martes, 11 de agosto de 2009

Quinto día, la idea

Las palabras del presidente americano fueron la chispa que hizo explotar el polvorín gestado en Estados Unidos desde el inicio de la crisis. El carismático líder fue valiente al aparecer ante las cámaras para tratar de tranquilizar a su pueblo, precisamente cuando más lo necesitaba y a pesar de no contar con apenas información que aportar. Pero lo alarmante de su discurso y lo impreciso de sus advertencias pusieron en una paranoica alerta a la poblaciones más armada del mundo. Nosotros no lo supimos inmediatamente, pero al día siguiente las noticias de heridos por bala, tiroteos y auténticas matanzas, sobre todo en zonas rurales del país bastante alejadas de California indicaban que la estrategia escogida por la Casa Blanca no había sido la correcta, o quizás que no había ninguna estrategia correcta que escoger.
Se produjeron enfrentamientos entre bandas rivales de cada ciudad, entre grupos de vecinos armados y emigrantes recién llegados del extranjero o refugiados de Los Ángeles, un origen que ya era sinónimo de apestados. Incluso vecinos que siempre se habían mirado con recelo aprovecharon para saldar cuentas. Sucedieron episodios tan absurdos como el de una balacera entre casas contiguas al más puro estilo Primera Guerra Mundial, con barricadas incluidas, en una zona residencial deprimida de Chicago, en la que intervino una patrulla de la Policía que no supo qué hacer, si disparar contra un bando o contra el otro, y que al final fue tiroteada por los dos.
Para colmo de desgracias para la nación más poderosa del mundo, un avión de pasajeros norteamericano se estrelló en pleno centro de Moscú cuando se aproximaba al aeropuerto de la capital rusa y se perdió el contacto con varios trasatlánticos que había partido de la Costa Oeste esa semana.
Éste era el panorama cuando llegué el viernes a la redacción del periódico, tras una noche de pesadilla en mi nueva residencia. El mensaje de Obama me impactó realmente, porque me hizo pensar en una idea absurda que había estado cavilando durante esa semana. El fuerte viento que sopló esa noche golpeó hasta los cimientos de la casa, que crujían de forma preocupante, y no me ayudó demasiado a quitármela de la cabeza. No sabía que temía más, si el rechazo que imaginaba en mis compañeros al escuchar mi teoría o el espanto que me invadía al barajar que pudiera ser cierta. En cualquier caso no dormí mucho y tuve más tiempo del que quería para darle vueltas al tema. Supongo me podía considerar un experto en la materia, por lo menos de lo que hasta entonces se sabía (quizás 'sabía' no era el termino adecuado), debido a lo cual me sorprendió no haber atado los cabos incluso antes.
Esa mañana, sin embargo, decidí contarlo en el periódico, por muy estúpido que sonara. Al entrar a la redacción llamé a Fernando y se lo dije. Su reacción fue más positiva de lo que esperaba. Al fin y al cabo habíamos estado expuestos a la misma avalancha de información. Poco a poco, mientras desarrollaba mi argumento, se fueron uniendo redactores que o se quedaban de piedra (puede que más por el respeto que me debían tener que por la racionalidad de mis palabras) o bien sonreían tímidamente. Al terminar, la voz grave de Rosa, la periodista encargada de la noticias del Ayuntamiento de Murcia, rompió de forma contundente con el clima de tensión que había generado:
- Pedro, de todas la ideas frikis que has tenido ésta se lleva la palma.
Todo el corro estalló en carcajadas. Hasta yo tuve que reírme. No es que estuviera orgulloso de lo que había dicho, sabía que era una verdadera locura. Pero ahora era una locura que todos conocían y que sólo el tiempo podía demostrar o rebatir.
Alertado por una secretaria, el director no tardó en llamarme al despacho, y menos contento que en la reunión anterior, me preguntó qué "demonios" estaba contando en la redacción.

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