra.
- Tienes que ver esto. Es un vídeo flipante, te lo mando al móvil.
En pocos minutos lo recibí, y dado que era mi primera noche en una casa sacada de los relatos de terror, no debería haberlo abierto. Era un vídeo grabado con el móvil, con todos los problemas de calidad que conllevan (pixelado, movimientos brucos, sombras, ...), pero se bastaba para poner los pelos de punta. Estaba grabado por un grupo de jóvenes angelinos, unos diez, que avanzaban por una estrecha calle peatonal entre viviendas, seguramente en un barrio residencial de la ciudad. Tenían armas: hachas, bates y alguna pistola. Estaban a punto de llegar al final de la calle cuando apareció un hombre a lo lejos. Inmediatamente se pararon, mientras el hombre se daba la vuelta lentamente y salía corriendo hacia ellos. No podía entender lo que gritaban los chicos del grupo pero era un compendio de "fuck" y "shoot". Se oían varios disparos, al parecer dirigidos al hombre, pero éste no se detenía. El cámara, puede que una mujer por los gritos que emitía, se logró apartar en el último momento, cuando el hombre pegó un salto para avalanzarse sobre los jóvenes. A partir de ahí el vídeo se volvía mucho más movido pero se podía ver como los pandilleros golpeaban en corro al hombre, que atacaba en el suelo a uno de ellos. Después de molerlo a palos durante casi un minuto pudieron liberar a su amigo, que tenía una terrible herida en el cuello. En ese momento comenzaron a oírse más gritos y el grupo emprendió la huida, no se sabe bien de qué, porque la chica dejó de grabar.

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