domingo, 30 de agosto de 2009

Segunda semana, noche del miércoles

Al anochecer, como había previsto el desquiciado Joaquín, detenido dos celdas a mi izquierda, el diablo llegó a los calabozos. Nada grave hubiera ocurrido si la comisaría hubiera contado con su dotación de agentes habitual, pero ésa no era una noche normal. A las ocho de la tarde el vigilante llegó con la cena y nos anunció que tenía que subir a la planta principal. Advirtió que no armáramos lío y se marchó.
Para entonces los delirios del joven gitano se habían convertido en sollozos y gemidos. Permaneció arrinconado junto a su camastro y, si eso se puede tomar como un signo de valentía, no recuerdo que pidiera ayuda ni una sola vez. Debían ser las once de la noche cuando Tarem, un argelino detenido por tráfico de drogas, empezó a preguntarle qué le pasaba. Tarem estaba inmediatamente a mi izquierda, en la celda contigua a la de Joaquín, junto a otros dos compatriotas que acababan de llegar y no conocía.
- ¡Agente! ¡Agente! ¡Este chico está mal, no se mueve!- gritó el argelino en dirección a la puerta que daba paso a las escaleras.
De arriba llegaba el continuo sonido de las sirenas, pero no hubo respuesta. Desde mi celda no podía ver gran cosa, ya que los tres emigrantes estaba pegados a los barrotes mirando al gitano. Las peticiones de ayuda chocaron además con las quejas del resto de presos, que ya estaban tumbados en sus camas y reclamaban silencio. Así siguió la cosa hasta que los argelinos comenzaron a excitarse de nuevo.
- ¡Eh chico! ¡Amigo! ¿Cómo estás?- dijo uno.
- ¡Oh vaya cara! Drogas, je, mala cosa- comentó otro.
Yo me había recostado pero no conseguía conciliar el sueño. Al escuchar el diálogo de la celda vecina me puse en alerta. Me levanté y miré a mi izquierda. Joaquín parecía estar levantándose, aunque los cuerpos de los tres argelinos ocupaban mi campo de visión.
- Oh, vomita, ¡qué asco!- maldijo uno de ellos y soltó una algarada de insultos en árabe.
Escuché el líquido estrellarse contra el suelo y una serie de profundos tosidos. Entonces percibí un sonido familiar que me heló la sangre. Era un rugido.
- ¡Eh cabrón! ¡Suéltame!- exclamó Tarem.
Ahora sí lo pude ver claramente. El joven gitano se había avalanzado sobre las rejas en las que estaban situados los argelinos y agarraba el brazo de Tarem. Sus compañeros de celda habían retrocedido asustados y ahora miraban la escena.
- ¡Que no te muerda! ¡Saca de ahí el brazo!- grité.
Pero era demasiado tarde. Joaquín clavó sus dientes en el antebrazo del árabe y éste lanzó un grito ensordecedor. Los otros dos argelinos reaccionaron y se pusieron a tirar de Tarem hacia ellos.
- ¡Suelta loco cabrón! ¡Suelta!
La fuerza de tres hombres debería haber bastado para liberar al preso, pero Joaquín parecía tener bien hundida la mandíbula en la carne del argelino porque al minuto de la trifulca, con patadas incluidas dirigidas al cuerpo del gitano, los tres emigrantes se fueron al suelo y el gitano se quedó con el brazo.
- ¡Joder!- soltó una de las prostitutas situadas en la celda de al lado.
La sangre salía a chorros del muñón que había quedado en el cuerpo de Tarem, que había caído en el centro de la celda. Sus compañeros trataban de tapar la hemorragia con una sábana pero no lo conseguían. Ahora sí, todas las celdas eran un clamor que reclamaba ayuda de la Policía. Excepto el joven gitano, que había vuelto a su rincón y devoraba allí tranquilamente el brazo del argelino.
El barullo llegó al fin a la planta de arriba y un agente con cara de pardillo se asomó entreabriendo la puerta.
- ¿Qué mierda pa...?- dejó la frase a medias al observar la escena de la celda de los argelinos y regresó escaleras arriba gritando "motín".
Al poco volvió con dos agentes más, otro joven y uno mayor, el inspector José Marín, equipados con porras.
- ¡Silencio!- mandó el veterano a todos los presos, golpeando la mesa del vigilante con su porra- ¡Callaos la boca de una vez y apartaros de las rejas!
Se dirigieron a la celda de los argelinos y vieron a Tarem echado en el suelo, dando sus últimas bocanadas de aire.
- Avisa a un médico- le dijo a uno de los policías.
Una vez se marchó, y todavía sin abrir la reja, preguntó a los compañeros de celda qué había pasado.
- Ha sido ése loco- le explicaron, señalando a Joaquín.
- Dios bendito- reaccionó el inspector al ver al gitano masticar la carne desgajada del brazo de Tarem. De inmediato se lanzó hacia su celda y comenzó a golpear los barrotes exigiéndole que lo soltara.
El policía joven que seguía en los calabozos no pudo reprimir las arcadas y se puso a vomitar.
Su superior se dio la vuelta y le pidió las llaves de la celda de Joaquín.
- ¡Ábreme esta puerta que se va enterar!- bramaba.
En realidad la puerta se abría mediante un cerrojo mecánico que se operaba desde la mesa del vigilante. El policía fue hasta allí y le dio al botón. Con un chirrido metálico la puerta se abrió.
- No entre ahí, le va a morder- le advertí, pero Marín no tenía oídos para nadie.
Se abalanzó sobre Joaquín y empezó a pegarle una paliza con la porra, gritándole que soltara el brazo. El gitano recibió más de veinte golpes por todo el cuerpo, hasta que el agente se cansó y, apenas se apoyó en la pared para recuperar el aliento, se lanzó a su cuello con una mirada asesina. Los dos cayeron al suelo y pese a los porrazos que el gitano recibía en la cabeza, nada lo hacía soltar el gaznate del agente. Su compañero reaccionó y fue a hasta la celda, prosiguiendo la mansalva de palos sobre la cabeza de Joaquín hasta que ésta, literalmente, se quebró. El gitano quedó echado sobre cuerpo del inspector herido que ya no se pudo levantar, pues tenía la garganta abierta.

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