martes, 25 de agosto de 2009

Segunda semana, la terraza

El martes terminó con todas mis dudas, lamentablemente. La jornada comenzó bien, con una llamada a Argentina en la que mi hermana me dijo que ella y sus compañeros de viaje habían sido invitados por una amiga española que trabajaba allí a una casa de montaña, en una estación de esquí venida a menos que haría las veces de refugio si la situación de complicaba por esos lares.

La siguiente conversación telefónica que mantuve, también antes de ir al periódico, bajando en coche desde el monte, no fue tan esperanzadora. Me llamó la mujer de Marcos, el técnico del aire acondicionado. Al principio pensé que me iba a ofrecer explicaciones por la marcha de su marido, del que no había sabido nada desde el pasado viernes, cuando se quedó instalando un aparato en mi casa mientras me iba a trabajar. Yo había reventado su móvil a llamadas y también el teléfono de su oficina, sin éxito. Pero su esposa no me ofreció respuestas, sino más preguntas. Me contó que no sabía nada de Marcos desde el viernes, y que no sólo lo buscaba ella, sino que la Consejería de Sanidad también se había interesado al saber que estuvo en Barajas durante el incidente. Según le dijeron, estaban realizando controles rutinarios a las personas que estuvieron en contacto con infectados o con posibles transmisores de la enfermedad que no la habían desarrollado. Su hermana, de hecho, permanecía desde el sábado en cuarentena en un pabellón especial del Hospital Virgen de la Arrixaca, el centro hospitalario más grande de Murcia.

La pobre mujer, tras pasarse el fin de semana llamando a otros familiares, compañeros y amigos de su marido, acudió el lunes a la oficina y comenzó a ponerse en contacto con todos los clientes de Marcos, hasta que dio conmigo al día siguiente. Sin embargo, yo le tuve que decir que ignoraba dónde se encontraba y que igualmente le buscaba por marcharse sin terminar su trabajo. Con los lamentos de fondo de su esposa, cavilé sobre qué podría haber pasado. Recordé que las máquinas extractoras de aire acondicionado (los aparatos que captan el aire de la calle) debían colocarse en la terraza superior de mi edificio, ya que el inmueble contaba con preinstalación. Estaba situada cinco pisos por encima de mi apartamento, en espacio con varias alturas y, según me habían contado (pues realmente nunca había subido), de acceso bastante peligroso.

Con un escalofrío recorriéndome el cuerpo imaginé que Marcos hubiera tenido un accidente allí arriba y no encontrara la forma de bajar o pedir ayuda. Sin decirle nada a su mujer, para no preocuparla más, me dirigí a mi edificio, a pesar de tener el coche ya aparcado junto a la redacción. El portero me dijo que no había nadie en 'su' terraza, imposible que sufriera un percance allí sin que se enterara. El portero de mi edificio era bajo, regordete y con el pelo claro, que caía sobre su frente. Cojeaba desde niño y ese problema le había supuesto burlas durante toda la vida. No era un hombre al que las bromas le sentaran muy bien. Me costó convencerlo, pero al fin conseguí que abriera la puerta de la terraza. Insistió en acompañarme y los dos entramos al ascensor que nos llevaría hasta el último piso.

No hay comentarios: